29.10.15

El desprecio

No se insistirá lo suficiente: lo que los nacionalistas catalanes presentan como una confrontación entre “Cataluña” y “España” es, antes que nada, una confrontación de ellos con los catalanes que no son nacionalistas. Estos son su obstáculo principal, los que les enturbian el mapa uniformizador de esa nación que tienen en la cabeza y pretenden imponer. El instrumento que los nacionalistas usan, para neutralizarlos, es la extranjerización; de momento semántica, después ya se verá.

Cuando Carme Forcadell fue designada por los suyos para que presidiera el parlamento catalán, declaró: “Intentaré que sea el Parlament de todos”. De todos los catalanes, se sobreentiende. Pero su discurso tras la proclamación fue partidista, sectario, excluyente: o mintió cuando dijo “todos”, o en ese “todos” no incluye a los no nacionalistas (que no estarían, pues, en ese “todos los catalanes” sobreentendido). A mí me parece que es lo segundo. No necesariamente de un modo deliberado, sino como formando parte del pack de la mentalidad nacionalista; una de cuyas inercias es el desprecio por los otros.

Una vez que se ha colocado a una Tejera como Landelina Lavilla del Parlament, no cabía sino proceder a un golpe de Estado desde dentro, con paripé institucional. Tras la constitución del parlamento y el selfie de los independentistas (al que Félix Ovejero puso como pie de foto: “Adolescentes jugando con explosivos”), Junts pel Sí y la CUP emitieron el documento para la independencia, sus “¡quieto todo el mundo!” y “¡se sienten, coño!” particulares. Otra muestra de desprecio, esta aún más seria, hacia la mitad del electorado catalán. Aunque no es cuestión de número: el desprecio es a la democracia misma.

Recuérdalo tú y recuérdalo a otros (por emplear la fórmula de Luis Cernuda): los nacionalistas le están haciendo esto a un Estado democrático. Y sin ninguna “razón”. Es decir, sin ningún motivo “real”: que tenga que ver con la vida práctica de los ciudadanos, ni sus derechos, ni sus libertades.

No deja de llamarme la atención nuestro lastre franquista. Tan poderoso, o tan puñetero, que se da hoy más entre quienes utilizan el antifranquismo como coartada. Tomar un cargo institucional que debería ser imparcial, como el de la presidencia del Parlament, como ariete ideológico es franquismo puro. Como lo son esas consideraciones que esgrimen los de Podemos, y algunos socialistas, acerca de que con otro presidente que no fuera Rajoy “los catalanes querrían quedarse en España”. Esa incapacidad para separar el cargo institucional, democrático, que representa a todos, del comisario político. Ese desprecio, de fondo, por la democracia. La formal, por supuesto.

* * *
En El Español.

27.10.15

Cuestionario sobre Cataluña

Estas son mis respuestas al cuestionario que prepararon Paula F. Bobadilla y Cristian Campos para el libro Y si Cataluña rompe España, ¿qué?, editado por Toreo de Salón. El cuestionario lo respondí el 30 de agosto de este 2015.

1. ¿España roba a los catalanes más de lo que roba al resto de los españoles? ¿Debe tener límites la solidaridad de los catalanes con el resto de los españoles?
La primera pregunta es un ejemplo (un síntoma) de cómo los nacionalistas empiezan por conquistar pequeños territorios retóricos. Sueltan un mantra, como el de “Espanya ens roba”, y este se pone a circular como si fuese algo serio, como si fuese algo que hubiera que tomarse en serio. Yo lo único que voy a decir es que el verbo “robar” a quien me evoca es al inspirador de Ubú President (y a su prole), que montaba en la realidad un espectáculo mucho más salvaje que el de Boadella en el teatro. En cuanto a lo de la solidaridad: sus límites, como en todo, han de ser los de la razón. O sea, que no los pueden poner los nacionalistas.

2. ¿Es viable social, política, cultural y económicamente una Cataluña independiente?
Supongo que sí, tras el sacrificio de varias generaciones y tras un considerable trauma o desgarrón. Al término quedaría una Cataluña más pobre y pequeña en todos los sentidos, en justa correspondencia con la mentalidad pobre y pequeña de los propugnadores de la independencia.

3. ¿Es viable social, política, cultural y económicamente una España sin Cataluña?
Sí lo sería, pero con el lastre de un gran empobrecimiento. Incluido el empobrecimiento cultural. A diferencia de lo que sucedería dentro de Cataluña, sin embargo, no habría desgarro interior. Habría trastorno por la amputación, y quizá una relación conflictiva, deprimente, con el “miembro fantasma” (puede que acusáramos una ola noventayochista, y quizá el resurgimiento de un cierto nacionalismo español coñazo, no lo sé); pero el trauma en el resto de España (en lo que quedara de España) sería mucho menor que el que tendría lugar dentro de la propia Cataluña.

4. ¿A usted le importaría que el idioma catalán desapareciera? ¿Por qué?
A mí personalmente el idioma catalán me da igual. No siempre fue así. Quise aprenderlo en su día, porque me aficioné a los poetas catalanes (que leía en ediciones bilingües: de Foix, Brossa, Ferrater, Gimferrer...), y hasta me compré una gramática; pero tras el tostonazo nacionalista, ya paso. Antes he dicho que me da igual, pero voy a decir la verdad: lo he aborrecido (y me he resistido a decir esa verdad porque también es incómoda para mí). Si yo fuese legislador y tuviese responsabilidades políticas, ya me cuidaría de que en mis actuaciones no interfirieran mis problemas actuales con el catalán: me comportaría con altura de miras y los catalanohablantes no tendrían nada que temer conmigo. Pero desde un punto de vista estrictamente personal me limito a constatar mi aborrecimiento en este instante (quizá remita en el futuro: no hago de ello cuestión personal, ni mucho menos; ya digo, es un aborrecimiento que me incomoda, pero que está: me lo han fabricado los nacionalistas).

5. ¿Y si el que desapareciera fuera el idioma español?
Me produciría melancolía, porque es mi lengua. Pero es una melancolía impepinable: la lengua española desaparecerá, como todas las lenguas y como todo. También desaparecieron el imperio romano y el latín. Todas las cosas son entramados provisionales.

6. ¿Y por qué no debería permitirse que los catalanes se independizaran si así lo desean mayoritariamente?
A lo mejor precisamente porque no hay que aceptar esa primacía del “deseo” sobre la ley de un Estado democrático. Un “deseo” que, en este caso, no es espontáneo: sino estimulado, adoctrinado, fundado en delirios y tergiversaciones, en pasiones tristes y en resentimiento. De todas formas, confieso que aquí tengo un conflicto. Si esa mayoría fuese abrumadora, fuese cual fuese la causa, y por muy irracional y malintencionada que hubiese sido, no sé qué se podría hacer en contra... Habría que resignarse, supongo. (Aunque hoy por hoy no está seguro que vaya a haber una mayoría, y mucho menos “abrumadora”).

7. ¿A usted le gusta España? Suponiendo que se le permitiera vivir con su mismo nivel de vida actual en cualquier país del mundo, ¿escogería España?
España no me gusta: me resigno a ella, porque es lo que hay. Este es el momento de decir que a mí el principio fundamental de los independentistas me parece acertado: “la solución estaría en salirse de España”. El problema es que no se puede: es un simple problema de realidad. Curiosamente, es España la que se ha salido un poco de España (de su tradición nefasta) a partir de la Transición, en que ha vivido democráticamente y, dicho sea de paso, con una gran relajación patriótica; la excepción a esto último han sido los territorios dominados por los nacionalistas, en que la monserga patriótica se mantuvo, solo que cambiando de adscripción. Y son los nacionalistas justamente los que representan hoy el detestable ceporrismo histórico español. Yo detesto a los nacionalistas en tanto que encarnan, hoy, ese ceporrismo que durante el franquismo representaban los franquistas. Ese, exactamente ese, es su lugar. (En cuanto a mí, todo lo que no sea vivir en Brasil, en Río de Janeiro, es un error. En España vivo, pues, en el error).

8. ¿Por qué debería creerme que en una Cataluña independiente se respetarían los derechos de los españoles si en la Cataluña dependiente se ha multado a comerciantes por rotular su negocio en español?
No sé qué pasaría. En principio, dudo que en la Europa actual puedan conculcarse derechos gravemente (la historia no invita al optimismo, pero en fin, hoy por hoy no lo veo). Lo que sí sé es el material deleznable del que está hecha la mentalidad nacionalista: odio, oscurantismo, cortedad de miras, miseria espiritual, miedo. El historiador John Lukacs escribió a propósito del ascenso de Hitler en Alemania (lo siento, pero cuando se habla de nacionalismo hay que hablar de Hitler, aunque pasemos por marionetas de Godwin): “Cuando el nacionalismo sustituyó a las versiones antiguas del patriotismo (todo patriota tiene algo de nacionalista, pero pocos nacionalistas son verdaderos patriotas), se buscó enemigos entre los conciudadanos”. El nacionalismo no es tanto una máquina de fastidiar al extranjero como de fastidiar al vecino no nacionalista (extranjerizándolo).

9. ¿Es España algo más que un ente administrativo puramente instrumental? ¿Qué, en concreto? ¿Lo es Cataluña?
España es un resultado histórico. No sé qué más decir. Me superan las “metafísicas” sobre las naciones. (Y Cataluña es otro resultado histórico dentro del anterior resultado histórico).

10. Los catalanes quieren emigrar de España pero sin moverse del sitio y sin soportar ninguna de las incomodidades asociadas a una ruptura traumática con su país actual. Rebátalo.
Rebato ese empleo abusivo de “los catalanes”. Yo restrinjo la afirmación a los “nacionalistas (independentistas) catalanes”. Aplicado a ellos, lo que dice la pregunta es justo la prueba de que el nacionalismo es un delirio de huida de la realidad. “España” es para ellos solo una excusa (la que tienen a mano) para huir de la realidad. Algo muy español por otra parte. Los nacionalistas –como vengo sosteniendo– tienen un plus de españolidad (¡y aquí sí incurro en metafísicas, pero es por joder!). Si los españoles, digamos, están alejados un paso de la realidad, entonces los españoles que además son nacionalistas están alejados dos pasos: el propio de los españoles y el suyo añadido de nacionalistas. Recuerdo, por ejemplo, una manifestación en Cataluña contra los precios en una autopista de peaje en la que los manifestantes llevaban la estelada: como si en la Cataluña independiente las cosas no se tuvieran que pagar. Ese y no otro es el sueño: Jauja.

11. ¿En qué cambiaría su vida si Cataluña se independizara? ¿Adoptaría algún tipo de decisión personal (por ejemplo mudarse o boicotear los productos catalanes o españoles)?
Bueno, sobre lo de los boicots yo propuse en Twitter uno a la japonesa: inflarnos a consumir productos catalanes para multiplicar los “lazos económicos”, o sea, para que se hiciera patente el dinero que iban a perder con la independencia... Bromas aparte, mi vida cambiaría supongo que en el empobrecimiento general que nos afectaría a todos. Supongo también que me llevaría algún berrinche por el modo tan estúpido por el que se habría llegado a eso. Pero nada más. Mis sentimentalidades van por otro camino. (Sí se me ocurre, por cierto, un posible efecto positivo: el advenimiento de una melancolía austrohúngara, de más empaque que la noventayochista, que a lo mejor nos hacía más desconfiados de la historia, más espabilados, más prácticos y más recios).

12. ¿Qué diferencia hay entre un nacionalista y un patriota?
En la cita de John Lukacs que puse en la pregunta 8 se ve que este distingue entre ambos; otra de sus ideas es que el nacionalismo es agresivo mientras que el patriotismo es defensivo. Yo propondría esta definición: el nacionalismo es una ideología que pretende reducir la realidad de un país a una idea abstracta, esforzándose por que la realidad de ese país encaje en esa idea abstracta (y entrando en conflicto con todo lo que se interpone en el camino de esa abstracción); el patriotismo, en cambio, sería la lealtad al país real, tal y como es (si acaso, con el propósito de mejorarlo, pero por los cauces de la realidad). La Cataluña de los nacionalistas, pues, no es la Cataluña real, sino el aberrante parque temático de la “catalanidad” que ellos tienen en la cabeza.

13. Los que por inmovilismo se opusieron en su momento a la Constitución se han convertido ahora en sus principales defensores, también por inmovilismo. Rebátalo.
Bueno, para ser tan “inmovilistas” parece que se mueven demasiado... No entro en esa retórica: a mí las evoluciones me parecen bien si son en la buena dirección. Y también me parece bien quedarse en un sitio si se trata de un buen sitio. La Constitución de 1978 me sigue pareciendo un buen sitio: no tanto en sí mismo, sino por comparación con el sitio al que quieren llevarnos los que se oponen a ella. Digámoslo claramente: ni uno solo de nuestros problemas en estos treinta y siete años se deben a artículos de la Constitución que se hayan respetado.

14. ¿Qué argumento contrario a su punto de vista sobre la independencia se ve incapaz de refutar racionalmente?
El que manifesté en la pregunta 6. La soberanía es “de todos los españoles”... pero si una mayoría abrumadora de catalanes quiere independizarse, no sé qué se podría hacer en contra. A efectos prácticos y a estas alturas. (Antes se podría haber sido más astuto, más listo, menos entreguista; aunque esto ha sido también hermoso a su manera: simplemente se confió en unos tipos –los nacionalistas– que resultaron patanes y traicioneros).

15. ¿Por qué provoca más rechazo la renuncia de una persona a una convención administrativa (la nacionalidad) que la renuncia de esa misma persona a su realidad biológica (su sexo)?
Es una pregunta torticera. No sé qué tiene que ver una cosa con la otra, ni siquiera en términos de “rechazo”. Yo, de hecho, con mi detestación del independentismo no estoy rechazando que se renuncie a una convención administrativa, sino justo lo contrario: rechazo todo el adoctrinamiento, toda la tergiversación de la historia, toda la soflama patriótica (no de carácter administrativo, sino metafísico: estrictamente falangista) que hay detrás de esa actitud. El independentismo en sí me parece algo neutro: puede ser racional o irracional, según. Pero hoy en día el independentismo solo se da con el nacionalismo, que es irracional. De ahí mi rechazo.

16. En el hipotético caso de que el gobierno de la Generalitat declarara la independencia, ¿cómo cree que debería responder el Gobierno Central? Sea concreto.
No lo sé. Solo se me ocurre: aplicar la ley... si se puede.

17. ¿En qué se diferencia un español de un catalán?
¡Otra vez el juego de las nacionalidades y las denominaciones genéricas! Pero venga, entraré en el juego: hoy por hoy “un español” es alguien que, a diferencia de lo que ocurría en el franquismo, tiene menos probabilidades de padecer la tara nacionalista que “un catalán”.

18. ¿Pueden los catalanes tomar de forma autónoma una decisión que afecte de forma sensible al resto de los españoles? ¿Por qué?
Pues mire, esa sería una buena razón para desatascarme a mí mismo con respecto a lo planteado en las preguntas 6 y 14: ellos estarían decidiendo sobre algo que me afecta a mí también, y de manera considerable.

19. ¿La de 1714 fue una guerra de sucesión o de secesión? ¿Y por qué debería importarnos en 2015?
Me he asomado solo un poco al asunto, y siempre que lo he hecho lo que se ve es: a) la complejidad de la historia; y b) la simplificación que se hace de ella. Si en 2015 importa 1714 es por esa simplificación que se hace en 2015. Pasa lo mismo que con la Guerra Civil, que los nacionalistas (tan franquistas ellos, y muchos lo fueron literalmente) presentan como una guerra de “los catalanes” contra “los españoles”. Un coñazo.

20. ¿Son los problemas de los catalanes diferentes a los del resto de los españoles? ¿Solucionaría la independencia alguno de esos problemas?
No, los catalanes tienen un problema mucho más grave que el del resto de los españoles: el del nacionalismo. Con la independencia no sé qué pasaría. En principio, a los nacionalistas (insisto: hablo siempre de los nacionalistas, no de “los catalanes”) se les cerraría la gran fuente de su victimismo... pero ya se inventarían algo. Plastas sin fin.

26.10.15

Argentinismos

Todas las elecciones tienen algo de guiñol, pero las presidenciales argentinas de este 25 de octubre son para mí de guiñol absoluto. A los candidatos los conocí por las imitaciones que hacen en el programa Periodismo Para Todos, de Jorge Lanata. Solo después de haberme carcajeado muchas veces con la versión humorística de Daniel Scioli, Mauricio Macri y Sergio Massa, vi a los políticos reales, que me parecieron faltos de realidad: menesterosos reflejos de sus imitadores.

Quienes me conocen saben que desde hace unos años me refugio de los problemas de España en los de Argentina. No es que me alegre de la desgracia ajena (ni Argentina ni el resto de países latinoamericanos me son, por otra parte, ajenos), sino que, por la distancia, los problemas de allí me asfixian menos que los de aquí. Confieso que incide el que parezca que allí las cosas están peor, por lo que, al comparar, aquí parece que están mejor. Aunque últimamente las percepciones se van equiparando: no por mejoramiento de Argentina sino por empeoramiento de España (empeoramiento también retrospectivo, por las corrupciones pasadas que hoy salen a la luz).

Mi mirada, por lo demás, ante todo es la de Lanata. Para ser sincero, no me he aficionado a la realidad argentina, sino a cómo la cuenta (y a lo que de ella cuenta) Lanata. A los argentinos que me cruzo por España (o por Twitter) les pregunto siempre por Lanata, y en ninguno he hallado una adhesión tan grande como la mía. Tienden a respetarlo, con frecuencia más que a sus contrarios; pero lo ven metido también en el fangal. Quizá sea la única manera de ser un actor en aquel panorama.

Lo cierto es que a Lanata me lo creo. Su Argentina la considero plausible. No puedo comparar su discurso con el referente, porque desconozco esa realidad, pero sí con los demás discursos. Empezando por el de la presidenta Cristina Kirchner, quien sí que consigue empatar al menos con su imitadora. Pero quizá en esta percepción mía haya influido que a ella sí la conocía de antes. (Creo que fue el propio Lanata el que dijo en la Ser, cuando Kirchner ganó con un 54% las presidenciales de 2011, que el titular sería: “54% de bótox”).

Pensando en España, me imagino cómo sería votar el 20 de diciembre si a los candidatos los hubiéramos conocido antes por su caricatura. Mejor dicho: no logro imaginármelo. No logro imaginar que en nuestra consideración fuesen muy distintos. Aunque sin duda, por contagio, nos resultarían más graciosos.

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En El Español.

23.10.15

Considerando

Ayer estuve en la radio, en el programa Considerando de Radio 4G Málaga. (Dentro hice dos fotos). A partir del minuto 34:55.

22.10.15

¡Ea, españoles!

Este tiempo español complicado es también propicio para las emociones civiles. Vale decir también patrióticas, dándole a la palabra un acento civil; es decir, crítico e ilustrado. Después de todo, así ha sido históricamente el patriotismo español cuando ha sido eso y no patrioterismo. Un patriotero resulta menos patriota que nacionalista: más que por la patria real, siempre compleja y con defectos, el nacionalista se mueve por una abstracción puritana, mutiladora.

El nacionalismo podría definirse, de hecho, como patriotismo sin autocrítica. Lo recordaba el domingo Ignacio Martínez de Pisón en el acto que Societat Civil Catalana organizó en Barcelona bajo el lema de “La España que nos une”. Hubo otros buenos discursos, como el de Rafael Arenas y Joaquim Coll, presidente y vicepresidente de SCC, o el de Núria Amat. Pero el que me emocionó, el que me ha emocionado al verlo en vídeo, porque no estuve allí, ha sido el de Juan Claudio de Ramón.

De Ramón es un amigo reciente, más joven que yo, muy joven, que ha estado destinado unos años en Ottawa como diplomático (nuestra comunicación ha sido por internet) y hace un par de meses se incorporó a su nuevo destino: Roma. Suele escribir artículos de carácter cultural en Jot Down y reflexiones sensatas sobre la cuestión catalana en El País. El domingo se levantó temprano, tomó un avión de Roma a Barcelona, asistió al acto de SCC y por la tarde regresó.

En persona solo lo he visto una vez, de momento, en una inolvidable cena que Manuel Arias Maldonado y yo tuvimos con él en abril, en Málaga. Venía de Ronda, donde estaba asistiendo a un congreso, con un libro de Rilke de regalo. Además del afecto personal, de las complicidades, de la estupenda conversación y las risas, encontré en él a un verdadero servidor público, aunque la expresión suene rimbombante. Quizá me llamó la atención porque no estoy acostumbrado a tratar con ese tipo de gente.

No sé cuántos hay como él, pero no creo que muchos. Al país le iría bien si la clase dirigente –en un sentido anglosajón– la compusieran personas así: formadas, cultas, sensibles, capaces y sensatas.

De su discurso del domingo me emociona sobre todo la limpieza. Su manera de hablar de España sin complejos y sin énfasis. Con una naturalidad extremadamente civilizada. La lucidez con que disecciona el nacionalismo. El toque tímido pero firme. La convicción pudorosa, por tener que estar defendiendo los rudimentos de la libertad política y de la convivencia a estas alturas. Y la gracia con que termina: “Así que ¡ea, españoles!, defendamos nuestro estado democrático y el país que nos une”.

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En El Español.

19.10.15

Degenerando

Que Pedro Sánchez va como almodovariana vaca sin cencerro lo prueba el que haya llamado a Irene Lozano para regenerar el PSOE. Rajoy ha dicho que se trata de una ocurrencia y, aunque lo haya dicho Rajoy, es verdad. Se conoce que Sánchez no anda muy al día en cuestiones de regeneración, porque ha ido a llamar justo a la degeneradora de nuestro regeneracionismo. Los que veníamos votando a UPyD dejamos de hacerlo después del artículo de Lozano contra Sosa Wagner en El Mundo, aquel “Querido Paco” con que empezaron las rebajas para el partido. Catorce meses después, UPyD es irrelevante.

Mientras su partido se hundía, Lozano no se quedó quieta: empezó a subirse por las paredes a ver si escapaba del naufragio. De luchar contra el pacto con Ciudadanos, pasó a promoverlo. De ser la escudera (¡la esbirra!) de Rosa Díez, pasó a atacarla. Su trayectoria en este último año ha sido la de un sismógrafo en día de terremoto. Ahora, antes del último glub de UPyD, que será el 20 de diciembre, ha logrado saltar a la lista del PSOE. Otra legislatura asegurada. Lo de Lozano, desde una óptica darwinista, es admirable. Necesitaríamos políticos ocupados en salvar España con un diez por ciento del denuedo con que Lozano se ha salvado a sí misma.

Pero dejemos este espectáculo glorioso de trepismo en el escaparate (un trepismo limpio después de todo, con trazabilidad) para mirar alrededor. Resulta entrañable que el PSOE necesite a alguien de fuera para que lo regenere, como esos ludópatas que dan su nombre para que no los dejen entrar en el casino. Aunque al menos eso es síntoma de que sabe que hay un problema. Peor autopercepción tiene el PP, que ni siquiera reconoce su ludopatía. “No vamos a fichar a nadie para que nos regenere”, ha proclamado Rajoy. Le ha faltado añadir: “No vaya a ser que lo consiga”.

Lo más inquietante, con todo, ha sido la reacción del PSOE andaluz. Más allá de la guerra de Susana Díaz con Pedro Sánchez, en la que Lozano ha pasado a ser munición, llama la atención la retórica: con mentalidad de régimen (no olvidemos que en esta legislatura andaluza los socialistas cumplirán un franquismo en el poder), Juan Cornejo, secretario de organización del PSOE de Andalucía, ha calificado de “insultos” las críticas antiguas de Lozano; y de “insultos” no ya a su partido, sino a “los andaluces”. Siendo así que las críticas de Lozano eran bastante acertadas (eso pensábamos los andaluces que votábamos a UPyD y que no nos sentíamos insultados sino representados), cabe temer que en Andalucía –pese al pacto con Ciudadanos: su papelón se ha incrementado ahora– la cosa siga degenerando.

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En El Español.

15.10.15

El salto de la rana

Creo que fue Fernando Savater el que dijo –en esa celebración alegre de la heterodoxia que es Perdonadme, ortodoxos – que hay heterodoxias cargantes que nos hacen añorar la ortodoxia. Ponía como ejemplo a Manuel Benítez, El Cordobés, cuyo dinámico “salto de la rana” en las plazas de toros de los sesenta le hacía suspirar al aficionado por el purismo más estático. En la sociedad pop, en efecto, la opresión suele venir con más frecuencia de las heterodoxias aparatosas y consentidas que de las ortodoxias rutinarias. Resulta más fácil eludir a estas últimas que a las otras.

Durante la retransmisión del desfile del 12 de octubre, nuestros heterodoxos más previsibles se adornaban recitando, ortodoxamente, la canción de Brassens (en la versión de Paco Ibáñez): “la música militar nunca me supo levantar”. Lo cierto es que a mí tampoco; aunque no presumo de ello, porque no tiene mérito alguno: nadie me ha obligado jamás a levantarme con ella. Cuando vivía en Madrid, el 12 de octubre lo notaba por el estruendo de los aviones que sobrevolaban la ciudad. Daba cierta euforia sentir el cielo movidito; y luego me iba a pasear por otra zona, o me quedaba en casa, y ya estaba solucionado el día. Me gustaba, eso sí, que si ponía la tele estuviese lo que tenía que estar. Y ver luego en el informativo las imágenes normales.

Que en un país se haga lo que se hace en todos los países es (por definición) lo normal. Celebrar la fiesta nacional es lo normal. Y cuando la nación en cuestión es una democracia, en la que además el nacionalismo no impera –como por fortuna no impera en la España de hoy, por más que intenten fabricarlo las Españitas, donde sí impera–, el acto no deja de resultar dulcemente decorativo: un evento para las autoridades (que sí tienen la obligación, por todos nosotros) y para los aficionados. Un acto, propiamente, de normalidad democrática. Institucional.

Lo cargante es el salto de la rana de los que, teniendo la obligación (insisto: por todos nosotros, por nuestro Estado de derecho), se la saltan. Esas ausencias de Mas, Urkullu, Barkos e Iglesias, o las salidas de tono de Colau y el Kichi, que quedaron como el coro del estólido Willy Toledo. Detecto en todos ellos un espíritu más opresivo y marcial que en los soldados que desfilaron el lunes. Al ir cada uno por su senda estrambótica, “cargados de razón” por encima (o por debajo) de las instituciones democráticas y sus leyes, no hacen sino prolongar la historia de España que dicen detestar. El consenso de 1978 sigue siendo nuestra gran novedad civilizatoria. Esto es lo que se celebró el 12 de octubre, y lo que se volverá a celebrar el 6 de diciembre. Con la ortodoxa ausencia de nuestros torerillos.

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En El Español.

12.10.15

Arrimadas y el nacionalismo pijoaparte

La belleza y la razón van cada una por un camino. Pero cuando se juntan: ¡qué gustazo! Ahora en Cataluña, en España, tenemos a Inés Arrimadas. Con ella estamos casi en Grecia, en la Grecia de las diosas. Justo hoy he leído en Proust: “Desde que ya no existe el Olimpo, sus habitantes viven en la tierra”. Así Arrimadas.

Es tan guapa, que su presidente en Ciudadanos de pronto se ha vuelto mate. Albert Rivera resplandece en las encuestas, pero al lado de Arrimadas se ha afeado un poco desde la última noche electoral. Del mismo modo que a uno de los hermanos Calatrava se le llamaba “el guapo”, siendo feísimo, solo porque el otro era más feo aún. La belleza es una relación.

¿Y a quiénes tiene enfrente doña Inés? A los palurdos del nacionalismo, esos Pacos Martínez Soria de la estelada. De repente Arrimadas es la sueca en el país de los Landas. El nacionalismo ha tenido el efecto de convertir nuestra región más europeizante, aquella que nos indicaba la salida hacia Francia e Italia (es decir, cómo desde España se podía ser también francés e italiano), en la reserva carpetovetónica de la península. Los nacionalistas pueden hacer verdad que “África” empiece en los Pirineos; y que más al sur y al oeste, pasando el Ebro, se regrese a la Europa constitucional.

Qué tiempos aquellos en que la guapa era Teresa, Teresa Serrat, la burguesita barcelonesa de la novela de Marsé, a la que el Pijoaparte, oriundo de Ronda, perseguía. Hoy es la charnega Arrimadas, catalana de Jerez, la que está en su situación, pero con el nacionalismo pijoaparte no solo no persiguiéndola sino despreciándola. (A excepción de su pareja convergente: pero una golondrina no hace verano, y menos en las espesuras del oscurantismo). Por fortuna, no toda Cataluña es nacionalista, por más que la que sí lo es se empeñe en apropiársela entera, por reducción.

Hay al menos, sí, dos Cataluñas. En una está Arrimadas con su ilustración, con su formación, con su discurso limpio, con su encanto; y en la otra esa recua de Tejeros cúrsiles, monjas, chivatos, chantajistas y cantautores, que buscando la salida de España han caído en la España más negra, la del esperpento y los autos de fe.

El último en incorporarse ha sido un Manel Martos (¡editor!), que ha emitido unas fascistadas contra Félix de Azúa y –como me señala José María Albert de Paco– unas gracietas sin gracia sobre un fallido atropello de bici a Eduardo Mendoza. Ambos son catalanes pero da igual: en estricta lógica falangista, si no se adhieren al movimiento nacional son enemigos. Así de feo.

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En El Español.

8.10.15

Mover el esqueleto

Cuando Carlos Floriano dijo en aquel publirreportaje del Partido Popular lo de “quizá nos ha faltado un poquito de piel”, debió haber añadido que por favor no se recurriera a la de Pablo Motos. Nos habríamos ahorrado entonces la presencia de la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría en El Hormiguero. Me he puesto el vídeo para ver el baile y he encontrado algo más embarazoso aún: el tuteo desde el primer momento del presentador, con el consentimiento de la vicepresidenta, que en su agenda tenía esa noche el mostrarse cercana. Don Juan Carlos abdicó, pero dejó atada y bien atada la campechanía. O mejor dicho: la dejó campando a sus anchas (por la piel de toro).

En cuanto al baile, habría estado bien si la vicepresidenta no fuera vicepresidenta: ella misma queda graciosa, pero causa desazón que el poder se ponga discotequero. Reconozco que este final de musical no me lo esperaba. Y no me refiero al del programa, sino al del bipartidismo (y lo que se lleve por delante). Cuando Miquel Iceta se lanzó a bailar en las pasadas elecciones catalanas, la alegría resultaba tragicómica. Bailaba el candidato de un partido que se hundía y que era uno de los mayores responsables del resquebrajamiento institucional; quizá el responsable decisivo. El PSC-PSOE, en vez de esconderse debajo de la cama, se ponía a bailar desinhibidamente. De pronto la socialdemocracia en crisis encontró una manera de superar el crepúsculo de las ideologías y el fin de la historia, todo junto. Mejor embarcarse en el lenguaje no verbal que en un discurso que hace agua.

Al presidente Mariano Rajoy se le acusa de inmovilista, pero gracias a la vicepresidenta sabemos que al menos en la intimidad se mueve: “es un bailongo”. Para soltarse le gusta la música de los ochenta, “pero de la mala, que es la que mejor se baila”. Gracias a esta preferencia, las paredes de Moncloa habrán conocido al fin esa música, porque en los ochenta en cuestión, en que Alfonso Guerra era el pinchadiscos, solo les constaba la de Mahler. El desacople estético, sin embargo, no es ningún problema para Rajoy: si se refugia en la banda sonora de esa década es porque no le evoca a Zapatero ni a Aznar, sobre todo a Aznar. Su baile es en un paraíso sin esa serpiente.

Y así han confluido el PP y el PSOE en la afición de bailar. Lo que no terminaba de cuajar como gran coalición, empieza a visualizarse como gran guateque. Al fin y al cabo, antes de ser cadáver al bipartidismo le quedará siempre mover el esqueleto.

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En El Español.

7.10.15

El adversario del 'seny'

A estas alturas, con la aceleración del delirio independentista en la recta final de la campaña electoral catalana (que más que recta parece montaña rusa), podemos definir el nacionalismo catalán como un proceso de demolición del seny.

Debe de ser fastidioso para un nacionalismo –que, en tanto nacionalismo, es un coágulo de irracionalidad– que la virtud característica de la “nación” que enarbola tenga que ver con la cordura. Solo había dos maneras de salvar el obstáculo: la transacción con la realidad (es decir, con España) o el autoengaño. Mientras estuvo gobernando un político astuto como Jordi Pujol, se impuso el juego de las transacciones (algunas, todo hay que decirlo, en beneficio personal). Una fórmula que parecía la expresión misma del seny. Su problema es que requería habilidad. Con Artur Mas, de avezada torpeza, solo cabía lo más fácil: el autoengaño.

Hace tiempo que no se oye hablar del seny a ningún nacionalista. Esto es sintomático. Pero su empeño en negar la realidad, en afirmar que su locura es razonable, nos hace pensar que aún se consideran henchidos de seny. Han encontrado el método perfecto para acabar con ese obstáculo: demolerlo en la práctica, pero con la conciencia de que actúan de acuerdo con él.

No es de extrañar la agresividad que exhiben contra quienes intentan pincharles la burbuja. Se lo juegan todo en preservarla. Lo más escalofriante es comprobar cuántos hay ya, del president Mas para abajo, que dependen del delirio. Fuera de él no son nada, carecen de lugar. La intensificación del frenesí, hasta los extremos patológicos a que estamos asistiendo (alucinantes en una democracia europea), solo se explica por la desesperación. No tienen ya otra salida que acelerar contra el muro.

Me recuerdan, sobre todo Artur Mas, a Jean-Claude Romand, el hombre sobre el que Emmanuel Carrère escribió El adversario. En un momento dado de su vida mintió y esa mentira le hizo entrar en una vía muerta. Durante veinte años fingió que salía de casa para ir a trabajar. Pero no iba a ningún sitio. Cuando regresaba, su familia pensaba “que venía de otro escenario donde interpretaba un papel distinto, el del hombre importante. Pero no existía otro escenario, no existía otro público ante el cual interpretar otro personaje. Fuera, se encontraba desnudo. Volvía a la ausencia, al vacío, al blanco, que no eran un percance de ruta sino la única experiencia de su vida”. El final de la novela no lo digo. Aunque muchos lo sabrán.

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Escrito el 23.9 y publicado el 29.9 en El Español.