8.10.09

La malthusiana dinamita

Son las once. El Nobel lo dan a la una. Tampoco está esta vez Salinger en las quinielas, a sus noventa años. Cualquiera que se mueva en el mundillo literario sabe el mérito, el inmenso mérito, que tiene eso. Estar descartado de antemano, como lo estuvo también Jünger, hasta después de sus cien. Que los suecos, con su finísimo olfato, detecten ahí un indicio de miasma... En cambio, sí vuelve a estar Dylan: el Ramoncín de la armónica. El día que le den el Nobel de Literatura a Dylan será como cuando a nuestras calles, en vez de nombres de ilustres abogados y estadistas muertos, empezaron a ponerles nombres de folklóricas vivitas (dentro de las cuotas de vida que una folklórica pueda tener) y coleando: Juanita Reina, Marifé de Triana, Isabel Pantoja, Rocío Jurado (ésta, antes de que se muriese de verdad)...

En cuanto a nosotros los escritores, los principales beneficiarios del Premio: somos una especie tan estólida que todos, aunque hayamos escrito sólo tres folios (¡tal es mi caso!), tenemos ya esbozado, en uno de esos tres folios, nuestro discursito de renuncia o aceptación. El mío de renuncia ("Señores de la Academia Sueca, no se hagan los suecos. Borges...", empezaba) lo estuve puliendo durante toda mi adolescencia. Hasta que decidí que no quería parecerme a Sartre, y que si me daban el Nobel, lo aceptaría. Sólo que dando la nota. La nota intelectual, me refiero, y no por medio del enfundamiento en liquiliqui ni nada parecido (Gabo, ahora que lo pienso, fue la primera folklórica que recibió el Nobel —Carmen Miranda, le llamaba el gran Cabrera Infante: otro que siempre estuvo entre los predescartados).

Mi nota intelectual, pues, que también ya tengo esbozada, sería un discurso en favor de la dinamita. Hay que convencer a los suecos de que a Mr. Nobel no le hace falta ninguna expiación; de que la dinamita que inventó ya constituye, en sí, suficiente beneficio para la humanidad. Es un objeto bonito (cuando va en cilíndrico cartucho) y filantrópico, debido a sus encomiables propiedades malthusianas... Yo, por lo tanto, le haría una rigurosa oda intelectual a la dinamita. Y quizá llevara en mi antiliquiliquílico frac un cartucho para lanzarlo al jurado, a modo de demostración y también a modo de intertextualidad (con lo que corroboraría de paso, in situ, por qué me habían dado el Nobel). La intertexualidad sería con La tarea del héroe de Savater (segunda vez que cito este libro en dos días: un libro que leí mucho, que me formó —del modo un tanto excéntrico que pueden ustedes apreciar): no encuentro mi ejemplar, pero era aquel momento del prólogo en que un examinando de Ética le lanzaba una bomba al tribunal que le había propuesto el dilema del pulmón de acero...

Por lo demás, ¿qué se puede decir de un premio que se lo han dado a Saramago y no (como empezaba a decir en mi discurso de rechazo) a Borges, Jünger, Bernhard o Cioran? Ya puestos, a mí me gustaría que se lo dieran a Vargas Llosa, aunque sé muy bien que se lo estarían dando a un cadáver (al menos novelístico: como ensayista y articulista todavía vive). A veces ocurre eso con los escritores: se mueren, pasan muchos años desde que escribieron La ciudad y los perros, La casa verde, Los cachorros, Conversación en La Catedral, Pantaleón y las visitadoras, La tía Julia y el escribidor, La guerra del fin del mundo... pero resulta que su cuerpo seguía aquí entre nosotros, con lo que la Fundación Nobel tiene la ocasión de recompensarles aún por aquellos libros. Por desgracia, otros escritores como Bernhard, cuando se murieron, se murieron de verdad: no se dejaron ni un solo mes póstumo, mientras vivían.