11.8.11

Como la seda

Al fin llegó Irse a Madrid a Málaga, y su tortuoso viaje me ha recordado al que había que hacer para irse a Madrid a mediados de los ochenta: en aquel expreso Costa del Sol que se tiraba toda la noche para recorrer la mitad de la península. Siempre pasaba lo mismo: de madrugada ya no podías más, pero el tren llegaba a la siguiente estación y era Linares-Baeza. Todavía Linares-Baeza. La buena noticia para Manuel Jabois es que no es tan fácil salir de la provincia. Aquella primera vez los que nos escapábamos de Málaga éramos dos, mi compañero de Filosofía y de vocación literaria Cristóbal Ruiz y yo. Nos pasamos la noche hablando de Nietzsche, Baudelaire, Rimbaud, los dadaístas, William Beckford, Cioran: queríamos dar en Madrid con una buena nomenclatura iconoclasta. En el compartimento había un señor que nos miraba, y nosotros reforzábamos nuestras alusiones para epatarlo. Por la mañana, cuando el tren llegaba a Madrid y ya aguardábamos en el pasillo con las maletas, prestos para el abordaje, el señor se atrevió a preguntarnos: "¿A qué seminario vais? Porque sois seminaristas, ¿no?". El buen hombre supo ver lo que realmente éramos: clercs. No, no es tan fácil salir de la provincia...

Aunque Jabois, ciertamente, no necesita Madrid para nada. Para que le leamos no, desde luego: porque, además de este libro, está su blog, que es nuestra capital columnística. En cuanto a las vivencias: las que yo buscaba, que eran las de Martín Romaña, a mí no me pasaron en Madrid; pero a Jabois sí le han pasado en Pontevedra. Si hago balance, lo mejor fue cuando en la primera librería pedimos La vida exagerada de Martín Romaña, para que la leyera mi amigo, y el dependiente gritó: "¿Tenemos La vida exagerada, de Martín Romaña?". Aquella súbita corporeización del personaje creó un efecto precioso, que es el que tenemos desde el principio con Irse a Madrid, de Manuel Jabois.

El libro ha sido ya abundantemente comentado (*), por lo que no lo desmenuzaré. Sí quiero destacar lo que me parece más admirable: la calidad de la prosa. Su prodigio podría caracterizarse así: eufonía sin sonajero. Estamos acostumbrados a que se le llame "escribir bien" a los sobrecargados mazacotes que escriben, por tomar un ejemplo de cada lado ideológico, Montero Glez o Juan Manuel de Prada. Esas tiradas prosísticas atiborradas de alfajores. Mérito tienen, desde luego; pero es el esforzado mérito de la bollería pesada. Para mí el canon del "escribir bien" es el que marca una prosa como la de Jabois, que resulta eufónica sin que se note y posee las tres cualidades más corteses: la ligereza, la precisión y la fluidez. Es una prosa que va como la seda, tersa, sin una arruga. Despertando a su paso la sonrisa (y la carcajada), la melancolía, el destello lúcido, el quiebro o la emoción.

Leyendo Irse a Madrid de corrido (y casi corriéndome) he pensado que en él se cumple lo que le pedía Baudelaire a un libro de poemas en prosa: “¿Quién de nosotros, en sus días de ambición, no hubo de soñar el milagro de una prosa poética, musical, sin ritmo y sin rima, flexible y sacudida lo bastante para ceñirse a los movimientos líricos del alma, a las ondulaciones del ensueño, a los sobresaltos de la conciencia?”. El propio Baudelaire lo logró en su Spleen de París. El problema es que pronto pasó por "prosa poética" lo que no era más que una exacerbación del "escribir bien" que mencioné antes, con el resultado de que casi todos los libros de poemas en prosa posteriores han sido indigestos. Irse a Madrid sería un libro de poemas en prosa en el sentido original de Baudelaire: sus textos son poemas preservados por el hecho de que son artículos; son poemas en tanto que son artículos.

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(*) Entre otros, por Arcadi Espada, Elvira Lindo, Txani Rodríguez (hacia el minuto 41), Conde-Duque o Guille Ortiz. (Este último dice la que quizá sea la frase más penetrante sobre Jabois: "Cuando escribe, no está pensando en más consecuencias que las estéticas". Estéticas en el sentido noble, por supuesto: que es el inmoralista.)