4.7.08

Regalo de la tarde

A veces sólo hay que sentarse y esperar. Ayer pasó eso. Me encontraba en un banco del paseo marítimo, con el sol poniéndose a mis espaldas y el mar enfrente, de azul dorado. Todo era dorado a esa hora: los edificios, los montes, las grúas, el cielo y el malecón. Sentía una felicidad física que se trasladaba al alma. Unos minutos después el horizonte ya era morado, pero aún cruzó por el cielo un avión de oro. Decidí quedarme otro rato para ver oscurecer. Había muchos paseantes, que habían salido a tomar el fresco tras una jornada de terral. De pronto ante mí, a menos de dos metros, se paró una chica de unos veintitrés años, con un vestidito marrón. Sus tetas eran rotundas: dos, permitidme, auténticos melones; pero redondos, esféricos (¡dos sandías! ¡morenas!). Se paró porque el bulldog que llevaba de la correa quería cagar. Noté que estaba incómoda por que el animal hubiera decidido hacerlo tan cerca de mí; tan cerca de un hombre, y además ocioso y contemplativo. Ella sabía lo que eso implicaba: el ritual que se pondría en marcha ineluctablemente. Entendí que iba a recoger la caquita, con lo que tendría que agacharse y dejarme una perspectiva privilegiada de su escote. Lo de recoger la caca de los perros no es común en Málaga, ciudad sucia donde las haya (y cuyo presupuesto para la capitalidad cultural del 2016 debería gastarse íntegramente en basureros). Por eso, cuando el perro empezó a soltar sus compactas cagarrutas, tersas, oscurísimas, inspeccioné las manos de la chica en busca de la bolsa. Me inquieté cuando no la vi. Ella permanecía erguida. "¿Será posible que sea otra merdellona más y vaya a dejar la mierda ahí? Pero entonces, ¿por qué su inquietud?", me dije. El perro terminó y ella se mantuvo un segundo recta. Vi entonces (y ella vio que vi) un paquete de bolsitas atado a la empuñadura de la correa. Tiró de una con el mismo gesto con que Rita Hayworth se quitaba el guante. Y se agachó. Se puso un poco de lado, pero sus tetas eran tan enormes, y su escote tan pronunciado, que no había manera de evitar la exhibición. Pegó pudorosamente los brazos al cuerpo, pero eso apretó las tetas y las realzó aún más. Eran gloriosas. Dos globos divinos y turgentes, vivos, bamboleantes. Ella recogía la caquita y sus pechos estaban ahí. Cuando terminó, se incorporó con un gesto rápido y se fue, con el bulldog detrás. El cocktail había sido ciertamente original, una mezcla arriesgada pero que combinó a la perfección: el aspecto macizo y fibroso del perro, las bien dibujadas cagarrutas y la chica agachada, con su escote, recogiéndolas. Di por terminada la tarde, con un cosquilleo en el paladar.