28.5.06

Sollozo kitsch

La vida es tan rara que la mayor horterada de Gil y Gil me produce, siempre que la veo, una sutil emoción. Me refiero al horrendo frontispicio, o como se llame, que afea la entrada de Marbella: esas faraónicas letronas que cruzan, a modo de arco, la carretera con el nombre de la ciudad (M A R B E L L A). La primera vez que pasé por debajo, camino del apartamento que tenía mi amigo Palomo en Estepona, casi vomito. Pero tiempo después ese mismo engendro hizo que se me saltaran las lágrimas. Lo recordé el miércoles pasado, cuando me dirigía a la conferencia de Arcadi Espada. Detrás hay una historia, como es natural.

En enero de 1995 estuve saliendo con una colombiana que vagaba por la Costa del Sol y que le dio a mi vida un aire de telenovela. A mí me encantaba su cuerpo (era preciosa) y también su modo de hablar; pero el contenido de lo que decía... bueno, los que se hayan asomado alguna vez a un culebrón entenderán a qué me refiero. Yo trataba de mantener mi sobriedad hispánica, pero no podía evitar verme como un galán sudamericano al ser acariciado por sus melosas frases, que acababan todas con un “mi amooor”. A veces me reía de ella (afortunadamente el humor nunca faltó en nuestra amistad) y le decía, imitando su acento: “Observa qué linda esa lata de coca-cola que yase en la calsada, mi amooor”. A lo que ella replicaba, fingiendo enfado: “¡Te odio! ¡Me remeeedas!”. En ocasiones me miraba con gesto grave: “Tengo que desirte algo, mi amooor”. Yo le preguntaba, preocupadísimo: "¿El qué?". Y entonces saltaba a mis brazos, alborozada: “¡Que te quiero!”.

Un fin de semana, aprovechando que Palomo dejaba libre su apartamento de Estepona, nos fuimos para allá en autobús. Fueron unos días deliciosos, de pasarlos en la cama llena de sol y paseando por el puerto deportivo. Las extravagancias turísticas que a mí siempre me habían parecido odiosas, a ella le entusiasmaban. Pero yo se lo perdonaba todo, porque llamaba “cobijas” a las mantas y “ultralivianos” a los ultraligeros. En mi memoria aquellas jornadas parecen de verano, aunque las vivimos en invierno. Poco después ella tuvo que regresar a Colombia porque no le renovaron su permiso de residencia. Pensaba volver a España más adelante, pero ya no pudo. En junio le descubrieron un cáncer, allá en Medellín, y murió antes de que se acabase el año, tras un par de operaciones inútiles.

Una de sus últimas tardes aquí le pregunté qué era lo que más le había gustado de España. Ella se dedicó a pensar unos segundos (se había tomado la pregunta en serio) y respondió, haciendo gala una vez más de su irresistible mal gusto: “Ese cartel que hay en la carretera, que dise Marbella... ¡Me fas-sinóoo!”. Corrí a contárselo entre risas a mi amigo Andújar, y luego él se pasó semanas imitándola histriónicamente para meterse conmigo: “Las dos cosas que más me fas-sinaron de España fueron José Antonio y ese cartel de Marbella...”

Mucho tiempo después me encontraba hojeando el periódico en la Biblioteca cuando, al pasar una página, apareció de sopetón el arco ese. Y, claro, me salió un sollozo que cualquiera que me viese no dudaría en calificar de kitsch.