22.6.06

El siglo de Billy Wilder

Recuerdo que Billy Wilder murió un Viernes Santo, y le dije a una amiga: "Si verdaderamente es Dios, resucitará el Domingo". El Domingo estuvimos pendientes. No pensábamos que en verdad fuese a resucitar, pero sí, quizá, que se produjera algún tipo de pirotecnia guasona por los cielos. No vimos nada. Ahora pienso que deberíamos haber estado pendientes de la tierra, porque Wilder no era Dios pero sí un diablo. Me gustaba esa frase que se decía de él: "Tiene el cerebro lleno de cuchillas de afeitar". La incómoda inteligencia. El que se acerca mucho, sale triturado. Y su propio poseedor recibe sus cortes (aunque desde dentro resultan algo más estimulantes). Quevedo fue su precursor, aunque Wilder ni lo conocería. Sus herederos, claramente, son Los Simpson. Y yo diría que el 90% de las buenas sit-coms. En el cine no ha dejado herencia, pero sí en la tele. Yo tengo para mí que otro espíritu afín a Wilder es el gran Noel Rosa, el cantante y compositor brasileño que murió en 1937 con veintiseis años. También tenía el cerebro lleno de cuchillas de afeitar. Ahora que lo pienso, tal vez sería mejor decirlo así en español: "poblado de navajas". Billy Wilder tenía el cerebro poblado de navajas. O: le salían navajazos del cerebro. O: al idiota, lo navajeaba. O: a los estúpidos, los hacía papilla. O: se le acercaba un panfilote, y salía hecho lonchas.

Como es lógico, Billy Wilder, el cínico, se comportó con integridad en los momentos de su vida en que hubo que hacerlo. A las almas cándidas suele ocurrirles justo lo contrario: se pasan toda la vida predicando, pero en cuanto la cosa se pone cruda, son los primeros en rajarse. Una de esas ocasiones de integridad wilderiana fue cuando su productor le pidió que los carceleros del campo de concentración de Traidor en el infierno pasasen a ser polacos en vez de alemanes para la comercialización de la película en Alemania. "Vete a la mierda", creo que le dijo Wilder, y se cambió de productora. Le enseñó a trabajar Lubitsch, quien, según contaba Wilder, les hacía corregir una y otra vez los guiones. Al final Lubitsch leía la enésima versión. Por primera vez parecía satisfecho. Sonreía un par de veces durante la lectura. Y nada más acabar, decía con entusiasmo: "¡Perfecto! ¡Ahora vamos a mejorarlo!".

Hay muchos momentos memorables en las películas de Wilder. Cientos, miles de momentos. Bastaría cualquiera de ellos para que el famoso extraterrestre que debe bajar a la Tierra dentro de mil años certificase que, en efecto, había habido vida inteligente en el planeta. Vida, incluso, muy inteligente. Pero yo me quedo con un momento pesimista y tierno: el final de La vida privada de Sherlock Holmes. El detective ha perdido el primer caso de su vida porque cometió el desliz de enamorarse. Antes, durante la película, hemos visto cómo Watson, cansado de regañarle a Holmes por su adicción a la morfina sin que éste le haga caso, le ha escondido la jeringuilla y el resto del instrumental. Pero estamos ya en los últimos minutos. Holmes, fracasado, ha vuelto a casa. Recibe una carta y la lee de pie junto a la ventana, mientras Watson lo observa, también melancólico, desde el sillón. Ahora no recuerdo qué dice esa carta, si es ella misma confesándole que todo fue una treta o alguien comunicándole que la dama ha muerto... El caso es que la tristeza se hace insoportable. Holmes suelta la carta sobre la mesa. Mira a Watson y le dice: "¿Dónde está?". Y Watson, con una dignidad médica que jamás podrá comprender nuestra Pitita Salgado, le indica un cajón. Holmes abre, levanta unas carpetas y allí está su jeringuilla. La recoge, se encierra en su cuarto y la película acaba.

Hoy Billy Wilder hubiese cumplido cien años.