Paseo nocturno por la Ku’damm
Voy a cumplir cien años. He luchado
en dos guerras perdidas por mi patria.
Tengo buena salud, mi vista es buena
y algunos días voy, entre viñedos,
andando hacia el castillo de Wilflingen.
A veces me visitan ciertos sueños
que no sé interpretar: unas serpientes
muy grises enrolladas en un nudo,
la escalera que asciende en espiral
en torno a la gran pierna de un gigante.
¿Debería saber lo que me indican?
Pero no soy un dios. Ya quise serlo
cuando era joven, hasta que entendí
que un dios no viviría en nuestro mundo,
ni querría salvarlo aunque pudiera.
Hoy me acuerdo de un hombre que me habló
una noche en Berlín, en la Ku’damm,
al salir de la casa de un amigo.
Fue hacia mil novecientos veintinueve,
en los años mezquinos de entreguerras.
Era un judío pobre que escribía
en periódicos malos. Su mujer
vivía en un psiquiátrico. Él tampoco
parecía muy bien de la cabeza.
Amaba, o eso decía, a una mulata.
Bebía sin parar. Para escribir
usaba los cafés. Aquella noche
me confesó que veía al demonio
surgir por todas partes, allí enfrente
tal vez, entre los coches y los cines.
Y ahora su destino consistía
–y lo dijo mirándome a los ojos–
en saber descubrir al Anticristo
y a sus innumerables apariencias.
Tenía, lo recuerdo, grandes bolsas
hinchadas en los ojos, y un bigote
triste y sucio de gato mal comido.
Pero eso no fue nada. Lo importante
llegó mucho después, al despedirnos.
“Escuche, señor Jünger”, susurró
(el diablo le acechaba, no podía
alzar mucho la voz): “Usted no sabe
qué cosas nos esperan. Las he visto”
(golpeaba su cabeza con el dedo)
“y son ciertas, muy ciertas. Vendrán pronto,
señor Jünger, vendrán. Algunas flotan
en el aire, y las oigo, y puedo olerlas,
igual que puedo oler la gasolina
o el aroma de un tilo. La gente habla,
señor Jünger, y yo oigo lo que dice.
El Anticristo lo tiene planeado.
Los niños jugarán a hacer cosquillas
a los muertos tendidos en la calle.
Los testigos que queden, si es que quedan,
ocultarán sus crónicas en cajas
de metal, bajo tierra, entre las ruinas.
Los trenes correrán hacia la noche,
y llevarán la noche dentro, y nada
habrá si no es la noche interminable.
Todo esto ocurrirá, amigo Jünger.
A nosotros, judíos, nos insultan
y nos llaman parásitos, bacilos.
Ese austriaco que aúlla en sus discursos
promete aniquilarnos. Y lo hará,
señor Jünger, lo hará. La gente escucha
sus gritos, y sonríe, o grita más,
o peor aún, se calla, porque espera
que los gritos actúen de bacilos
corrompiendo la mente de los hombres.
Y no olvide, señor, que usted se calla
y no se inmuta, o finge no oír gritos.
Y ahora tengo que irme, señor Jünger”.
Mientras hablaba, creí ver un incendio
–súbito e inexplicable– que avanzaba
en mitad de un océano de hielo.
Pero el hombre se fue, hablando solo,
mirando en las esquinas, olfateando
el mal que ya habitaba entre nosotros,
o que él creía ver entre nosotros.
Y lo dejé marchar. No le hice caso.
¿Por qué iba a preocuparme por aquel
Joseph Roth que me hablaba como un loco?
Yo no era un dios, y bien sabía ya
que un dios no viviría en nuestro mundo,
ni querría salvarlo aunque pudiera.
Es un poema que me gusta mucho y que es especial para mí: porque me está dedicado. Es la primera vez que me dedican un poema en un libro y estoy como un niño con zapatos nuevos. Y además en la compañía de Jünger y Roth. En las notas finales Jordá escribe esto sobre el poema:
Conozco el encuentro entre Ernst Jünger y Joseph Roth, que ha inspirado “Paseo nocturno por la Ku’damm”, porque Jünger se lo contó al profesor Roberto Bada en 1982, el día de su encuentro con Borges en su casa de Wilflingen. En aquella ocasión, Ricardo Bada hacía de intérprete y mencionó por casualidad a Joseph Roth. Fue entonces cuando Jünger contó aquel paseo nocturno, que tuvo lugar a la salida de una cena en casa de un amigo común, Valeriu Marcu. Por lo que sé, Jünger y Roth no volvieron a verse más. Bada lo relató en un artículo que escribió para “Culturas”, el suplemento literario del extinto Diario 16, en 1995, cuando Jünger cumplió los cien años (llegó a vivir 102). Jünger no precisó cuándo tuvo lugar aquel encuentro, sólo que fue mucho antes de que Hitler llegara al poder. El poema es para José Antonio Montano, que tantos hombres –y nombres– ha sido.
Ahora que está de moda denostar el catastrofismo, conviene no olvidar a los catastrofistas lúcidos. Aunque Jordá me dice que nuestro destino ni siquiera será austrohúngaro, sino albanokosovar... con lo que me gana en catastrofismo, y quizá también en lucidez.