25.10.08

La pluma con gallinazos

Yo soy así, si Vargas Llosa es bueno, García Márquez es malo; me polarizo, y de ahí saco mi combustible. Pero no crean que no les doy oportunidades a mis detestados. Hace unos meses, por ejemplo, leí El amor en los tiempos del cólera, convencido de que ésa al menos sí me iba a gustar. ¡Menuda lata! El folletín era potable: pero quedaba ahogado en la narración relamida. (Algún tesinando debería ocuparse de los paralelismos entre García Márquez y Antonio Gala.) Poco después se estrenó la versión cinematográfica de la novela y los críticos repitieron lo de costumbre: "Gabo no tiene suerte con el cine". Pero yo, que tenía reciente el mazacote anestésico, caí en que ocurre justo al revés: es el cine el que no tiene suerte con Gabo. El sopor de las películas de Gabo se corresponde exactamente con el sopor de los libros de Gabo. Los cineastas han reflejado a la perfección el mundo de Gabo, y por eso sus películas son un coñazo. Un coñazo, por cierto, repleto de gallinazos: los que salen de la pluma de Gabo. Resulta irritante. Si el personaje abre una puerta, le salta a la cara un gallinazo. Si camina, tiene que ir esquivando los gallinazos que revolotean a sus pies. Si come, un gallinazo se sube a picotear a la mesa. Si habla con otro, no hay quien se entere por el jaleo que arman alrededor los gallinazos. De pronto, inusitado alivio: ¡ningún gallinazo a la vista! El personaje se dirige entonces al fondo de la estancia, saca de un arcón un par de alas enormes, se las coloca y dice que es un ángel... ¡pero lo que parece es otro gallinazo! En eso consiste el famoso Macondo: cuando al fin desaparecen los gallinazos, ¡va el protagonista y se disfraza de gallinazo!

Y frente a tal estolidez, ¡qué oxigenante Vargas Llosa! Ayer me releí esa pequeña obra maestra, Los cachorros. ¡Qué maravilla! ¡Cómo vive! ¡Cómo respira! ¡Ni un átomo de muerte o necrosis en sus páginas! ¡Salta en las manos como una culebra eléctrica! El otro día copié el final; hoy el principio:

Todavía llevaban pantalón corto ese año, aún no fumábamos, entre todos los deportes preferían el fútbol y estábamos aprendiendo a correr olas, a zambullirnos desde el segundo trampolín del Terrazas, y eran traviesos, lampiños, curiosos, muy ágiles, voraces. Ese año, cuando Cuéllar entró al Colegio Champagnat.