24.6.08

Verano y morgue

Cena chispeante el sábado en casa de Carlos Font, que nos dio el número 8 de Zut y dos de los libros de poemas que ha editado: John Marr y otros marinos de Herman Melville, y Morgue de Gottfried Benn. Hojeando la revista, me fijé en este aforismo de Chema Cobo, allí presente (¡muy bueno!): "Aspiro al anonimato a través de la leyenda". Y en un prometedor artículo de Dana Goodyear contra el Walt Disney de la mística contemporánea: Paulo Coelho (en español, Conejo). Ayer cogí Morgue después de comer y me fui a leerlo a una terraza del paseo marítimo. Hasta que no estuve sentado con mi whisky no calibré el acierto: tenía en la mesa el libro de las autopsias, y más allá, sobre la arena, los cuerpos esplendorosos. Una percepción estereofónica de la carne: aquí los graves de la podredumbre, allí los agudos de los pimpantes top-less. ¡Fue una tarde magnífica! Leía un poemita ("La boca de una chica que llevaba ya tiempo en un juncal/ parecía roída. / Cuando se le abrió el pecho, el esófago estaba agujereado"), alzaba la vista y me recreaba en el culo precioso de la del sombrero. Leía otro ("¿Es pus lo que salta?/ ¿Habrán rasguñado el intestino?") y me embelesaba con los pechos saltarines de la gordita de las raquetas. Y el humo del purito con el whisky obnubilante, y el sol. Pensé que en agosto la playa es otra morgue, como ya viera Octavio Paz: "Hay turistas también en esta playa,/ hay la muerte en bikini y alhajada,/ nalgas, vientres, cecinas, lomos, bofes,/ la cornucopia de fofos horrores". Pero ayer no. Junio conserva una calma que ya no reaparecerá hasta septiembre. La ventaja de este arranque son las pieles aún sin achicharrar, blancas en algunos casos todavía. Como la de una chica rubia que se tendió a pocos metros con los pechos desnudos y se colocó sobre la cara una toalla azul. Así permaneció: marmórea bajo el sol y con la cara tapada como una muerta. Yo leía en el libro: "Esta fila de aquí son vientres destrozados/ y esta fila son pechos destrozados./ Las camas están juntas y apestan. Las enfermeras cambian cada hora". Son poemas herederos de la carroña de Baudelaire. Y equivalen al ejercicio espiritual sobre las postrimerías, o al de la contemplación budista de la descomposición de un cadáver. Fueron escritos en 1912 y Jesús Munárriz, el traductor, señala en el prólogo:
Las dos guerras mundiales que le tocó vivir a Benn, con sus innumerables crímenes y sevicias, no le inspiraron un solo texto comparable a los de Morgue. No los necesitaba. Ya había escrito anticipadamente, en estos poemas juveniles, cuanto pensaba de la humanidad.

Al final de la playa empezaron las pruebas de sonido en el escenario preparado para la noche de San Juan. Enfrente, por detrás de los cuerpos semidesnudos, el mar. Me acordé del poema de Cernuda: "El mar, y nada más./ Insaciable, insaciable" (que reformulé así: "La muerte, y nada más. Insaciable, insaciable"). Y también de los versos que más me gustan de Gimferrer: "Yo, que fundé todos mis deseos/ bajo especies de eternidad,/ veo alargarse al sol mi sombra en julio/ sobre el paseo de cristal y plata/ mientras en una bocanada ardiente/ la muerte ocupa un puesto bajo los parasoles". Me acordé del comienzo de Helada. Y de que Billy Wilder tuvo que quitar una secuencia inicial de Sunset Boulevard en que los muertos se contaban sus historias en la morgue, porque en los pases previos el público se reía. Pero en el libro de Benn el poema más crudo no sucede en la morgue, sino en un lugar peor aún para el que considera que "el delito mayor del hombre es haber nacido". En efecto, la "Sala de parturientas":

Las mujeres más pobres de Berlín
—trece niñas en habitación y media,
putas, presas, parias—
aquí retuercen sus cuerpos y gimen.
En ningún sitio se grita tanto.
En ningún sitio dolores y pesares
se ignoran tan completamente como aquí,
porque aquí justamente siempre se está gritando.

"¡Empuje usted, mujer! ¿Entiende, sí?
No ha venido aquí a divertirse.
No alargue usted el asunto.
¡Al apretar también salen excrementos!
No está usted aquí para descansar.
No viene solo. ¡También usted tiene que hacer algo!"
Al fin llega: azulado y pequeño.
Orina y heces lo ungen.

Desde once camas con lágrimas y sangre
un único gemido lo saluda.
Sólo de un par de ojos brota un coro
de gritos de júbilo hacia el cielo.

Por este pequeño trozo de carne
pasará todo: desgracias y felicidad.
Y el día en que muera entre estertores y congojas
seguirá habiendo otros doce en esta sala.

Estos días, por cierto, se me olvidó citar la otra frase más conocida de Spinoza: "El hombre libre en nada piensa menos que en la muerte". Yo no estoy de acuerdo. Hay que pensar en la muerte. Pero sin hundirse. Y deleitándose en los top-less...