25.4.11

La novela de Duchamp



Cuando algún vanguardista de nueva hornada celebra mi afición por Duchamp, aprovechándola también para señalarme lo poco vanguardista que soy en otras aficiones, debo responderle: "Eh, que Duchamp tiene cien años; y así es como me gusta: con sus cien añitos". De 1911 son, por ejemplo, la Dulcinea, el Joven triste en un tren o el primer Desnudo bajando una escalera. El vanguardismo no es un criterio para mí: me gusta la vanguardia en tanto tradición de la vanguardia. Tampoco lo es el generacional. En Afterpop, Eloy Fernández Porta declara a Javier Marías mainstream y pop, y a Ray Loriga indie (por defecto) y afterpop. No negaré yo estas calificaciones: solo afirmo que Marías me gusta y Loriga no, que Marías me parece muy bueno y Loriga muy malo. El efecto generacional quizá quede un poco sucio: en vez de aliarme con mis abuelos para matar a mis padres, me alío con mis padres para matar a mis hermanos; pero esto es lo que hay.

En los museos de arte contemporáneo abundan los remedos de Duchamp. A veces me resultan simpáticos, pero casi siempre antipáticos. Ante todo no entiendo por qué esos artistas van perdonando la vida, como si no fueran unos imitadores. Y no entiendo por qué le han copiado todo a Duchamp menos la ironía, menos la ligereza. Los imitadores de Duchamp ofrecen ecos apagados, amazacotados, de Duchamp. Detrás de cada obra de Duchamp hay mil ideas; detrás de cada mil obras de sus imitadores hay, con suerte, una idea. Por eso mi afición no suelo ejercitarla en los museos. Lo que hago, conocida la obra de Duchamp, es ir por ahí detectando sus signos; jugando con ellos, proyectándolos. El mundo se convierte así en una gran novela duchampiana; o al menos en un paisaje (peligroso) que la incluye. Una novela erótica, principalmente: una novela de trituración y guasa erótica; o de desguazamiento de piezas eróticas.

Hace unos años se produjo un destello glorioso. Me encontraba en el Plaza Mayor, un centro comercial surcado de patios a la intemperie, y llovía. Crucé empapándome hacia el servicio masculino, para orinar. Allí, el descanso de un refugio seco. Me coloco ante el urinario y, mientras me abro la bragueta, se dispara un chorrito: el urinario se había puesto a mear en mí. Algún gamberro le había dado la vuelta al surtidor que limpiaba la loza. El surtidor (que además tenía forma de concha, de sexo femenino) se activaba en cuanto un usuario se colocaba delante. Su función era lavar el producto de los penes anteriores, cuando uno nuevo llegaba a dejar el suyo en el receptáculo. Al habérsele dado la vuelta, era el nuevo pene el que era lavado. En fin, las implicaciones pueden multiplicarse: les dejo la tarea. Solo consigno cómo se queda la masculinidad chafada al sentir el asalto (húmedo) del elemento pasivo. Urinario que mea: Fuente.

Recientemente hubo otro guiño subyugante, en esa fotografía de Kai Pfaffenbach que apareció en El País. "Urinario con vistas", la titularon: un título perfecto. El panel tiene la disposición del Gran Vidrio de Duchamp, y el sector de abajo es también el masculino: esos urinarios que hacen de testigos oculistas. El sector de arriba, el femenino, muestra toda una ciudad: Frankfurt, que es aquí el colgado hembra. A partir de esta disposición, hay cruces significativos. Por ejemplo: lo de arriba, lo que se ve arriba, está en realidad abajo. Por ejemplo: el panel de los testigos oculistas es en realidad opaco (está ciego). Por ejemplo: es en ese sector masculino donde los usuarios (masculinos) deben orinar, con los ojos situados a la altura del femenino (pero mirando hacia la ciudad de abajo). Las implicaciones también se multiplican, pero yo me planto aquí. Sigan jugando ustedes: es una novela jugosa.