30.9.08

La clave

Sigo enredado en la Península, y este fin de semana, sin comerlo ni beberlo, me he visto en el Hay Festival de Segovia. La consigna de mis últimos viajes venía siendo, rabiosamente, "¡Nada cultural!"; pero en éste se ha impuesto la cultura (aunque en realidad fui por encontrarme con una amiga). No ha estado mal, después de todo. Ha sido uno de esos viajes de varios días en que la partida es un amanacer y el regreso un anochecer, de modo que esos días diversos terminan pareciendo uno solo (un día simbólico y argumental, una jornada, con intervalos nocturnos). El acueducto de Segovia, que ya vi en 2002 (¡una cifra acueductoide!), lo he encontrado de pronto duchampiano (como casi todo últimamente, para qué nos vamos a engañar): esos dos niveles, el masculino y el femenino, separados por una horizontal, las oquedades, las transparencias (puertas y ventanas, o entrepiernas, o agujeros corporales), los gases, las luces que pasan, y el canal para la conducción del líquido. El acueducto, pues, como gigantesca máquina sexual. Ahora, además, hay unas grúas verdes que lo completan: aparecen al fondo, entre los huecos, rompiendo el paisaje pastoril.

Segovia estaba a tope, muy incómoda para pasear por el centro. Muchos transeúntes eran escritores; sobre todo Antonio Colinas, con el que nos cruzamos varias veces. Hace poco me estuve leyendo su ensayo sobre la Vita nuova de Dante: muy flojo, aunque me resultó útil. También andaba por allí Andrés Sánchez Robayna. Su poesía nunca me ha gustado, pero sus diarios sí: mucho. En otro momento vi a Juan Goytisolo, y pensé que en ese momento nos encontrábamos en Segovia el cien por cien de los escritores españoles que actualmente vivimos en Marruecos. Al final conocimos los tres lugares en que había conferencias: el teatro Juan Bravo, la sede de Caja Segovia y la iglesia de San Juan de los Caballeros. En el teatro tenía su gracia que, para avisar al público, ponían por los altavoces la grabación de siempre: "Señoras y señores, el espectáculo va a comenzar". Y entonces salían los escritores... El mejor que ha habido en la ciudad estos días, por cierto, ha sido un lugareño anónimo que, al indicarme el camino, me describió así el edificio de Caja Segovia: "Es grande, es gris y es de piedra". ¡Ni Azorín, macho!

En cuanto a las conferencias, el domingo fue el plato fuerte, con el diálogo entre Mario Vargas Llosa y el director de El País, Javier Moreno. A Vargas Llosa, que es mi favorito del boom con diferencia, ya lo había visto otras veces, así que mi curiosidad estaba en ver a Moreno. Siempre me ha llamado la atención lo poco que aparece en los medios audiovisuales, teniendo el poder que tiene. Me gustó su presencia, y cómo hablaba. Sus maneras eran ligeramente curiles, pero no traspasaban el umbral de lo que es, simplemente, buena educación y control del comportamiento en público. Sobre el contenido, me remito a lo que señalaba ayer Arcadi Espada en su blog. Añadiendo quizá, como ejemplo, el tendencioso artículo que El País le dedicó la semana pasada a Albert Boadella (el tal Borja Hermoso, con sus especulaciones sobre el bufón, se ha destapado como un perfecto cortesano). La acusación de Moreno, naturalmente, es verdad. Pero, como vemos, no es toda la verdad. En esta España nuestra de los sectarismos, hay verdad para todos. Hay verdad para dar y tomar. (¡Qué cansancio!)

El acto más divertido al que asistimos fue al del editor alemán Klaus Wagenbach (también especialista en Kafka) y Jorge Herralde, conducido por Malcolm Otero. Fue una conversación de amigos cómplices y algo achispados: muchas risas y simpáticas maldades relacionadas con el mundillo. Había un elemento cómico añadido: como la traducción iba algo retrasada, las risas del alemán o las provocadas por el alemán estallaban cuando ya se estaba diciendo otra cosa. Fue un encuentro encantador, y con unas manifestaciones de inteligencia difícilmente refutables. Algo diferente fue la conferencia de la australiana Germaine Greer, cuyo obra La mujer eunuco estuvo de moda en los setenta. La autora tenía una considerable empanada mental, pero muy bien elaborada. Es una fantástica oradora. No deja de sorprenderme la gente que suelta tópicos con tanta pasión y convicción. Tópicos y alguna que otra barbaridad, como cuando afirmó que "los españoles estuvieron a punto de conseguirlo en los años treinta". ¡En los años treinta! ¿Pero esa señora sabe lo que fueron nuestros años treinta? Ni siquiera el momento más gozoso, que fue el de la República, puede dejar de contemplarse hoy con impotencia y desolación. Aunque ella ni siquiera se refería a la "democracia formal" (donde la promesa, aun en el contexto de la siempre burda y brutal realidad española, tuvo al menos una cierta articulación pragmática), sino a los delirantes intentos revolucionarios de principios de la guerra. Su anarquismo feminista es muy emotivo (durante su discurso se golpeó varias veces el corazón), y en él puede contemplarse con notable transparencia el fundamento rousseauniano de todo anarquismo. Su fe en el buen salvaje le hizo hablar de "genes anarquistas" (en los españoles, nada menos) y de no sé qué impulso que le venía a ella de los aborígenes australianos. Germaine Greer, que participó en el Gran Hermano (supongo que Vip) inglés, puso como ejemplo de esos "genes anarquistas" españoles cierto plante de los concursantes del Gran Hermano español. En fin.

Pero el encuentro que más me hizo pensar fue el más aburrido: la entrevista de Manuel Rodríguez Rivero a Peter Schneider, autor de Lenz. La preguntas estuvieron bien, pero las respuestas fueron soporíferas. Por este motivo pude fijarme en el formato: la voz cansina del alemán, la traducción superpuesta (que escuchaba yo por los auriculares), igualmente cansina, y mecánica. Entonces algo hizo clic: recibí un magdalenazo que me llevó a los tiempos de mi adolescencia. Las noches de los viernes. Yo me empeñaba en que en la tele se pusiese la segunda cadena, y al final se quedaba sólo mi madre conmigo en el salón, haciendo punto en un extremo del sofá. Y yo veía la película y, sobre todo, el coloquio de La Clave. ¡La cultura! Salían alemanes como ese Schneider, con su hilo de voz en alemán y la voz mecánica del traductor encima. Eran, lo veo claramente, un coñazo. ¿Pero cuántas horas me tragué? Fue un viernes tras otro durante meses, durante años. Tipos hablando en alemán o en inglés o en francés (¡o en español, pero éstos ya sin traducción simultánea!) y yo escuchándolos aburridísimo, pero animado por la promesa de algo. Parecía que alguna luz iba a entreverse, de un momento a otro, por entre aquellos nubarrones grises... pero nunca ocurría nada. Lo más, alguna frase brillante por aquí, alguna observación curiosa por allá... Pero en lo sustancial todo permanecía oscuro. Muchas horas después llegaban las preguntas de los telespectadores, seleccionadas por un hombrecillo que aparecía en un recuadro. Merino se llamaba, lo recuerdo ahora. (Y el presentador, cómo no, Balbín.) El programa terminaba a las dos o a las tres. Mi madre hacía tiempo que se había ido a la cama. Yo me acostaba y a veces intentaba recordar algo del debate. Se me había olvidado todo. Quedaba sólo esa música monótona: la voz extranjera, la traducción superpuesta en español; ambas grises, prometiendo algo que no llegaba nunca. (El conocimiento, una luz, un bienestar.)

En el tren de vuelta tuve suerte: pusieron Melinda y Melinda de Woody Allen. Luego picoteé en Los pensamientos del té de Guido Ceronetti. (En el viaje de ida empecé En solitario de James Salter, y el viernes por la mañana compré en Madrid el Spinoza de Alain.) De entre los pocos aforismos de Ceronetti que pude leer (el Ave no dio para más), me quedo con este: "Carece de importancia que una mujer sea la puerta 'del paraíso'. Lo realmente importante es que sea una puerta. La angustia es el muro".

25.9.08

Falso silencio

Escribí sobre Tiro en la cabeza antes del estreno y ahora escribo después. No la he visto ni podré verla hasta dentro de algunos meses, pero ya han llegado noticias del festival de San Sebastián. Como muestra: la crónica y la crítica de El País, un artículo de Soitu.es y la reacción de Savater en El Norte de Castilla. Copio esto último:
Fernando Savater se fue ayer al cine a las nueve de la mañana junto con su mujer y dos guardaespaldas. Salió bufando de la proyección de 'Tiro en la cabeza'. «Es algo que nunca se había hecho antes, y espero que nunca se vuelva a hacer», ironizó. «La película es una vaciedad mental. Revela el vacío mental que mucha gente tiene respecto al terrorismo, sobre todo los que creen que saben algo». El filósofo reconoce que tuvo que hacer serios esfuerzos para no quedarse dormido. «Es un filme democrático, porque aburrirá tanto a partidarios como a detractores de ETA, una tortura para todos. Y por cierto, ¿por qué en estas películas que quieren reflejar la cotidianidad de la vida real no sale nunca nadie cagando».

En fin, por lo que voy leyendo sobre la película, creo que no tendré demasiado que objetarle en sí. A mí las películas de ese estilo me suelen gustar. A ésta se le podrá reprochar, en efecto, que excluya acciones escatológicas o sarcásticas. Con el asesino De Juana y su novia bizquita, por ejemplo, podrían hacerse virguerías mudas: ella chupándole las almorranas a De Juana (sí, le gusta toda la mierda de su novio, la física también, y más si lleva sangre), o De Juana follándosela "con tomate" y fantaseando (¡para que no se le desmorone el negocio!) con que le ha dado un tiro en el chocho (Tiro en el chocho, podría titularse el remake)... También podría montarse una secuencia satírica como la que presencié en Asilah este verano. Aquí sí habría voz, pero sería en plan "sonido de la calle". Una noche llegó una panda de jarrais a una terraza en la que yo estaba cenando. El camarero marroquí les llevó la carta. A los dos minutos, los simiescos subgudaris se pusieron a bufar: "Eh, ¡que no está en español! ¡Tráenosla en español!". Como se ve, las posibilidades de la "vida cotidiana" son infinitas... Pero creo que ése no es el asunto.

El asunto es el fraude que esta película supone, no porque resulte más o menos tibia o aburrida, sino porque traiciona sus propias premisas. ¿En qué consiste el fraude? Tiro en la cabeza se ha presentado como una apuesta por el silencio. Se ha pretendido mostrar una determinada acción (criminal, en este caso), sin un discurso explícito a su alrededor, ni de justificación ni de condena. La opción no es valiente, pero sí me parece lícita. El problema es que la película no ha venido sola con su silencio, sino acompañada por las declaraciones del director. La película ha venido con un ruido incorporado: el discurso de su director, que ni siquiera se ha limitado a ser un discurso estético, sino que ha querido ser también ético y político; cagándola en los tres frentes. Ha sido un espectáculo instructivo (uno de esos casos artísticos que tanto le gustan a Félix de Azúa): el sabotaje en directo de un artista (hablador) contra su obra (muda). Lo que hace recaer la sospecha en el origen mismo: el silencio, en realidad, nunca había existido en este caso. La obra venía viciada desde su concepción.

En cuanto a las declaraciones propiamente dichas de Jaime Rosales: son, sin tapujos, las de un idiota político. Alcanzan nivel Medem. El director no sólo ha incorporado, en su supuesta equidistancia, elementos retóricos de los criminales ("conflicto", "las dos partes", como indiqué el otro día), sino que ha salido con la improcedente monserga de que "se ha terminado el tiempo de las palabras", de que "hay que callarse" para facilitar la "solución", etcétera, etcétera. Uno que se ha sumado con entusiasmo a estas pamplinas ha sido el comentarista de Radio 3 Javier Tolentino, que lleva dos días predicando ese "silencio"... para que llegue la paz "a Euskalherria" (sic).

Pues de silencio, nanai. Os vais a quedar con las ganas. Unos asesinos como los etarras, que fundamentan sus crímenes en la mentira, no pueden ser combatidos con el silencio, sino con la verdad. A este respecto, qué bien ha venido el ejemplo de la lúcida oyente vasca que llamó esta semana al programa de Carlos Herrera en Onda Cero. Su testimonio puede escucharse aquí. El mejor momento es cuando un contertulio le pregunta por qué ella tiene las cosas tan claras sobre el terrorismo mientras otros muchos vascos no. Respuesta: "Porque mis padres me contaron la verdad". Fue precioso, porque parecía una confirmación del famoso poemita de Jon Juaristi, "Spoon River, Euskadi"; el mismo poema, desde el otro lado:

¿Te preguntas, viajero, por qué hemos muerto jóvenes,
y por qué hemos matado tan estúpidamente?
Nuestros padres mintieron: eso es todo.

* * *
PS. Me dice Curro esta tarde que Rosales ya se muestra tendencioso desde la elección misma del sujeto. Que, en vez del terrorista aislado en Francia, con su aséptica vida cotidiana, debería haber sacado al terrorista (o al jarrai o al batasuno) en su salsa: en su cloaca del País Vasco. Verle llevar su vida regalada. Sus bravuconadas con los amigotes. Sus festejos trogloditas. Su tribalismo. Su gregarismo. Su beatería. Su ventajismo permanente. La absoluta ausencia de "opresión española". Cómo su tarea consiste en estar jodiendo permanentemente a los no nacionalistas. Cómo el nacionalismo alimenta su mierda cotidiana. Cómo, en suma, son unas ratas. Si la mirada de Rosales pretendía ser zoológica, ¿por qué no los ha sacado como ratas? Ahí sí que hubiera bastado con una impasible "mirada objetiva". Después, en la conversación, hemos caído en algo interesante: los años anteriores estaba la matraca del "diálogo"; y ahora que ya no cuela, parece que empieza la matraca del "silencio".

(30.9.08) Artículo de Savater sobre Tiro en la cabeza.

22.9.08

Woody Rebecca Almodóvar

Paréntesis peninsular. En el barco vine leyendo Del Rif al Yebala, el libro de Lorenzo Silva sobre Marruecos. Al hilo de su viaje actual, bien contado, con fluidas descripciones y atinadas observaciones, Silva evoca momentos de la guerra del Rif y algunas otras escaramuzas históricas. El resultado es magnífico: al paisaje presente se le abre un desván, que es el pasado (lleno de juguetes polvorientos, que basta frotar un poco para que vuelvan a relucir de emoción y de sangre). Al relato le añade calidez el vínculo de Silva con Marruecos: su abuelo paterno participó en aquella guerra, y el materno vivió sus últimos años en Rabat (donde el autor tiene familia). Aunque el itinerario no pasa por Asilah, se cuenta la historia de un personaje relacionado con la ciudad: el extravagante pirata Raisuni, cuyo palacio domina la muralla que da al océano. En el libro he descubierto las dimensiones de la guerra del Rif, que ignoraba: ¡menuda escabechina! Y me he llevado una sorpresa al saber que el origen de los pueblos blancos andaluces no siempre está en las medinas marroquíes, sino que en muchos casos es al revés: fueron los andalusíes expulsados de España los que le dieron ese aspecto que nos resulta familiar. (A propósito, he encontrado aquí buenas fotos de la medina de Asilah.) El barco estaba casi vacío la semana pasada, pero se me olvidó contar algo del viaje anterior: un joven airado marroquí leía (¡con gesto airado!) a Nietzsche. Tendría dieciséis o diecisiete años e iba absorto en una traducción francesa de La genealogía de la moral, rodeado por su familia. Me pareció un espectáculo sublime. En fin, sabía que mi regreso a España me permitiría ver las últimas etapas de la Vuelta, con las tomas aéreas de Madrid (siempre tan nostálgicas) y el triunfo de Contador; pero me pilló de sorpresa que el viernes se estrenara la película de Woody Allen. Fue estupendo, porque así pude cumplir con mi costumbre anual de asistir a la primera sesión del día de estreno.

Esta vez fue en el multicines Larios, a las cuatro y media. Las tardes de otoño con Woody se las arreglan siempre para ser un poco melancólicas, por más que este año haya caído técnicamente en verano y a la salida me diese un paseo por la playa. Mi ritual se parece un poco al de Savater en Epsom: sólo que, en vez de caballos, voy a ver actores; y, en lugar del hipódromo (con su ineludible curva de Tattenham), rincones de ciudades que en otras ocasiones fueron Nueva York o Londres, y en ésta Oviedo y Barcelona. La película me parece que es mala, pero lo pasé muy bien. No sé si es que ya voy predispuesto absolutamente a favor... La analizo ahora y no se sostiene por ningún lado. Es risible y tópica en muchos aspectos. Contiene frases de vergüenza ajena. Y, sin embargo, funciona. Entretiene en todo momento, y emociona a ratos. Y es ligera y encantadora.

Es una película, curiosamente, muy almodovariana. La España de postal que sale, de colores nítidos y fuertes, es heredera de la España para extranjeros que saca Almodóvar (y que a mí, dicho sea de paso, me gusta). La banda sonora de guitarra también. Es más: el concierto en el patio nocturno es un calco del de Caetano Veloso con la dichosa canción del cucurrucucú. Y es Almodóvar puro la historia, con esas pasiones y ese trío... Aunque Allen aporta un mayor refinamiento, más capacidad para el matiz. La cosa tiene miga, en realidad. Porque, al mismo tiempo que contiene esa sofisticación neoyorquina, la película a veces remonta el curso almodovariano y desemboca en el landismo. Un landismo de macho hispánico exitoso, en que Javier Bardem aprovecha para recuperar su personaje de Jamón, jamón. Esto tiene una regocijante lectura en clave de política local. Al pobre Woody le ha colado el magnate Roures esa estolidez de que Vicky esté haciendo un máster "en identidad catalana" (sic). Los nacionalistas nunca son conscientes del ridículo que hacen. Pero en este caso, además del ridículo en sí de la denominación, se produce un ridículo argumental. En efecto: la chica que estudia "identidad catalana" es justo la más pizpireta y puritana, la de mentalidad más convencional. Eso, de partida. Porque, gracias al contacto con el macho hispánico (que no es catalán, sino asturiano), la chica descubre la pasión y salta, siquiera por una noche, las bardas de su moral burguesa. De este modo, Vicky Cristina Barcelona se convierte en una involuntaria actualización de Últimas tardes con Teresa, con Bardem de nuevo Pijoaparte (dándole un buen pollazo a la "identidad catalana").

Por último, los actores. Penélope Cruz, digan lo que digan los críticos, está horrenda (¡esa mujer se me ha atravesado ya irreversiblemente!). Bardem, por contra, está insuperable. Su único defecto, que es su voz, queda corregido en la versión doblada (¡que es la que hay que ver, digan lo que digan los críticos!). Scarlett Johansson está tiernísima, cada vez menos diosa y más mujer adorable y (¿será locura decirlo?) accesible. Patricia Clarkson da otra lección de interpretación, como en Elegy. Pero la gran sensación es Rebecca Hall: ¡qué maravilla! Cae mal al principio, pero poco a poco te va conquistando (quizá en la medida en que va desprendiéndosele la costra de su máster) y al final sale uno enamorado, del personaje y de la actriz. Esa es la diferencia con las películas de Almodóvar. Uno nunca sale enamoriscado de sus chicas: en mi caso, sólo me pasó con Leonor Watling en Hable con ella. Con Woody Allen, en cambio, sí. Quizá por eso las tardes con Woody terminan siempre melancólicas.

Por cierto, que he empezado a leer otro libro de James Salter, Anochecer, y el primer relato también está ambientado en Barcelona. Grande Salter: "Barcelona al amanecer. Los hoteles están a oscuras. Todas las grandes avenidas apuntan hacia el mar".

21.9.08

Eclipse



Me envía Chema Cobo la tarjeta de su nueva exposición, Eclipse, que se inaugura el próximo 2 de octubre en la galería Antonio Machón de Madrid. Yo me encontraré en Marruecos, pero quienes quieran pasarse, están invitados. Poco antes de mi partida, tuve ocasión de entrar en su estudio y ver los cuadros en que estaba trabajando: una experiencia emocionante. Al despedirnos me regaló un montón de catálogos antiguos. Estuvo bien esa doble contemplación de su obra: en la reproducción de los catálogos, y en los cuadros recién creados (o creándose) y aún sin catalogar. El momento intermedio, el de los cuadros en una exposición, ya lo viví y reseñé aquí. Vuelvo a mirar aquella escalera y percibo la hermosa correspondencia con la actual. También en esta ocasión se trata de un "desnudo bajando una escalera", en que la propia escalera es el desnudo. Un fantasma transparente que ahora es más sensual incluso, mojado y azul en su invisibilidad.

20.9.08

Antes del estreno

Soy un admirador de Jaime Rosales y he defendido fervientemente su cine. La primera vez, por cierto, en un entorno hostil: un pase de prensa de Las horas del día . Yo había asistido por acompañar a una amiga periodista, sin saber nada de la película. Pero me atrapó. Me conquistó su originalidad, su ritmo minucioso, su compleja sencillez, su cotidianidad rota por los crímenes, a los que sucedía de nuevo la cotidianidad... A la salida, los críticos se reían ramplonamente: “Que esto lo haga un francés, vale. ¡Pero un español!”. Frente a ellos, elogié al director. Me hizo gracia percibir cómo les desconcertaba un juicio contrario. La crítica no está acostumbrada a la crítica. Después les he leído a algunos elogiar también a Rosales, cuando la corriente selecta iba en esa dirección.

Tras Las horas del día, me deslumbró La soledad. Las declaraciones del director que he ido leyendo o escuchando acerca de su arte me han parecido a su vez sabias, exactas, profundas. Eran las palabras de un artista cerebral, sensato, que concibe el arte como una búsqueda expresiva arriesgada, encaminada a la emoción. Una actitud intachable. Por eso, cuando supe de su proyecto sobre el terrorismo etarra, di por descontado que era un paso valiente, una osadía más en su trayectoria: que iba a agarrar con limpieza (artística y moral) el sucio asunto. Ahora en cambio, sin haber visto la película, estoy empezando a temer que no vaya a ser así. El primer mal síntoma ha sido la selección de Tiro en la cabeza por el festival de cine de San Sebastián, un festival que tradicionalmente ha oscilado entre la ambigüedad y la cobardía ante el terrorismo. El segundo, una alarmante entrevista que escuché la otra tarde en la cadena Ser.

La entrevista la hizo Gemma Nierga en La ventana, y los invitados eran el director Jaime Rosales y el protagonista Ion Arretxe. El discurso de ambos, obviamente, era pacífico y humanista. No justificaban el terrorismo en absoluto. Lo condenaban. Pero en sus palabras ya se había introducido el virus. Por eso escribo esto. Hace ya mucho tiempo que la lucha contra el crimen viene siendo también un asunto de palabras. No se puede dejar pasar ni una: nos va la vida en ello.

Lo de menos es lo de exponer “el lado humano” del terrorista. Al fin y al cabo, en Las horas del día también se mostraba “el lado humano” del asesino psicópata. Pero resulta un poco mosqueante. Como es mosqueante el presentar la cuestión en términos de azar más o menos mecanicista: el desgraciado encuentro entre los guardias civiles y los terroristas, a raíz del cual éstos tuvieron que matar a los guardias civiles... con lo que también les sacude a ellos la tragedia, etcétera. Las dos cosas, como digo, son mosqueantes. Pero añado que estéticamente me parecen plausibles. Y estoy seguro de que el director lo habrá resuelto con dignidad. Para emitir un juicio definitivo, habrá que ver la película. Lo que no admite plazo es la crítica de ciertos elementos que aparecieron en la conversación. La sistemática referencia al “conflicto”, a “las dos partes” y toda esa parafernalia retórica que usan los cómodos conciliadores que no quieren ver que su amable conciliación está escorada hacia uno de los “dos lados”: el del crimen. La situación en el País Vasco es diáfana, tan diáfana que ciega a muchos: existe una ley (¡una ley democrática!) y existen delincuentes que la violan por medio del crimen, el secuestro, el chantaje, la coacción y la amenaza. Todo lo demás es retórica: retórica que favorece a los delincuentes. En un momento dado, Rosales dijo en la entrevista que confía que “el conflicto” se resuelva algún día, “porque yo tengo amigos en todos los partidos políticos, del PP, del PSOE, de HB, y al fin y al cabo a todos nos gusta tomar cañas”. Claro que sí, querido. ¿Pero quién demonios le amarga las cañas a quién en el País Vasco, mi vida? ¿Quién y sólo quién?

Gemma Nierga parecía regocijada con el discurso de Rosales: “Sabes que te van a llover las críticas desde ciertos sectores, ¿no?”. Él pensaba que no. Y yo espero que por la película, en efecto, no: pero porque no haya razón para ello. Para lo que dijo la otra tarde, en cambio, va a ser que sí: aquí le dejo mis gotas. Porque no se puede dejar pasar ni una: ni siquiera a los directores a los que admiramos. Nos va la vida en ello.

[Publicado en Nickjournal]

18.9.08

David Foster Wallace era Lady Di

Jajaja, "bizarro" y "abiertamente imbécil" me llaman aquí. Uno de ellos, el nick Vigalounge, parece que es Nacho Vigalondo. ¡Nacho Vigalondo! ¡El último graciosete llegado al mercado, con su adocenado desparpajo y su autoironía casual, tan blandita y rentable! Los davidfosterwallacistas están resultando ser unos tipos enternecedores. Después de tanta metametametaliteratura y ultrarreferencialidad, después de tanto poscapitalismo agrietacentrifugador del sujeto y tal y pascual, se han encontrado con que la muerte existe, y se han puesto a lloriquear como las marujas cuando lo de Lady Di. ¿No es para quererlos? Ahora toda la literatura davidfosterwallacista va a tener que dejarse de davidfosterwallacismos fáciles y agarrarse al nervio doloroso de la vida... cosa que, por otra parte, es lo que hacía David Foster Wallace en sus irreprochables (¡salvo por la desconsiderada extensión, a veces!) libros. Como dije, su suicidio me parece un paso atrás: un borrón. Y también un mal síntoma que estropea, en parte, su legado. Pero no lo suficiente como para que deje de ser brillante, original y grande. En Entrevistas breves con hombres repulsivos, sin ir más lejos, hay dos obras maestras absolutas. Una es el penúltimo relato, titulado como el libro (uno de los varios que se titulan de ese modo, el que empieza: "Y, sin embargo, no me enamoré de ella hasta que contó la historia de aquel accidente increíblemente horrible en el que fue brutalmente asaltada, secuestrada y casi asesinada"). La otra es el tercero, "En lo alto para siempre", que puede leerse aquí.

Por cierto, que otra de las maldades que han empezado a circular por ahí es que su suicidio se debe a que un fan español le mandó un cedé de Jarabe de Palo y el pobre David Foster Wallace no pudo soportar verse con el mismo careto y las mismas pintas que el estólido Pau Donés.

17.9.08

Reseñas antiguas

Después de mi lectura de Juego y distracción, que terminé la otra noche, he mirado si había reseña en la hemeroteca de El País. El libro se publicó en 1967, pero la edición española es de 2002. Salió entonces, en efecto, un estupendo comentario de Rodrigo Fresán (sobre Juego y distracción y Anochecer). Junto con sus consideraciones sobre el estilo de James Salter y el lugar peculiar que ocupa en la literatura norteamericana, ofrece esta ilustrativa comparación con Hemingway y Scott Fitzgerald:
[...] nada cuesta imaginar a Salter fumando y escribiendo tranquilo en una mesa mientras contempla cómo Hemingway se agarra a golpes con el barman y Fitzgerald cae borracho al suelo [...] Lo que no puede demorarse más es el placer de entrar a ese bar y —mientras Hemingway grita que él es el más grande y Fitzgerald que él es el más sufrido— sentarse a esa mesa donde un hombre mira y fuma y escribe en uno de esos silencios que dicen más que mil palabras.

He seguido buscando reseñas sobre Salter (¡ah el gran placer de las hemerotecas!) y he encontrado otras magníficas, como si el nivel del autor convocase a reseñistas de nivel: una más de Fresán sobre En solitario; dos de José María Guelbenzu, una sobre Pilotos de caza y otra reciente, que ya mencioné aquí, sobre La última noche; y un artículo-entrevista de Jacinto Antón. Ya con la hemeroteca abierta, he metido también el nombre de David Foster Wallace y ha aparecido esta entrevista que le hizo Eduardo Lago cuando se publicó en España La broma infinita. He ido a buscar también la reseña de Fresán sobre Hablemos de langostas, que leí hace meses en Letras Libres. Y veo su necrológica (que "no es una necrológica") de ayer mismo, en Página/12. Por último, dos textos más, espléndidos, sobre Foster Wallace: uno de Javier García Rodríguez (en el blog de Vicente Luis Mora) y otro de Alvy Singer (en Masacre en los jardines).

15.9.08

Un escritor menor

El suicidio de David Foster Wallace prueba una cosa: que era un escritor menor. Bueno, pero menor. Los verdaderamente grandes hablan del suicidio (y tontean con el suicidio) pero no se suicidan: así Bernhard, así Cioran. El suicida revela, con su acto, que hay algo fundamental que no ha entendido. Y manifiesta además un optimismo de fondo que ningún pesimista genuino (como Schopenhauer) le admitiría: el de considerar que el suicidio es posible. Ray Loriga suele repetir la tontísima frase de que el suicidio de Kurt Cobain "le dio credibilidad a toda una generación". Cuando lo único que dio el suicidio de Kurt Cobain fue la certeza de que Kurt Cobain era Walt Disney (y la generación que se embobó con su muerte, una generación waltdisneyesca). Volviendo a Foster Wallace: ¡qué regresión! ¡El gran innovador de la literatura del siglo XXI incurriendo en una truculencia retórica del XIX!

14.9.08

Un Holmes asesino

La perfección es intransitiva, exclusivista, exterminadora. Así el Holmes de Brett. Me he dado cuenta de que ya no me gustan (¡ya no admito!) otros Holmes que no sean Brett. El Holmes de Brett es un asesino: el asesino de todos los demás Holmes. He estado revisitando algunos y ya no funcionan. Por el momento me he reservado a Rathbone; pero cometí la imprudencia de ponerme el de La vida privada de Sherlock Holmes, que tanto me gustaba, y me ha costado trabajo digerir su careto. Al final se ha impuesto, porque la película de Billy Wilder es maravillosa, y Robert Stephens en sí es un correcto profesional. Todo lo contrario del insufrible (¡y espeso!) Joaquim de Almeida, el Antonio Banderas portugués, en O Xangô de Baker Street, una película brasileña que lleva a Holmes al Río de Janeiro del siglo XIX (de manera bastante insufrible y espesa también, aunque con ciertos guiños simpáticos para los brasileñistas: como cuando se ve a Holmes con el coco en la mano como si fuese su pipa, o la secuencia en que Watson inventa la caipirinha; por no hablar de la mulata luminosa Thalma de Freitas). ¿No le da vergüenza a Almeida hacer eso después de Brett? ¿Y no les da vergüenza a los demás haberlo hecho antes? Todo Holmes que no sea Brett es un impostor. Y todas las películas y series de Holmes sin Brett son una estafa. Por fortuna, quedan las del propio Brett. Hay nuevas iluminaciones. Curro me manda este artículo magnífico sobre el arte de Jeremy Brett. Y Andújar me habla de su “mímica chiquitista”. ¡Es verdad! ¡Ciertos espasmos de Brett recuerdan a los de Chiquito de la Calzada! Sí, queda el propio Brett, para revisitaciones infinitas. Por lo pronto yo, cuando termine de ver la serie doblada, volveré a verla en versión original. Hay momentos inolvidables. Como cuando van a visitar el club Diógenes y Watson le pregunta a Holmes cuáles son sus requisitos. “¡Silencio y misantropía!”, contesta el detective. Eso es: ¡silencio y misantropía!

Pero volvió a conquistarme, pese a todo, la hermosura de La vida privada de Sherlock Holmes. Es una película que le pasa lo que a Encadenados, de Alfred Hitchcock: con todos sus demás atractivos (¡deliciosos, irrenunciables!), gana densidad y hondura si se la ve fundamentalmente como una historia de amor. Me quedé con ganas de más y me puse Avanti! Hará cinco años que la vi por última vez y sigue ganando con el tiempo. ¡Purita delicia! (Al final el romanticismo del cínico Wilder es uno de los pocos que sobrevive: porque lleva la dosis justa de pimienta para que no apeste el corazón.)

11.9.08

Chapuzón atlántico

Primer chapuzón en esta playa, ayer al mediodía. Avanzaba mar adentro en éxtasis juanramoniano: “¡La transparencia, Dios, la transparencia!”. Es un rasgo muy malagueño. El malagueño, acostumbrado a las turbias aguas de su ciudad, siempre se asombra, como de un milagro, de las aguas transparentes. Había sólo cinco bañistas más, dos parejas de amigas y un chico solo, dispersos. Cada rato pasaba algún marroquí caminando por la arena. Asilah está más animada que a principios de mes. Y vuelve a haber turistas, ese tipo de turista sosegado que es el turista de septiembre: parejitas, amigas solas, matrimonios con carrito, jubilados. Casi todos son españoles. Almuerzan en las terrazas sin problema. Yo, en cambio, estoy comiendo en casa estos días. Me ha surgido el propósito de no perturbar el paisaje del ramadán. Como mucho pollo. Tengo ya a mi carnicero de cabecera en el mercado, que me corta unos filetes perfectos. Salvo ayer, con mi escapada a la playa, paso todas las mañanas en casa. Me levanto a las ocho. Desayuno. Escribo de nueve a dos. Hago mis ejercicios de gimnasia y yoga. Me preparo la comida. Almuerzo y me tomo el café (ya recostado en los almohadones del sofá) viendo un capítulo de Sherlock Holmes. He visto ya un montón y aún me quedan dieciséis. Son una auténtica delicia. Jeremy Brett es, con diferencia, el mejor Sherlock Holmes de la historia (y eso que los ha habido muy buenos). Cada temporada está más gordo y anquilosado, desde la extremada delgadez del principio, pero da igual: su pesadez le va dando un tono más sombrío, menos juguetón, a los episodios; como si el mal hubiese ganado la partida en este mundo. Está muy bien, aunque yo prefiero al Holmes de las primeras temporadas: alocado, arrogante, errolflynesco, con una gestualidad de espadachín de la lupa (¡o de la pipa!). Y sus risotadas histéricas y el histrionismo lunático con que grita: “¡Watson!”. La relación entre ambos está preciosamente retratada: hay momentos de genuina poesía de la amistad. Literariamente, también se le saca mucho partido a la grieta irreconciliable entre el héroe y el cronista (esas reticencias melancólicas de Watson, su capacidad para la admiración). En fin, que me estoy pasando unas sobremesas de rechupete. Y después, por la radio, la Vuelta Ciclista a España. También estoy leyendo Juego y distracción, de James Salter. Trae frases así: “Inteligente, sí, pero en cierto modo está cansado de sus dotes. Parece que está ya sobreviviendo a ellas. A veces piensa de otro modo, pero para él se acabó la escuela. El matemático brillante está desapareciendo, el joven para quien todo era demasiado fácil. Su vida se ha vuelto ya nublada, extraña”. Y así: “¿Por qué es tan difícil ser feliz solo? ¿Por qué es imposible? [...] Hay que penetrar en la soledad, hay que sufrirla. Lo peor es el comienzo glacial. Hay que sobrellevar todo eso. Hay que recorrer el camino hasta el final, franquear la amargura, los sentimientos de rabia, avanzar como se avanza hacia una ciudad sagrada, presintiendo la auténtica alegría”. Y así: “Los pechos de Anne-Marie son duros. Su coño está empapado. La folla con brío, impelido por una pura alegría. Se arquea para verla y para ver cómo se hunde la polla, los huevos tensos debajo”. Tras mi chapuzón volví caminando por la orilla, mojándome los pies. Una moneda dorada resplandeció entonces en la arena, a través del agua ondulante. La recogí. Eran veinte céntimos de dirham, pero parecía un doblón de oro; o una esquirla de sol.

10.9.08

Caza sutil

Del mismo modo que Jünger salía a cazar insectos, yo salgo a cazar caracteres árabes. Es lo único que me he propuesto con este idioma: aprender su alfabeto. Cada día, antes de salir, memorizo algunos signos y luego voy buscándolos en los carteles. Es un ejercicio entretenido, que adiestra la mirada. Otra de mis cazas sutiles tiene que ver con las moritas. Me he dado cuenta de que me gustan mucho las que llevan hiyab, el pañuelo que sólo cubre la cabeza y el cuello. No son mayoría: calculo a ojo que un treinta por ciento (las que se tapan la cara no llegarán al cinco; todas las demás van descubiertas). El hiyab les da una belleza limpia, adusta. Realzan la sensualidad por sustracción. Con él rozan el aspecto monjil o virginal, pero lo eluden: parecen ante todo damas medievales (¡dantescas beatrices, petrarquescas lauras!). Me deleito mirándolas. Y también imaginándome a mis ex novias así: con sus rostros enmarcados en un pañuelo y paseando por estas calles; algunas con túnica, como divas en batín.

Volviendo al árabe. Resulta deliciosa la sinvergonzonería del método Assimil. Mi manual se titula, como los de los demás idiomas, El árabe sin esfuerzo. Pero en el prólogo ya te espetan la estafa: “Sin duda tendrás que trabajar y esforzarte. Sería pueril pensar y pretender que el árabe —como no importa qué otra lengua extranjera— puede aprenderse sin esfuerzo”. Con un par, Assimil: eres el Dioni de los métodos de idiomas.

9.9.08

Música concreta

No estoy nostálgico de mi infancia. Fui un bobo feliz, como todos los niños. La recuerdo con cariño, pero no la echo de menos. Aquí, sin embargo, está muy presente. Las calles de Asilah son como las de la Málaga de finales de los sesenta y principios de los setenta. Y los niños también. Corretean como correteaba yo en mi barrio. Ríen mucho. Incluso tienen esa costumbre que se ha perdido en España de ir con el amiguito abrazado del hombro. Me he fijado en cómo llevan los padres a sus hijos de la mano: atentos y con una suerte de firmeza flexible, tierna; yo diría que con solicitud. Es otra cosa que ya no se ve en España. Tampoco se ven carros tirados por bestias. Ni cabras atadas en un solar entre edificios, comiendo rastrojos. Ni tantas tiendas de ultramarinos. La verdad es que casi todos los gestos me resultan aquí reconocibles. El andaluz es alguien a medio camino entre el marroquí y el castellano; y en bastantes aspectos (no siempre los mejores) más cercano al marroquí. Me gusta pasear y cruzarme con la gente; como me gusta aislarme en el apartamento a ver otro capítulo de Sherlock Holmes o escuchar música de Adriana Calcanhotto o Pat Metheny, o leer a James Salter, sin perturbaciones. (¿Alguien a medio camino entre quién y quién soy yo?) Pero la infancia. La otra tarde en la medina volví a ver un trompo. Un niño lo lanzó cuando yo pasaba y fue como reencontrarse con un viejo amigo muchos años después. Lo emocionante fue su sonido. El primer golpe seco de la púa en el suelo, casi simultáneo, aunque posterior, al chasquido de la cuerda. Los cuatro o cinco rebotes, en lapsos cada vez más breves, y la danza de seda durante muchos segundos. Después el chirridito cuando afloja la velocidad, como de afilador, y los roces fláccidos hasta el vencimiento de la madera.

4.9.08

Sigue la bossa

En septiembre, sigue Bossa Nova. Ayer el amigo Tsevanrabtan escribió en el Nickjournal una espectacular entrada, que se incorpora a la selecta bibliografía que va acumulándose sobre el libro de Ruy Castro. Por cierto, que ya está en el ISBN. Figuro así: “Montano, José Antonio (1966- )”. Es la primera vez que me topo con mi año de nacimiento seguido del guión que apunta a la muerte. Y también a la vida: la que hay en ese hueco, ese plazo; esa otra fecha pendiente, por confirmar.

No me olvido de Brasil en Asilah. Los marroquíes tienen un aire a los brasileños. Hay ciertas similitudes en los puestos y en las calles. Y esta playa atlántica es como las de Copacabana o Armação. Ayer la pisé descalzo por vez primera, y me mojé los pies. Y me di un largo paseo por la arena limpia y compacta de la orilla. Estaba nublado. No había nadie: sólo algunos caminantes solitarios. Estos días de ramadán, propicios para el recogimiento. Se pone el sol. Unos minutos después suena una sirena, superpuesta a la llamada del almuédano. Las calles, en que ya había muy poca gente, se quedan desiertas. Todo adquiere una melancolía de anochecer de domingo. Pero en casa me acomodo entre almohadones, enciendo luces tenues y fumo escuchando Cuando los elefantes sueñan con la música, cuyo nuevo horario me viene perfecto. Después escribo hasta medianoche. En total trabajo ocho horas al día: cinco por la mañana (de nueve a dos) y tres por la noche (de nueve a doce). En este último tramo uno descubre que la cuerda que dejó al mediodía permaneció ahí toda la tarde, soterrada, tensándose entre la mañana y la noche. Trabajando en secreto.

2.9.08

Septiembre y ramadán

Hoy ha empezado el ramadán, pero ayer ya hubo un primer asomo de ascetismo, porque llegó septiembre. La ciudad amaneció sin su bullicio de verano. Por la avenida Imam al Assili, concurrida hasta anoche, cruzaban apenas cuatro o cinco transeúntes. Yo era uno de ellos. Las terrazas estaban vacías o cerradas, y no servían carne. En el mercado había pocos clientes. La avenida Hassan II, a rebosar en julio y agosto, se encontraba despejada. Entré por Bab Homar a la medina y recorrí las callejuelas desiertas hasta desembocar en el bastión de Bab Krikiya. Una multitud se congregaba todas las tardes ahí para ver el atardecer. Ayer sólo había seis personas. Me fumé un purito sentado en el pretil, sobre el golpeteo de las olas, y salí al malecón. Cuando el sol se puso, volví a la medina a comprarme una lámpara marroquí para el suelo de la sala, para tener una luz más tenue que la del techo. “Ciento veinte dirhams”, me dijo el chico. Era barato, pero consideré que había que hacerle un homenaje a mi hermana, que estuvo regateando en este mismo sitio hace un mes. “Muy caro. Te doy noventa”. “Cien”. “De acuerdo”. Fue una negociación crepuscular, como si se hubiese terminado también el tiempo de las grandes pugnas. Camino de casa el conductor de un coche, que no debía de ser de Asilah, me preguntó una dirección en árabe. No supe responderle, pero me alegró pasar ya por alguien del lugar, al menos a los ojos de un forastero.

Esta tarde he ido a echarle un vistazo a la playa del norte: absolutamente vacía. Me he regocijado por el otoño que me aguarda, de paseos por la arena. En torno a Bab Homar vuelve a haber bullicio, aunque el resto de la ciudad sigue como atontada. En plena temporada turística esto era la mar de agradable, pero ahora resulta directamente paradisíaco.