2.8.15

Luna de mano y miel con Amarna

Han sido meses de un amor bellísimo, platónico, audiovisual. Un amor perfecto y pornográfico, plenamente cumplido mediante la contemplación y la masturbación. Conocí a Amarna Miller en diciembre y he vivido una auténtica luna de miel. Sin ella. Con ella. No la he necesitado en persona. La he tenido entera, en imagen. Toda para mí, y para todos.

Ahora Amarna ha debutado con un artículo delicioso en Jot Down y fue aquí donde la conocí, en la entrevista que le hizo Kiko Amat. En este tiempo se ha puesto de moda: la ha entrevistado Risto Mejide, la ha entrevistado Javier Gallego, ha publicado el libro Psiconáutica (con prólogo de Nacho Vigalondo y epílogo de Luna Miguel, que ya había escrito sobre uno de sus rodajes porno) y ha terminado saliendo hasta en el Tentaciones. Pero cuando apareció en Jot Down yo no sabía nada de ella, ni había oído nunca su nombre, ni la había visto. Me gustó su cara, me gustó lo que decía. Me gustó que estuviera vestida, me gustó conocer a una actriz porno vestida. Mejor dicho: me gustó ella y me gustó que fuera actriz porno. Porque enseguida podría verla desnuda. Y follando. Podría verla haciendo de todo. Y podría ver su cuerpo al detalle: sus tetas, su coño, su culo. Pero quise esperar. No mucho: unos minutos. Quise imaginarla sin ropa, a partir de las fotos de Alberto Gamazo.

No surgió del vacío: en mis imaginaciones había un dato sensible, como llama Eugenio Trías en su Tratado de la pasión a lo que despierta la pasión. Un dato de resonancias íntimas, sensuales. Yo había estado saliendo hasta unos meses antes con una chica nacida en 1990, como Amarna, y con la piel muy clara, como la de Amarna; y listilla, como Amarna, pero más intelectualizada. Recuerdo la sensación de rejuvenecimiento al principio: haber saltado de mi década, la de 1960, para alunizar tres décadas después, soslayando las de 1970 y 1980. Veinticuatro años era nuestra diferencia. No soy particularmente devoto de la juventud por la juventud, ni siquiera en materia erótica, pero el año 1990 de pronto se me aparecía virgen, como la década que inauguraba. Experimenté una suerte de euforia bautismal.

Así que me demoré un poco antes de buscar vídeos de Amarna por internet. Cuando lo hice, vi desnudo y en acción un cuerpo que yo ya había deseado; según la secuencia –aunque no los plazos– de la vida real. Por eso, y por lo del párrafo anterior, y porque Amarna es un ángel (¡un ángel pornográfico!) me enamoré. Todo me hizo gracia en ella (mejor dicho: todo lo de ella me cayó en gracia) y todos sus gestos me encantaron. Me pasó lo que dice Borges del amor: que “nos deja ver a los otros como los ve la divinidad”. Y recordé lo de Italo Calvino sobre la esquiadora de un cuento de Los amores difíciles: “Este era el milagro de ella: el escoger en cada instante, en el caos de los mil movimientos posibles, aquel y solo aquel que era justo y límpido y leve y necesario, aquel y solo aquel que, entre los mil gestos perdidos, contaba”.

Percibir de esa manera filmaciones pornográficas fue un regalo inesperado, que recibí con fruición. Era el famoso sexo con amor, al cabo: sexo masturbatorio con amor). La carne (la “carne de píxel”, como acuñó Fernández Mallo) potenciada. Mirar con embeleso (¡activo!) películas guarras me instaló en la felicidad: era tener a la mano (literalmente) el objeto del deseo y su satisfacción. Yo era uno de los solteros de Duchamp pero sin tortura: realizado. La novia estaba “puesta al desnudo” en mil vídeos. Y en los que empezaba vestida iba pronto a desnudarse. De pronto me pareció una delicia su costumbre de bajarle los pantalones a aquel con el que estuviese y se pusiera a chuparle la polla. Que se metiera en un taxi y supiéramos cómo iba a acabar la cosa. Que fuese a alquilar un apartamento y terminase copulando con el casero en el parqué. Que se viese a solas con otra chica en una sala con sofá y al rato se hallase comiéndole el coño... Había como una recurrencia jocosa de cine cómico: sea como sea, esta va a acabar en pelotas y follando. Era una musa sexual, que iba a lo que iba. Y eso le daba chispa al mundo.

El sexo de Amarna no es sórdido, sino luminoso. En las actrices y en los actores porno suele haber un fondo de sordidez, que tiene que ver sobre todo con una actitud mecánica en la se trasluce el frío, la seriedad, la obligación. Se incurre en el sexo como algo pomposo: un entramado automático al que se le superponen contorsiones y caritas que, por muchas muecas que hagan, no dejan de resultar hieráticas. Funciona, por supuesto, pero ahí se queda. Con Amarna, por el contrario, se produce el prodigio de la naturalidad: hay falta de gravedad, ligereza, alegría. Representa un disfrute paradisiaco de la carne, que se mantiene –y aquí el prodigio es aún mayor– hasta en las escenas de masoquismo (ella misma lo ha explicado). Una carne que se manifiesta en su condición de materia, de materia viva, con sus granitos y sus rugosidades, que hacen que ese cuerpo resulte adorable y encantador; veraz. Seguir a Amarna por Twitter es un festín: aparte de por ver por dónde anda, qué lee, qué come o qué dice, por la espontaneidad con que se muestra desnuda, en sus trabajos o ella sola en casa o en la calle, o con amigos y amigas. Todo ello destila una ética lúdica, de niña que juega, de mujer que no ha dejado de ser niña; siempre con la sonrisa y esa mirada curiosa, abierta a las travesuras. En su libro y en algunos posts de su blog, Amarna ha hablado de un mundo interior oscuro y de complejos adolescentes; por eso su luz es una conquista de ella. Quizá de aquí venga el regocijo que transmite. Podría ser la victoriosa de la canción de Ivan Lins. Sus vídeos y sus fotos son un canto al nietzscheano “sentido de la tierra”; componen un frontispicio del placer.

Lo comparé con la experiencia amorosa habitual y sus penalidades; la frustración de muchas horas; los roces, las peleas, el carrusel melodramático. Frente a ello, qué limpio amar a Amarna. Sin el amor de ella, sin comprometerme. Y qué limpio vivir esta situación con plenitud, como en el soneto de Borges a Spinoza: “El más pródigo amor le fue otorgado, / el amor que no espera ser amado”. Un amor incesante, sin desamor posible. San Juan de la Cruz dice de “la dolencia de amor” que “no se cura / sino con la presencia y la figura”. Pero en el amor a Amarna no puede darse la dolencia, porque su figura está siempre, y es una figura con poder de presencia. Por su naturaleza audiovisual, se consuma en sí. Recoge evocaciones, como he dicho arriba, y mueve la imaginación: pero es una figura completa.

En relación con otras actrices de las que me he enamoriscado en películas que no eran pornográficas –en películas de Eric Rohmer, por ejemplo, o en clásicos de Hollywood–, la diferencia es la misma que la de haberse acostado o no con una chica. Las actrices “normales” son como esas novias o amigas con las que no te has acostado: queda un secreto con ellas, una insatisfacción; un conocimiento imperfecto. Con una actriz porno, en cambio, la sensación es la de haber llegado hasta el final. Mi percepción con Amarna era la de haber tenido con ella una intimidad absoluta. No echaba de menos nada, mis recuerdos eran calientes. Mi memoria, mi representación mental, estaba satisfecha.

Pensé en lo que sería disponer de un repertorio audiovisual así de otras amadas ausentes. Un archivo de presencias, para atenuar nostalgias.

Precisamente, a esas otras amadas habría sido terrible verlas en su momento en escenas pornográficas que me excluyeran. Los celos habrían sido dolorosos (con el inevitable componente mórbido, quizá de acicate). Pero con Amarna esta amenaza, esta sombra, estaba resuelta desde el principio: mi amor se había formado a partir de la visión de ella con otros hombres, y con mujeres. Las pollas ajenas estaban presentes de pronto como elemento sentimental. Ella con otros, y yo sin celos, feliz. Me había acostumbrado a su vida sexual múltiple. La mía consistía en asomarme de vez en cuando, y proceder por mi cuenta. Un amor maduro con plasmación adolescente.

Un tiempo después de que yo empezara a seguirla en Twitter, y por las exaltaciones mías que otros le rebotaban, no sin coña (¡yo también les ponía un poco de coña!), Amarna empezó a seguirme a mí. Nos hemos cruzado algunos favoritos y algunas frases. En la Feria del Libro de Madrid una amiga fue a que me dedicara su libro, y me lo dedicó muy cariñosamente. Pero estos contactos iban por otro carril. Me daban alegría, pero mi amor era el de la pantalla. Como persona me caía –me cae– muy bien, pero nunca he tenido realmente interés por conocerla. No lo he necesitado. Sí he pensado en lo que sería tener una novia como ella. Al principio, cuando leí la entrevista de Jot Down, me dije que tendría que ser engorroso para los padres. Pero yo mismo, con la costumbre, he ido aceptando su trabajo. Creo que no me importaría. En ella se da, por otra parte, lo que yo más admiro, lo que más celebro: el espectáculo de una mujer libre.

Si se me presentara la ocasión de acostarme con ella, lo haría, claro, porque me gusta mucho. Pero no sé muy bien cómo se daría. Hace ya varias generaciones que, en la vida de los individuos, los primeros encuentros sexuales con cuerpos de verdad se producen bajo una montaña de experiencias pornográficas previas; eso hace que tales encuentros sean torpes, sepan a poco y resulten decepcionantes. ¿Cómo sería un encuentro con el mismo cuerpo que se ha conocido por la pornografía? ¿Habría distorsión, un eco, un efecto estereoscópico? ¿Se presentaría el cuerpo real como una sombra del audiovisual? ¿Se produciría una potenciación o una merma? A falta de haberlo vivido, yo creo que, a estas alturas, sería un encuentro más: placentero pero sin que la magia estuviese garantizada.

Por otra parte, mi pasión se ha aplacado. Por eso he preferido utilizar el pasado en esta recreación. En mi cabeza, eso sí, resuena la alegría. Guardo un álbum intenso y algo cursi de mi luna de miel con Amarna: de mi luna de mano y miel.

[Publicado en Jot Down]