11.9.08

Chapuzón atlántico

Primer chapuzón en esta playa, ayer al mediodía. Avanzaba mar adentro en éxtasis juanramoniano: “¡La transparencia, Dios, la transparencia!”. Es un rasgo muy malagueño. El malagueño, acostumbrado a las turbias aguas de su ciudad, siempre se asombra, como de un milagro, de las aguas transparentes. Había sólo cinco bañistas más, dos parejas de amigas y un chico solo, dispersos. Cada rato pasaba algún marroquí caminando por la arena. Asilah está más animada que a principios de mes. Y vuelve a haber turistas, ese tipo de turista sosegado que es el turista de septiembre: parejitas, amigas solas, matrimonios con carrito, jubilados. Casi todos son españoles. Almuerzan en las terrazas sin problema. Yo, en cambio, estoy comiendo en casa estos días. Me ha surgido el propósito de no perturbar el paisaje del ramadán. Como mucho pollo. Tengo ya a mi carnicero de cabecera en el mercado, que me corta unos filetes perfectos. Salvo ayer, con mi escapada a la playa, paso todas las mañanas en casa. Me levanto a las ocho. Desayuno. Escribo de nueve a dos. Hago mis ejercicios de gimnasia y yoga. Me preparo la comida. Almuerzo y me tomo el café (ya recostado en los almohadones del sofá) viendo un capítulo de Sherlock Holmes. He visto ya un montón y aún me quedan dieciséis. Son una auténtica delicia. Jeremy Brett es, con diferencia, el mejor Sherlock Holmes de la historia (y eso que los ha habido muy buenos). Cada temporada está más gordo y anquilosado, desde la extremada delgadez del principio, pero da igual: su pesadez le va dando un tono más sombrío, menos juguetón, a los episodios; como si el mal hubiese ganado la partida en este mundo. Está muy bien, aunque yo prefiero al Holmes de las primeras temporadas: alocado, arrogante, errolflynesco, con una gestualidad de espadachín de la lupa (¡o de la pipa!). Y sus risotadas histéricas y el histrionismo lunático con que grita: “¡Watson!”. La relación entre ambos está preciosamente retratada: hay momentos de genuina poesía de la amistad. Literariamente, también se le saca mucho partido a la grieta irreconciliable entre el héroe y el cronista (esas reticencias melancólicas de Watson, su capacidad para la admiración). En fin, que me estoy pasando unas sobremesas de rechupete. Y después, por la radio, la Vuelta Ciclista a España. También estoy leyendo Juego y distracción, de James Salter. Trae frases así: “Inteligente, sí, pero en cierto modo está cansado de sus dotes. Parece que está ya sobreviviendo a ellas. A veces piensa de otro modo, pero para él se acabó la escuela. El matemático brillante está desapareciendo, el joven para quien todo era demasiado fácil. Su vida se ha vuelto ya nublada, extraña”. Y así: “¿Por qué es tan difícil ser feliz solo? ¿Por qué es imposible? [...] Hay que penetrar en la soledad, hay que sufrirla. Lo peor es el comienzo glacial. Hay que sobrellevar todo eso. Hay que recorrer el camino hasta el final, franquear la amargura, los sentimientos de rabia, avanzar como se avanza hacia una ciudad sagrada, presintiendo la auténtica alegría”. Y así: “Los pechos de Anne-Marie son duros. Su coño está empapado. La folla con brío, impelido por una pura alegría. Se arquea para verla y para ver cómo se hunde la polla, los huevos tensos debajo”. Tras mi chapuzón volví caminando por la orilla, mojándome los pies. Una moneda dorada resplandeció entonces en la arena, a través del agua ondulante. La recogí. Eran veinte céntimos de dirham, pero parecía un doblón de oro; o una esquirla de sol.