30.9.10

Las Barranquillas

Hay algo halagador, y a la vez mosqueante, para el animal que llevo dentro (mi ego): los días en que no escribo, el blog recibe muchas visitas. Más de la media. Ayer, por ejemplo, 298. Lo halagador es imaginar a mis fans como los yonquis de Las Barranquillas: merodeando para ver cuándo obtienen la dosis, la dulce dosis de mi palabra. Deambulan y pinchan, y al pinchar incrementan la cifra de mi contador: yo la veo al día siguiente y sus pinchazos van directos a la vena de mi ego; son el opiáceo que precisa mi narcisismo. Pero yo soy un narcisista melancólico, un narcisista oscuro. Por eso pienso también que los visitantes regresan para comprobar que no hay ninguna entrada mía más, felices de mi silencio. La obra maestra de ese post que no he escrito y que siempre es uno de los más visitados.

26.9.10

Hasta su regreso de Italia

Cuando murió Juan Marichal, me bajé de la página de la Fundación Juan March las veintidós conferencias que hay suyas y las voy escuchando poco a poco. Son muy buenas. Pensaba referirlo aquí cuando las terminase; pero me he encontrado con otro asunto que quiero decir ahora y aprovecho para recomendarlas ya. Ese otro asunto es Benjamin Constant (1767-1830), al que en el ciclo La conciencia liberal se le dedica la segunda sesión. Ha resultado ser un fino pensador político, una suerte de Hannah Arendt del siglo XIX (la propia Arendt, según cuenta Marichal, se ocupó de su pensamiento). En internet está disponible su discurso más emblemático, de 1818: "Sobre la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos". De aquí entresaco unas líneas que cita Marichal y que suponen una descripción perfecta de lo que ha de entenderse por libertad (por libertad política):
[La libertad] es el derecho a no hallarse sometido más que a las leyes, de no poder ser detenido, ni condenado a muerte, ni maltratado de ningún modo, por la decisión arbitraria de uno o de muchos individuos. Es el derecho de cada cual a expresar su opinión, de escoger su industria y de ejercerla; de disponer de su propiedad, e incluso de abusar de ella; de ir y venir sin requerir permiso y sin tener que dar cuenta de sus motivos ni de sus gestiones. Es el derecho a reunirse con otros individuos, sea para dialogar sobre sus intereses, sea para rendir culto al objeto de una creencia común, o sea simplemente para llenar sus días y sus horas de la manera más conforme a sus inclinaciones y a sus fantasías. Finalmente, es el derecho a influir en la administración del gobierno, por el nombramiento de todos o de algunos funcionarios, o a través de representaciones, peticiones o demandas que deberán ser atendidas por la autoridad.
Pero Benjamin Constant es, ante todo, el autor del Adolfo. Y para mí algo más estrafalario: el protagonista de una frase de André Breton; apenas eso. En una de las vaciladas de "La confesión desdeñosa" (el memorable texto incluido en Los pasos perdidos), escribe Breton: "Por este lado, me siento del todo en comunión con hombres como Benjamin Constant (¡hasta su regreso de Italia!)...". Instantáneamente me quedé electrificado con esa expresión, al igual que Curro, apóstol del bretonismo también. Desde entonces, siempre que queremos defender la primera época de algo o alguien dividido en dos, proclamamos: ¡Hasta su regreso de Italia! Esa frontera (¡su regreso de Italia!) marca un enigma que ni siquiera ahora, en que he consultado varias biografías online de Constant, he logrado desentrañar. Pero mejor así: una sombra ominosa, una frontera gratuita que corta en dos una vida y la segunda parte de esa vida es desdeñada por Breton. 

* * * 
(23.1.21) El enlace con el texto de Constant ya no conduce a ningún sitio. Pero la obra, con el título de La libertad de los antiguos frente a la de los modernos, ha sido publicada recientemente en Página Indómita, con prólogo de Manuel Toscano.

24.9.10

La china popular

El mejor chiste de chinos me lo inventé yo; aunque hace tanto tiempo y lo hemos contado tantas veces, que puedo estar equivocado. Es muy simple: "¿Cómo se dice garçon en chino? Chavalín". Se nos ocurrió en el restaurante al que solíamos ir en Fuengirola, una noche que no sabíamos cómo llamar al camarero. De paso, a aquel chico se le quedó de mote "el Chavalín". El menú era baratísimo, no llegaba a trescientas pesetas, y retrospectivamente nos hemos asustado al pensar qué nos estaríamos comiendo bajo las amables formas del rollito de primavera, el cerdo agridulce o el chop-suey. Entonces no importaba. Entonces primaban las risas. No estuvieron mal los noventa, pienso ahora. Fue el decenio de nuestra treintena. Yo creía que íbamos madurando bien. Pero algunos de nosotros ha resultado que estaban ya en un proceso de embrutecimiento irreversible. La cuarentena –esto lo he aprendido a posteriori– es la edad en que se destapa el parásito, el trepa, el ciniquillo. Si hubiésemos sido políticos, estarían copando ya subsecretarías. Y de algún modo las están copando: las subsecretarías de su propia miserabilidad.

Pero yo quería hablar de los chinos. He pensado en ellos esta tarde porque he visto a una china preciosa. Caminaba por delante de mí con un vestido rojo, corto y que marcaba sus carnes. Era una china con carnes: una china jamona, como Gong Li. Iba seria y altiva, y yo detrás, observándola. Ha llegado entonces a una calle que debía de ser su calle, porque se ha parado a saludar a un anciano con familiaridad. Mientras hablaba con él, otra vecina que cruzaba le ha dirigido un saludo. Y después otra. A las dos les ha respondido con soltura, sonriendo. Las otras también le habían sonreído. Se veía que la china era la reina del barrio. Parecía una película de Marisol, en que la china fuese Marisol. He pensado que no es frecuente que los chinos sean tan expansivos. El Chavalín era expansivo (nos suministraba sus sospechosos menús expansivamente). Y esta china malagueñizada también. Era, definitivamente, una china popular. ¿Sería ya una de esas chinitas adoptadas, que ha crecido? No sé, pero he pensado también en ellas, en las chinitas adoptadas. Son niñas guapísimas, y serán adolescentes y mujeres guapísimas. La textura de España se volverá más sofisticada. Nos pillará viejos ya, y las miraremos. Nuestro verde y su amarillo, como la bandera de Brasil.

22.9.10

Dramas familiares

Para despedir el verano me he metido en el lodazal de dos dramas familiares: el de Alexander Herzen (ruso) y el de José Donoso. El primero lo describió él mismo en Crónica de un drama familiar; y el segundo la hija de Donoso, Pilar Donoso, en Correr el tupido velo. Son dos lecturas pringosas. Se aprende mucho del ser humano en ellas, aunque la lección es turbia. Hay un puente involuntario entre ambas: quien provoca el drama familiar de Herzen, el poeta alemán George Herwegh, es muy parecido a Donoso. Son dos seres menesterosos y caprichosos, neuróticos, manipuladores. Artistas, en el sentido lamentable de la palabra. Fatalmente, las mujeres pican: la de Herzen con Herwegh, la de Donoso con Donoso. Pero otras son más avispadas, como la de García Márquez, que condesciende con los escritores: "Cómo sufren, pobrecitos...". Copio al paso una declaración despampanante de Rita Macedo, la ex de Carlos Fuentes:
Ya no tengo edad para gozar lamiendo a un señor de la cabeza a los pies. Por eso no busco amante, ni lo quiero. Prefiero entretenerme con cosas menos humillantes, como las conversaciones y la música, y dejarle eso a los niños.
¡Admirable! Eso solo recompone nietzscheanamente el libro. El resto es chapoteo en debilidades. Aunque para ello hace falta fortaleza. Correr el tupido velo me lo mandó mi amigo Josepepe de Bélgica; el mismo ejemplar –de la edición chilena– que le sirvió para la reseña de su blog. Como bien dice: "No se lee una biografía (una verdadera biografía, se entiende, no una hagiografía) sin salir del libro harto del personaje y de sus neurosis". Es el efecto de la excesiva intimidad. Pilarcita escribe al principio: "creo en el olvido como parte de la supervivencia". Pero con este libro la superviviencia se la ha puesto cruda. No sé si se extinguirá el fantasma, o si se habrá corporeizado. En mi caso, que no he leído a Donoso (con excepción de la Historia personal del 'boom'), sus gesticulaciones suceden en el vacío y no se posan en nada. Son como el ademán del arte pero sin el arte. El día que lo lea, quizá encuentren una pista de aterrizaje en mi estimación.

Para Herzen, en cambio, sí me ha bastado este librito, que en realidad es un extracto de sus "monumentales memorias", Pasado y pensamiento. Aunque ya conocía su nombre, de Herzen empecé a saber por el excelso artículo que le dedicó Isaiah Berlin en El estudio adecuado de la humanidad. Transcribo la referencia al material recogido en esta Crónica. Después de mencionar que el poeta Herwegh sedujo a la mujer de Herzen, sigue Berlin:
Las opiniones progresistas y un tanto shelleyanas de Herzen acerca del amor, la amistad, la igualdad de los sexos y la irracionalidad de la moralidad burguesa, fueron puestas a prueba y rotas por esta crisis. Casi se volvió loco de dolor y celos; su amor, su vanidad, sus opiniones más profundas acerca de la base de todas las relaciones humanas, sufrieron un choque traumático del cual nunca se recuperó completamente. Hizo lo que muy pocos hicieron nunca: describir cada detalle de su agonía, cada paso de su cambiante relación con su esposa, con Herwegh y la esposa de Herwegh, como le parecían retrospectivamente; anotó cada comunicación ocurrida con ellos, cada momento de cólera, de desesperación, afecto, amor, esperanza, odio, desprecio doloroso y suicida autodesprecio. Cada tono y matiz de su propia condición moral y psicológica se pone en altorrelieve contra el fondo de su vida pública en el mundo de exiliados y conspiradores franceses, italianos, alemanes, rusos, austriacos, húngaros, polacos, que se movían fuera y dentro del escenario en el cual él era el héroe central, absorto en sí mismo, trágico.
Herzen empieza con unas impresiones vívidas y lúcidas de los momentos que siguieron al fracaso de la revolución de 1848. Después se desencadena el drama, y dice (siete años después):
Hubo un tiempo en que juzgaba con severidad y apasionamiento al hombre que destruyó mi vida; hubo un tiempo en que deseaba sinceramente matar a ese hombre... Desde entonces han pasado siete años; verdadero hijo de nuestro siglo, he consumido el deseo de venganza y enfriado mi concepción impetuosa con un prolongado e ininterrumpido análisis. En esos siete años he conocido mi límite personal y el límite de muchas otras cosas; por eso, en vez de un puñal, cojo en mi mano un escalpelo, y, en lugar de imprecar y maldecir, me dispongo a escribir un documento de patología psíquica.
El propio Herzen le había dado antes un nombre: la enfermedad de la verdad. Pero, aunque yo también tiendo a la introspección y el enfangamiento, añoro ahora el roce de un sol fuera del cráneo. Como escribió Gimferrer: "Si pierdo la memoria, qué pureza".

21.9.10

Boquitas pintadas

Yo fui amigo de los amigos de Luis Antonio de Villena, que eran muy malos y cada vez que aparecía un libro suyo decían: "Ha salido un nuevo Clásico del Humor". Era en la época del Corazón Negro. Para entonces yo ya no era fan de Villena, pero lo había sido. Me había gustado su poesía hasta La muerte únicamente inclusive; así como sus libros de prosa hasta Chicos. Luego lo seguí picoteando un poco pero lo terminé abandonando. Hasta el reciente Retratos (con flash) de Jaime Gil de Biedma no volví a disfrutar con su lectura. Y ahora otra vez –como pronosticaba Curro– con Nuevas semblanzas y generaciones. Es un libro descuidado: escrito con descuido y editado con descuido; pero conveniente para pasar una tarde espumosa de verano, que es lo que yo hice. Lo leí hace dos semanas, he venido postergando esta nota y, ahora que la escribo, encuentro que el libro se me ha borrado ya de la cabeza. Es un libro para eso, para unas vacaciones. Es un libro medio basura, aunque con sortijas ensartadas. Hay mucho cotilleo literario y el poso que deja es tirando a triste y decadentón. Los escritores son pobres bichos. A mí antes me estimulaba el rollo esteticista, pero ya se pasó. Casi prefiero el sacerdocio de la literatura, sin disfraces. Cuenta Villena historias y por lo general me digo: "No me hubiera gustado estar ahí". He cambiado yo, porque antes me fascinaban. Me sigue gustando contarlas, de todas formas; pero ya con un como mohín de hastío. Las anécdotas de escritores semejan historias de circo: el monito y sus cositas. Gustan porque son fáciles. Las mejores de este libro son las gays, con ese toque de irreverencia amable que pone Luis Antonio de Villena. Aleixandre hablando de tragarse el semen, que según Federico "sabe a rosas". Mujica Láinez pintándose los labios para las felaciones. Al final, ésta es la imagen que me ha quedado del libro: Mujica Láinez con la boquita pintada. Pero salen muchos: Guillén, Cioran, Borges, Octavio Paz, Barthes, María Zambrano, Rubem Fonseca, Benet, Umbral, Chacel, dos Goytisolos, Gimferrer, José María Álvarez, Javier Marías, Baena, Aumente, Brines, Haro Ibars, dos Paneros... Queda mal Alberti y me alegra; pero es justo en su retrato donde el libro tiene su mejor estampa: "Rafael, que decía imaginar la muerte como el sesteo en un largo viaje de avión sin detenerse nunca. Un vuelo infinito". Ahí sí: pero sin la compañía de los escritores.

19.9.10

Montañas muertas

Ayer, cuando Mosquera y Nibali subían a la Bola del Mundo retorciéndose preciosamente en sus bicicletas, exaltando las rampas con su esfuerzo, algunos payasetes asomaban de entre el público y mostraban un cartel a las cámaras: "Vuelta aquí no". Eran los ecologistas. Estos pamplinas quieren una montaña sólo para ellos, para sus delicuescencias roussonianas y sus babas eunucas. Quieren montañas muertas. No catapultas para la épica, sino toboganes sobre los que deslizarse escuchando por el iPod a Kenny G.

16.9.10

La ansiedad por las influencias

He vuelto a escuchar dos excelentes conferencias de las que hay en web de la Fundación Juan March sobre Montaigne: la de García Gual y la de Argullol. Tuvieron lugar en días distintos, pero se da un cruce curioso entre ambas: García Gual dice que Montaigne no conocía las Confesiones de San Agustín, mientras que Argullol sostiene que sin las Confesiones de San Agustín "no se explica" Montaigne. Ahora no recuerdo si Argullol emplea exactamente la expresión "no se explica", pero lo dice en el tono en que suele emplearse esa expresión. Es un tono que define una cierta manera de entender la tradición cultural: como un encadenamiento legible. La consecuencia práctica de que unos autores "no se expliquen" sin otros es que los actuales debemos estar a la page: no vayamos a defraudar (o resultarles "inexplicables") a los eruditos del futuro... Pero en este aspecto García Gual parece estar mejor documentado.

No, la tradición cultural no es un encadenamiento legible, ni inevitable. Da saltos, se producen brotes, despistes, avances, retrocesos y deambulaciones que no son ni un avanzar ni un retroceder. No existe un modo (o al menos un modo unívoco) de "hacer bien los deberes". De nuestros nocillas hay cosas que me gustan, cosas de las que aprendo; pero también hay algo que me desagrada profundamente: esa ufanía del empollón convencido de que está llevando bien el curso. Ese convencimiento estólido de que es posible llevar bien el curso. Padecen no la ansiedad de la influencia, sino la ansiedad por las influencias: ese miedo cerval a que el profe pueda pillarles sin haber leído a Pynchon o a Foster Wallace. En los tiempos de Montaigne hubieran devorado, sin duda, las Confesiones de San Agustín: y hoy estarían olvidados.

O no. Porque Petrarca, dos siglos antes de Montaigne, sí conocía muy bien las Confesiones de San Agustín (fue el libro que abrió en el Mont Ventoux). Esa es la cuestión: que puede que sí y que puede que no. El curso sólo se aprueba por chiripa, y en el bien entendido de que los aprobados en junio serán suspendidos inmisericordemente en septiembre. No sean tan aplicados.

14.9.10

Imágenes de Asilah




Hace dos años de mi estancia en Asilah. No tengo nostalgia, ni me apetece volver; pero se me han quedado buenos recuerdos. Fue una experiencia un tanto extraña. En realidad, seguí haciendo mi vida de siempre, sólo que con un decorado exótico. En YouTube he encontrado esos dos vídeos con excelentes imágenes. Alcanzo a verlas como algo familiar y mío. He repasado los textos que escribí allí y veo que componen una especie de novelita: "31 de julio", "Assilah", "Miel de Agadir", "Lecturas africanas", "Soledad iluminada", "Septiembre y ramadán", "Sigue la bossa", "Música concreta", "Caza sutil", "Chapuzón atlántico", "Proyecto abortado", "El desastre anual", "Cuentas de Asilah", "La última vez".

12.9.10

Promesas



El viernes puse la radio a eso de las tres y media y estaba sonando "Always and forever" de Pat Metheny. Renacieron por unos minutos las antiguas sobremesas de Ramón Trecet. Mientras las revivía me di cuenta de que se habían perdido para siempre. Estaban hechas de la conjunción de la hora y la música, y ya sólo queda la hora. Durante años asociamos Diálogos 3 a esa luz, la luz lacia de la siesta. Era un intersticio de la jornada entre la crepitación y el abandono. Había una desazón dulce; sueños, fracasos, esperanzas. Modulando con las estaciones. Ahora esa hora sucede sin su gasa musical, y tiene el cuerpo más frío. Dentro guarda las promesas que sólo le daba la música.

11.9.10

La fricción de la vida española

Cuando Weil regresó de su primer viaje a la India, le pregunté si había sentido el choque cultural. "Sí, al volver", sentenció. Ahora el amigo Schelling me cuenta su estancia de seis meses en Montreal y parece el viaje de un astronauta: flotando en un ámbito no sin gravedad, pero sí sin fricción. "La fricción de la vida española", formula Schelling. Allí, dice, encontré algo insólito: funcionarios que lo que querían era ayudarte. En un rato resolvía los trámites que en España le hubieran llevado semanas. Y se lo resolvían suavemente, con amabilidad. Pensó entonces, pensamos, en este cepo que es nuestro entrañable país: un hormiguero de mónadas incomunicadas que se rozan y se agreden, se pinchan, se desgastan. Para abrirse un recinto confortable, uno tiene que dejarse la piel en el empeño. Y, si lo consigue, lo que ingresa es ya un Cristo magullado. Así, toda construcción de un gabinete de trabajo es, en la práctica, la construcción de un asilo, o de una morgue. El trabajo lo agotó uno en construirse el gabinete y, cuando lo termina, ya sólo le queda fuerza para amortajarse en él. Trato de imaginarme un momento en Montreal, sin fricción. Existe una esperanza y se la manifiesto a Schelling: "¿Pero esta fricción no nos da musculatura, no nos hace vibrantes? ¿Y no están más amortecidos allí en Montreal, bovinos, apazguatados? O sea, ¿hay un déficit de vitalidad allí, por falta de práctica en la fricción?". "En absoluto", concluye Schelling. "Montreal es una de las ciudades más animadas que he conocido. La energía ahorrada la gastan en vivir".

Con esto pensaba cerrar mi entrada. Pero la realidad insidiosa no consiente paraísos que duren más de un minuto. Buscando ahora en Google, me he topado con una terrorífica fricción. Algo chungo debe de haber en Montreal si han aplaudido la peliculastra de ese.

10.9.10

Otoño de Montaigne

Ha llegado el momento de ponerse con Montaigne. Hay autores que son "de los míos" pese a que no los he leído apenas: Montaigne es uno de ellos. Bernhard lo fue también durante bastantes años. Están ahí, como un mar, los miras, metes a veces sólo un pie o una mano, te mojas la cabeza y sabes que llegará el día de la inmersión. Lees sobre ellos, aunque no los lees a ellos: pero no hay prisa, o hay pereza. O hay la tranquilidad de saber lo que sucederá. Y sucede. Hubo al fin un verano de Bernhard, el de 2004, y ahora habrá un otoño de Montaigne. Saco el volumen de Acantilado. Leo los prólogos; copio esto del de Compagnon:
Montaigne se retiró para reencontrarse, para "conversar consigo mismo, y detenerse y fijarse en sí"; en lugar de esto, topó con la melancolía, con "quimeras y monstruos fantásticos", y se puso a escribir para curarse; empezó a llevar un registro de sus lecturas como los ascetas de la Antigüedad tardía pagana y cristiana. Consignando ejemplos, pensamientos y citas en carnés, la introspección de Montaigne no fue en principio nada personal. El yo no le preexistía; al contrario, se trataba de constituirlo a través de las lecturas y la escritura. En Los ensayos, la escritura sobre uno mismo es inseparable de la constitución de uno mismo.
El sueño del libro gordo: que pase mucho tiempo en su lectura, una época; y que cuando se termine, uno esté cambiado.

* * *
La torre de Montaigne, no de marfil sino de piedra. Iñaki Uriarte, montaigneano autor de Diarios (1999-2003), se fotografió allí:



Eduardo Jordá me ha mandado otra que sacó hace cuatro años. La pongo tras "Los últimos días de Montaigne", un poema de su libro La estación de las lluvias, que es uno de los seleccionados para la antología Pero sucede, que edita ahora Renacimiento:
Cuando empezó septiembre, bajó el río
más crecido, y llegó un hombre de Italia
con intención de verlo. Muy débil de la vista,
malo el oído, peor el aliento,
perdido el paladar y la memoria,
no quiso ver a nadie: "Estoy de viaje".
No le gustaban ya las tardes frescas
ni las primeras lluvias, él, que como los patos
amaba la humedad y el barro dócil.
Desdeñó ver el huerto de manzanos
y acariciar las uvas rojas, fuertes
como sus gruesos cálculos biliares.
Con la mano alejó a su secretario
que entraba con un libro de Platón.
Las ocas epicúreas engordaban.
El viento era jovial. Pero los hombres
mataban por disputas teológicas.
Cada nube era un signo sin sentido.

Y un día le asaltó la parálisis.
Su lengua fiel se volvió sediciosa
y obstinada, igual que un hugonote.
Escribía: "Traedme mi caballo",
"Mi jubón", "Mi orinal", "Mi libro", "Basta".
Hizo llamar a tres de sus vecinos:
quería despedirse. Iba en contra de sus consejos,
pero contradecirse era su orgullo.
Puso una nota más en los "Ensayos"
rebosantes de notas añadidas.
Pidió que lo llevaran hasta su biblioteca,
y no pudo. En la cama, a solas,
añoró a Mademoiselle de Gournay. Rozó su frente,
por desgracia intocada, y se maldijo.
Su lecho olía a fósforo y a nada.
Lamentó todo aquello que iba a dejar atrás:
las colinas de Roma, un rey benévolo,
su posada en París, el fuego de sus amigos.
Se arrastró a la ventana. El horizonte
era un hombre obcecado. Los labriegos
mentían a sus hijos. Quiso oír misa.



* * *
(1-X) Ha vuelto a faltarme inspiración para leer.

8.9.10

Heroísmo y socialdemocracia

La campaña socialdemócrata en contra de Jesús Neira es nauseabunda. A esa campaña se ha sumado el PP, que es otro partido socialdemócrata. La socialdemocracia es la ideología y la religión de nuestro tiempo: el Zeitgeist realmente existente, del que es casi imposible escaparse. Walt Disney es el Pantócrator socialdemócrata; con su representación española, Milikito, que es un socialdemócrata educado en el Opus: tecnócrata de las teleseries, y de esta gran teleserie que es España. Yo, faltaría más, también soy socialdemócrata. Por eso puedo asomarme a mi propio balcón socialdemócrata a observar la movida. Mi corazón, como el de todos, es el gran circo socialdemócrata: si hago un poco de abstracción de mis preferencias (¡socialdemócratas!), puedo ver a los leones (¡socialdemócratas!) devorando a los cristianos. En este caso, a Jesús Neira.

Hoy Arcadi ha puesto el dedo en la llaga; aunque lo que dice parte conceptualmente –por poner una baliza no muy lejana; las hay anteriores– de su detestado Nietzsche: el bien que surge de lo oscuro. La negrura sobre la que se asienta la luz griega, por ejemplo. O el alcohol que lima la cobardía. Jesús Neira es detestable, por supuesto: y quizá por eso fue capaz de su momento heroico. Un socialdemócrata (¡yo mismo!) hubiera corrido en busca del abogado mientras violan a su madre. Eso lo recordó Jünger en La emboscadura; y puso el contrapeso de aquel socialdemócrata excepcional que, con unos cuantos más como él, hubieran podido parar a los nazis (cité el pasaje en "El ciudadano del mazo", que tiene que ver con la cuestión).

Yo soy partidario de la ley, y la ley debe perseguir no sólo a los delicuentes: también a los que se toman la justicia por su mano. Ahora bien: no podemos ignorar –siguiendo a Jünger– que es de éstos de donde surge la justicia; es en la indignación y en la rabia de éstos, y quizá también en el espíritu de venganza de éstos, donde se cuece la justicia. Hace falta violencia. Hace falta enfrentarse al mal. El mal es una fuerza, y a una fuerza sólo puede oponérsele otra fuerza. Puede que esa sea la gran tragedia socialdemócrata: la socialdemocracia produce eunucos (¡yo mismo!) incapaces de defender el paraíso socialdemócrata.

7.9.10

Anticipos de la muerte



Algo que no me esperaba en esta vida, que ha sido una sorpresa para mí, es la traición de los amigos. No sé por qué pensé que iba a librarme de ella, si en las biografías abunda. Quizá porque no eran convencionales, ni eran muchos. Qué experiencia más acre. Marquitos hace cinco años, Andújar ahora. Uno cree que tiene un amigo y lo que tiene es un montón de mierda. Uno cree que tiene dos amigos y lo que tiene son dos montones de mierda. De pronto hay una tonelada de recuerdos que apestan a ellos. Un buen pedazo de la memoria carcomido, porque están ellos. La muerte ya ha empezado por detrás, y se proyecta. Pero hay algo hermoso, limpio, atroz: todos los signos que ahora resultan transparentes. El alfabeto que uno se resistía a leer, por amistad, y que está ahí: refulgente de significado (de significado sórdido). Queda esa alegría, la alegría más triste: la del conocimiento.

6.9.10

Aura fría

Ha muerto José Luis Brea. Me he enterado por el blog de Vicente Luis Mora, que siempre ha llevado esta frase suya en el frontispicio: "El artista es un productor de directo". No sé lo que significa. En 1992, mi amigo Weil andaba leyendo Las auras frías y yo lo hojeaba de vez en cuando. Me gustaba el título; del resto no recuerdo nada. No volví a saber de Brea hasta que apareció con los nocillas en las jornadas de 2008 que organizó Ferré. Éste ha puesto también su nota fúnebre. En aquellos días malagueños, Brea se me antojó físicamente una mezcla de la Duquesa de Medina Sidonia y alguna figura huesuda de Egon Schiele, con jersey parisino. Movía la cabeza y los hombros como una marioneta. Hablaba bajito, con extremadísima educación y agresividad cero. Yo no me enteraba de sus intervenciones, pero observaba la veneración de los demás. Luego él mismo dio una conferencia que me pareció abstrusa; pero los que preguntaron del público demostraron que la habían entendido. Era yo, pues, el que se quedaba fuera: me faltaban los códigos y me faltaban, sobre todo, las ganas de entrar. Quiero decir que me daba lo mismo. Me entretenía en apreciar esa zona que está al borde de los discursos. De vez en cuando, en las conferencias, en los cursillos, se generan tales zonas entre los que no se han enterado muy bien; y esa franja de la ignorancia, punzada por las frases de los que participan, constituye un territorio propio, con su originalidad. Fernández Mallo y Fernández Porta cerraron con su espectáculo de palabra y vídeos. En un momento dado reparé en que Brea los contemplaba como una abuela feliz. Me llamó la atención la pureza de su felicidad: estaba encandilado, orgulloso de sus "buenos chicos"; y supongo que con la satisfacción darwinista de ver que sus ideas seguían. Esas ideas que yo no entiendo.

1.9.10

Plataforma

Resulta que el Houellebecq que me gustaba, el de los ensayos, es también el de sus novelas; al menos el de su primera novela larga que he leído, Plataforma. Literariamente vale poco (no es más que un best seller sofisticado), pero sociológicamente da mucha información. He ido marcando las páginas a repasar y al final son muchas, muchísimas. El libro es un bonito y melancólico canto al turismo sexual, que se presenta como (última) actividad romántica. Es una historia extrañamente roussoniana, pero sin paraíso; o con el acceso al paraíso cercenado. Occidente es ya un páramo nihilista, un siniestro engranaje donde campa el capitalismo y está desterrado el placer. Literalmente desterrado: hay que irse a buscarlo a otra tierra. Pero entonces el islam tapa los huecos. Es como si compusieran juntos una trampa hermética. Digamos que la única esperanza es que el capitalismo corroa al islam para deshacer ese tapón y soltarse. Pero el libro termina sin esperanza.

La primera mención se la recuerdo a Azúa en un artículo de 2001. Pero lo he empezado porque el narrador comenta la novela de Agatha Christie que leí este agosto, Sangre en la piscina. Sólo que la traductora no tuvo a bien documentarse y ni siquiera da el título inglés, The hollow, sino una traducción de la traducción francesa: El valle, por Le vallon. Ayer, al terminar Plataforma, llegó la noticia de la muerte de Fignon, el ciclista que se parecía a Houellebecq (o el ciclista al que se parecía Houellebecq). A Fignon se le odiaba por tener aspecto de intelectual. Ningún deportista ha tenido más aspecto de intelectual que Fignon. Ha muerto a los cincuenta años: una edad a la que algunos intelectuales se suicidan, por amor a la aritmética.