21.11.09

La última vez

La última vez que pensé que sí, que la cosa podía marchar. Fue en Asilah, el año pasado, cuando volví a finales de agosto. Me encontré sin luz en la casa y apuré el día en la calle. Paseé, leí, fumé en el malecón. Asistí al crepúsculo en Krikiya. Cené en el café de la Medina, en la plaza, demorándome con el té y el purito. Regresé al apartamento, escribí un rato en el moleskine a la luz de una vela y me acosté. Alumbrándome con una linterna, empecé a leer el segundo tomo de En busca del tiempo perdido. Llevaba unas cuantas páginas, cuando de pronto fui consciente de mi felicidad. No sé qué me pasó. Quizá me vi épico. (Épico, naturalmente, en la extremación del lirismo.) El caso es que, por primera vez en muchísimo tiempo, sentí que iba por el camino adecuado. Pero entonces golpearon la puerta. Serían las once y pico de la noche. Era Fátima, la chica marroquí encargada de los asuntos domésticos. Cuando llegué al mediodía y vi que no había electricidad, la telefoneé. Me dijo que estaba en Tánger pasando unos días de vacaciones. Le dije que no se preocupara, que se quedara allí el tiempo que tuviera previsto y que viniese a la casa a su regreso. Pero aquella misma noche ya estaba allí. Abajo, en el portal, tenía a un electricista. Fátima me dijo que un vecino había desviado la conexión, en mis semanas de ausencia, y que lo iban a reparar. Bajó y yo ni siquiera tuve que acompañarla. A los pocos minutos gritó desde abajo: "¿Ya?". Le di al interruptor y la luz se encendió. "Ya", grité por el hueco de las escaleras. Grité también gracias. Cerré la puerta. Y hasta hoy.