18.10.06

Cuestionario Proust (2006)

Los principales rasgos de mi carácter
El talento, la gracia, la ligereza, esta lucidez a veces feliz, a veces insoportable... y, por supuesto, mi cándida desesperación.

La cualidad que prefiero en un hombre
Su desprendimiento económico.

La cualidad que prefiero en una mujer
Que resulte baratita (sobre todo sentimentalmente).

Lo que más aprecio de mis amigos
La conversación chispeante, y el que me pueda despedir de ellos sin demasiadas explicaciones (acepto que sea también viceversa).

Mi principal defecto
Cada 30 de febrero siento un doloroso arrebato de humildad.

Mi ocupación favorita
Siempre estoy o follando o pensando (nunca las dos cosas a la vez; aunque las vivo de manera cruzada: follar me estimula el pensamiento, pensar me pone cachondo).

Mi sueño de felicidad
Aprender al sol.

Lo que para mí sería la mayor desgracia
No aprender nunca (y que encima esté nublado).

Quién me gustaría ser
El hombre en cuyo abrazo desfallecía Beatriz Viterbo.

Dónde me gustaría vivir
En una chabola (¡climatizada!) en lo alto del Pan de Azúcar.

Mi color preferido
El de ese divino oscurecimiento de la carne, progresivo, en anti-sfumato, que rodea el ano de las mujeres.

La flor que más me gusta
Naturalmente, como diría Darío: la rosa sexual.

Mi ave favorita
Cualquier pájaro enjaulado que no cante. (A los canarios y jilgueros que no cesan de cantar les deseo un futuro de pajarito frito.)

Mis autores preferidos
Primer deslinde: que no sean barrocos. Y, de entre los no barrocos, aquellos en cuyas frases se engarzan inteligencia y emoción.

Mis poetas favoritos
Vale aquí también lo de antes, aunque en poesía sí sé disfrutar del barroquismo. Por ejemplo: adoro a Góngora, adoro el Polifemo (pero si tengo que elegir, prefiero a Garcilaso o al capitán Aldana).

Mis héroes de ficción
El cabo atrapado de Jean Renoir, el Sherlock Holmes de Billy Wilder y el Cary Grant de Encadenados.

Mis heroínas de ficción
La Ingrid Bergman de Encadenados, Irma la Dulce y la Félicie del Cuento de invierno de Eric Rohmer.

Mis compositores preferidos
Monteverdi, Mozart, Schubert, Pixinguinha, Noel Rosa, Cartola, Chico Buarque, João Donato, Antonio Carlos Jobim y Luixy Toledo.

Mis artistas favoritos
Tiziano y Marcel Duchamp.

Mis héroes en la vida real
Hoy en día, los ciut-adanes.

Mis heroinas históricas
Mesalina y todas las que se abrieron de patas para gozar ellas mismas, y de paso desprestigiar a sus envarados "grandes hombres".

Los nombres que más me gustan
Ultimamente, los de los mafiosos que salen en Los Soprano. El que más: Ralph Cifaretto. Y en lo que a nombres de lugares se refiere: sin duda, Plaza de Uncibay y Rua Visconde de Pirajá.

Lo que más odio
El abuso de poder, la falta de magnanimidad. El sectarismo. La fe ciega. La mezquindad. La pomposidad. La cursilería.

Los personajes históricos que menos me gustan
Primero: los muy crueles. Segundo: los muy bobos.

La campaña militar que más admiro
Lo del paso de las Termópilas no estuvo nada mal. Fue el Little Big Horn de los espartanos: murieron con las sandalias puestas.

La reforma que más aprecio
No ha llegado aún. Sería la implantación de aquella asignatura que proponía Savater como alternativa a la clase de religión en el bachillerato. Se llamaría "Asignatura Condorcet" y consistiría en un relato a los alumnos de todas las atrocidades que se habían cometido en nombre de la religión cada día del año. Una suerte de Efemérides Fanática, o de Santoral Asesino.

El don de la naturaleza que me gustaría tener
Me gustaría ser capaz de producir un tsunami cada diez años (donde yo eligiera).

Cómo me gustaría morir
Con noventa y nueve años, tiroteado por mi mejor discípulo porque me ha pillado en la cama con su joven y bella esposa (ella se salva).

El estado actual de mi espíritu
Desclasado.

Las faltas que puedo soportar
Las que aún están por cometerse.

Mi lema
"Hay que huir, en la medida de lo posible, de ese tipo humano al que todos nos parecemos" (André Breton).

14.10.06

El Mili Vanilli del bricolaje

Hace años, cuando se descubrió que los Mili Vanilli no cantaban sino que sólo movían la boca (y exhibían el careto), acuñé esta definición: "Pedro Osinaga es el Mili Vanilli de la zarzuela".

La ingeniosidad tuvo mucho éxito, pero nadie la celebró tanto como una amiga mía que se partía de risa cada vez que la recordaba.

El destino quiso que esa amiga acabase trabajando en Tele 5, y que pasase un tiempo en Bricomanía, donde se enteró, como es natural, de todos los secretos del programa. El más grave afectaba a su grandote presentador, el manitas pelirrojo de la barba que parece canadiense pero que es vasco (he olvidado su nombre). Un día mi amiga me lo soltó con los ojos abiertísimos:

-¡No te lo vas a creer! ¡Es el Mili Vanilli del bricolaje!

Me desveló que era un manazas, un auténtico inútil, y que todos sus trucos de bricolaje no eran más que una actuación. Me descojoné. Pero luego, ya a solas, estuve meditando sobre este serio asunto: ¿qué diferencia hay entre poner un grifo con autenticidad y ponerlo actuando? Ahora tendría que venir una buenísima idea para cerrar el cuento, pero no se me ocurre.

9.10.06

Mi historia con Marisa Monte

Marisa Monte en Madrid, 13-IX-2006


Este septiembre he faltado por primera vez a mi cita con Marisa Monte, en su gira española, desde 1994. Quizá he entrado en la fase en que la presencia es algo secundario y lo principal se vuelca hacia dentro, hacia lo que se abre o se descuelga por la imaginación. El universo ya está entero en uno mismo: sólo hay que sacar filones. Ponerse la escafandra y hundirse en las aguas calientes.

A Marisa Monte la empecé a escuchar hace exactamente doce otoños. Su nombre me sonaba del programa de Carlos Galilea en Radio 3, Cuando los elefantes sueñan con la música, pero no me había fijado especialmente en ella. El día inaugural fue el 21 de septiembre de 1994, y empezó con una pista falsa. Leí un artículo de Antonio Muñoz Molina sobre el disco que acababa de sacar Eric Clapton, From the cradle, y sentí la necesidad urgente de ir a comprarlo. Era ya mediodía. Todo estaba cerrado menos la tienda de discos de El Corte Inglés, en la época en que aún era un lugar suntuoso y no un despojo como ahora. El de Clapton no estaba, pero yo había salido a comprar un disco (esas ansiedades del consumismo cultural) y fui a elegir otro a la sección de Música Brasileña. Bueno, en realidad esa sección no existía, sino la de Música Latinoamericana en general, que ha sido una fuente constante de irritaciones en mi vida. Pocas cosas detesto más que ir en busca de Caetano Veloso, Chico Buarque, Antonio Carlos Jobim o Adriana Calcanhotto y que me salgan al paso Quilapayún, Lucho Gatica o los Calchakis; y todavía escapa uno con suerte si se ha librado del adocenado Víctor Jara, cuyo "Te recuerdo, Amanda" es probablemente el mayor canto a la alienación del obrero que se ha escrito nunca (menos mal que ahora han hecho una versión los Astrud y han liberado el lirismo que había por debajo de ese ladrillo kitsch). En fin: vi el primer disco de Marisa Monte, titulado sólo con su nombre, y lo compré. Llegué a casa. Lo puse. No sé decir qué sentí, porque en realidad no sé decir qué sentía antes de haberlo escuchado. En mi memoria, "1994" y "otoño" son ya ese disco. Hay un eco de tiempo en él: no es que Marisa Monte esté en 1994, sino que 1994 está en Marisa Monte; aquel año y mi vida como subproductos de esa música. "Bem que se quis", "Chocolate" y, por encima de todas, "Preciso me encontrar"... Fue, sí, enamoramiento. La música era inseparable de la mujer. También esa cosa encantadoramente patética de los fans, que yo sólo he sentido con Marisa Monte.

En las semanas siguientes conseguí también Mais y Cor de rosa e carvão, que era su novedad de aquella temporada. Al poco me enteré de que iba a venir a España a presentarlo, en noviembre. Aquel otoño estuvo imantado por aquel acontecimiento. Encargué a Hervás, en Madrid, que comprara las entradas con mucha anticipación (¡toda anticipación era poca!), y el día del concierto partí de Málaga con Weil, en su viejo Ford. El viaje fue una tópica odisea, pero no por tópica dejamos de arriesgar auténticamente nuestras vidas. Ocurrió que se nos echó encima el tiempo, que se desató una tormenta por La Mancha y que tuvimos que avanzar a toda velocidad por una cortina de niebla y lluvia que apenas nos dejaba entrever un palmo por delante. Fue una genuina peregrinación: nos impulsaba la idea de que muchos kilómetros detrás de la atmósfera opaca había una mujer tropical.

Llegamos a tiempo, pero el espectáculo se retrasó. En el mismo escenario del Teatro Monumental habían estado grabando un concierto de la Orquesta de RTVE y tardaron mucho en montar el equipo de Marisa Monte y su grupo. Lo hicieron mal, además, porque el sonido resultó ser horrible. Musicalmente fue imposible sacarle placer al acontecimiento. Pero quedaba la mujer, que era además lo nuevo: la música ya la teníamos en los discos. Recuerdo que salió vestida con un traje negro que recordaba a Rita Hayworth en Gilda, con los hombros desnudos, de piel blanquísima, y unos guantes largos que llegaban hasta más arriba del codo y que se quitó luego (pero, ay, sin numerito de strip-tease). Sus ademanes eran todavía rígidos, solemnes, más de diva de ópera que de estrella del pop. Yo saqué mis prismáticos y me puse a observarla. Descubrí lunares. Gestos íntimos de los ojos y los labios. Minúsculas tensiones del cuello y los brazos. Como decía Luis Antonio de Villena en uno de sus poemas: "Hechizo de presencia viva". Sentía también el trastorno de encomendarme a esa Virgen que se inventó Pessoa, según le leí a José María Alvarez: "Nuestra Señora de las Cosas Imposibles Que Anhelamos En Vano". A pesar de ello, mi memoria de aquella velada se ha quedado como suspendida en irrealidad. Se había anunciado que el concierto iban a emitirlo unas semanas después por televisión, y eso hizo que mi atención se quedase liberada de la pulsión de fijar. Fue como un aplazamiento mental: dejé para ese momento posterior el momento presente. Pero sucedió que el concierto nunca llegó a emitirse, sin duda por la mala calidad del sonido. Así que ahora debo tratar de resucitar en mi memoria los momentos que viví aplazándolos.

Después he ido a tres más, siempre en años pares y en otoño: Granada 1996, Málaga 1998, Madrid 2000; y me he ido comprando los cinco discos siguientes: Barulhinho bom, Memórias, crônicas e declarações de amor, Tribalistas (con Carlinhos Brown y Arnaldo Antunes) y los dos de esta temporada, Universo ao meu redor e Infinito particular. Los conciertos de Granada y Málaga, en teatros, sonaron perfectamente. Marisa Monte ya había cobrado aplomo y a la vez soltura. Su apoteosis pop fue en el de Madrid en octubre del 2000, en que apareció tocada con un pelucón a lo María Antonieta, que se quitaba luego de un manotazo que era como saltar del siglo XVIII al XXI, en plan mujer moderna. Por desgracia, el concierto fue en La Riviera y sonó mal, como ocurre siempre en esa máquina atroz de triturar música. Aparte de la pésima acústica, a La Riviera le pasa como al Calle 54: los dueños quieren que todos sepan lo mucho que facturan, por eso les encargan a los camareros que hagan todo el ruido posible con las botellas, los vasos y la caja registradora.

Pero la emoción estuvo esta vez antes y después del concierto. Yo me había sacado, como siempre, la entrada con mucha antelación. Pero cuando faltaban pocos días, perdí la cartera con ella dentro. Corrí como loco a la Fnac a comprar una nueva, con miedo de que ya no quedasen. Por fortuna, el amor hacia Marisa Monte no es universal y conseguí otra. Recuerdo que luego, en la denuncia de Comisaría, me recreé escribiendo el nombre de Marisa Monte en la relación de lo perdido, como un toque de color en aquel informe gris. El caso es que encontré mi cartera el día después del concierto. No se me había perdido en la calle, sino en un rincón de mi casa. Y allí estaba la entrada, ya por siempre sin usar. La miré conmovido por su pequeña tragedia. Una entrada es un trozo de papel que lleva escrito un nombre, y ese nombre es su destino. Si lleva el nombre de "Marisa Monte", significa que ese trozo de papel se acercará un día físicamente a Marisa Monte (un día que también lleva escrito). Aquella entrada mía se lo perdió; se quedó entera y sin destino. Y pienso ahora si mi ausencia del concierto de Marisa Monte este 2006 no habrá sido por serle fiel a aquella entrada.

[Publicado en Kiliedro]

7.10.06

¿El fin de mis zozobras electorales?

Soy, quizá, un caso típico: abstencionista por cansancio (o por desacuerdo). Todos los partidos realmente existentes me producen exasperación. Es el hecho mismo del discurso político partidista lo que me cabrea. Las pandas de los mítines, por ejemplo, aplaudiendo bobadas con sus banderolas. Como decía Juan de Mairena, en esos casos dan ganas de abuchear: no tanto al orador, cuanto a los aplausos mismos de la masa. Pero nunca lo hace nadie. A los mítines sólo va carne de cañón: detritos humanos que degluten los vociferados tópicos con la misma voracidad lacia que el bocadillo de mortadela. Ahora está de moda poner un panel de jetas jóvenes por detrás del líder que topiquea al micrófono. Son todas, sin excepción, jetas de monaguillos.

Yo hubiese votado al PSOE en 1982, naturalmente. Pero aún era menor de edad. En el 86 ya no voté, ni al PSOE ni a nadie. Nunca he tenido veleidades totalitarias. En la época adolescente del comunismo y el ecologismo, yo estaba con Baudelaire y Nietzsche, con Bertrand Russell, con Savater. Jamás, ni por asomo, me ha dado por tontear con el Ché o con Lenin: presumo de haberlos detestado siempre, de haberles tenido el mismo poco respeto que a los curas. Mi toma de conciencia política, por decirlo así, fue con ocasión del 23-F de 1981. Por eso siempre he sido un defensor de la democracia formal. Pero he estimado que las elecciones eran menos importantes que la garantía de los derechos, que la limitación del poder que la democracia garantiza. Por decirlo de otra manera: las elecciones sólo me interesaban en tanto mecanismo de limitación del poder, independientemente de quien ganase. De este modo, he sido abstencionista sin considerarme por ello menos demócrata. Sólo he votado dos veces en mi vida: las dos sin convicción (por "ir a votar", más que nada) y las dos a Izquierda Unida. La primera fue en las generales de 1989, a Julio Anguita. Por adornar un poco mi voto, asistí a un mitin de campaña en Málaga, en una especie de nave industrial próxima a la estación de trenes. A cada frase oída, me salían diez contra-argumentos. Y la unanimidad de la masa en torno me asfixiaba. Pero yo ya había decidido votar por primera vez en mi vida, y tenía claro que no quería hacerlo al PP ni al PSOE. Unos años después volví a votar, en las municipales. Elegí también al candidato de IU al Ayuntamiento de Málaga: Antonio Romero. Este había destacado como diputado por su laboriosidad, y tenía fama de honesto. Pero cuatro horas después del cierre de los colegios electorales, yo ya estaba arrepentido de mi voto. Los primeros sondeos le daban ganador, y una cuadrilla de correligionarios lo pasearon a hombros, como a un torero, por delante del Ayuntamiento. La escena era patética: Romero no tiene pinta de torero, sino de picador (regordete, con bigote). Y encima luego no ganó él, sino Celia Villalobos. En los periódicos del día siguiente, salía el idiota alzando los brazos en unas elecciones que había ganado el PP. En fin, durante años seguí absteniéndome. Hace un par de elecciones, pensé que al menos debería ir a votar en blanco. Me fui al colegio electoral con gravedad de ciudadano escrupuloso, pero allí descubrí que para el voto en blanco no hay papeletas en blanco, sino que hay que entregar el sobre vacío. Me pareció una estafa. Y además, una violación del secreto de voto: un sobre vacío se sabe que va vacío. Me cabreé tanto que ni siquiera protesté. Así que me largué sin más, decidido a no volver a votar en la vida.

En las elecciones de 2004, sin embargo, en que yo tampoco tenía pensado votar, quizá hubiese votado finalmente al PSOE. Tras el atentado y a causa del atentado, por supuesto. No sé a qué viene la dignidad ofendida que ahora exhibe ese partido: sé de muchos que no votaron en su vida y que votaron al PSOE justamente por los atentados. Yo mismo, como digo, tuve ese impulso. Sólo que no me encontraba en mi circunscripción y físicamente ya no podía votar. Jamás me he alegrado más de algo, porque con el tiempo se ha ido viendo que este gobierno es el peor que ha tenido España desde los tiempos de Godoy. Me hubiese sentido muy sucio de, para una vez que estaba convencido, haberlo hecho de un modo tan nefasto. En el último año y medio he tenido la intención intermitente de votar al PP en las próximas, por una mera cuestión de Estado. Pero ha seguido corriendo el tiempo y el PP se ha revelado también, a estas alturas, como un partido lamentable. Hoy por hoy, no tanto como el PSOE. Pero también. (Por su lado, IU ha terminado convirtiéndose en un partido tan abyecto como inane.)

Y en estas, llegó Ciutadans. Por el blog de Arcadi Espada, he estado al tanto del proceso desde sus inicios. Por primera vez, simpatizo de un modo casi total con el discurso político de un partido. Ayer dio una charla en Málaga el secretario general, Antonio Robles, y sus palabras fueron límpidas: el equivalente verbal del desnudo corporal del candidato Albert Rivera. La desnudez. No se trata de un adanismo ingenuo, en la inauguración de algún paraíso. Es más bien un desnudarse: de ropas viejas y de tópicos. Es un partido higiénico, cuyo ideario es justamente la democracia formal: la ciudadanía. Podría decirse que es un partido formal, y que su radicalismo consiste, básicamente, en la defensa y aplicación de la ley (de la forma) democrática. Y ese es también su contenido, que tal y como están las cosas, suena hoy a verdadera revolución. Los dos ceporros goyescos de los garrotazos se encuentran de pronto con que fuera de su ciénaga hay alguien más guapo, más listo y más limpio que ellos. A ver qué hacen ahora.

Yo, por lo pronto, tengo ya a quien votar.

* * *
(25-V-2009) Deprimente epílogo.

6.10.06

Auto de fe

Si Dios hubiera llegado a saber
que mis tardes iban a ser tan largas,
sin duda alguna, por misericordia,
me hubiese dado el don de la poesía.

[1987]

5.10.06

Mujeres inteligentes

Abro al azar Radiaciones, que se había quedado en mi escritorio, y encuentro esta observación que no recordaba. Está fechada en París, el 23 de noviembre de 1941:


Con las mujeres inteligentes resulta muy difícil salvar la distancia que separa del cuerpo —es como si su espíritu siempre despierto las equipase con un cinturón que hace que el deseo se vaya a pique. Hay demasiada claridad a su alrededor. Quizá los primeros que penetran allí son quienes no poseen una orientación erótica clara. En esta partida de ajedrez eso podría ser una de las jugadas destinadas a que quede asegurada la perduración de la especie.

4.10.06

Templos aún invisibles

Uno de los textos imprescindibles del siglo XX (para el XXI) es el prólogo de Ernst Jünger a sus Radiaciones. Combinándolo con las Seis propuestas para el próximo milenio de Italo Calvino (recordémoslas: levedad, rapidez, exactitud, visibilidad, multiplicidad y consistencia), tal vez tengamos las claves para la literatura del presente y del porvenir. Transcribo dos párrafos de Jünger:


Nosotros creemos que en la plasmación de un estilo nuevo está la sublime posibilidad de hacer soportable la vida. Sólo caminando hacia adelante se encontrará tal estilo. Las llamas han consumido las últimas ramas secas del romanticismo. Y asimismo ha quedado manifiesto el desconsolador vacío del clasicismo. La etapa museística es la etapa previa al mundo del fuego. Las pretensiones conservadoras, ya sea en el arte o en la política o en la religión, extienden cheques contra activos que ya no existen. Así Huysmans, santo padre de la Iglesia de los tropeles de creyentes a quienes el pánico empuja hoy hacia los altares.

Frente a esto el realismo promete menos, pero cumple más. El realismo renuncia a las especulaciones que no se rigen por el orden de la lógica y no paga con cheques contra fondos invisibles. Eso está bien —¿pero hemos agotado los secretos de las cosas visibles? Toscos segmentos, relieves superficiales, eso es lo único que el positivismo y el naturalismo han ofrecido. Ahí puede haber un punto de partida. En las cosas visibles están todas las indicaciones relativas al plan invisible. Y en los diseños, en las muestras es donde es preciso demostrar que tal plan existe. A eso tienden los ensayos de fusionar el lenguaje jeroglífico con el lenguaje de la razón. En este sentido la obra literaria crea estatuas que el espíritu coloca como ofrendas ante los templos aún invisibles.

3.10.06

El extranjero

Me hace mucha gracia a mí la matraca de "la integración de los inmigrantes". No hay problema alguno. Me refiero a problema de tipo espiritual, es decir, insalvable; el único problema de entrada es el económico, que es secundario. El inmigrante llega y al tercer día ya está con su camiseta del Barça o del Madrid, jaleando el fútbol en el bar aceitoso, enganchado al Carrusel, hurgándose en los dientes con el palillo, meándose en las esquinas, zurrándole a la parienta y sin abrir un libro, como cualquier español. Llega la Semana Santa o la Feria, y los inmigrantes están en la primera fila del fervor y del jolgorio. Se adaptan como nadie a nuestros festejos y no hay cotilleo del Tomate que no controlen. Aquí el único extranjero soy yo, que detesta el fútbol, la Semana Santa y la Feria, y que va por la calle con su camiseta del Gran Vidrio de Duchamp como un extraterrestre no sólo desintegrado, sino sin posibilidad alguna de integración (lo cual es, por cierto, la fuente de mi felicidad).