5.9.18

El entusiasmo como trampa

Remedios Zafra. El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital. Barcelona, Anagrama, 2017. 264 pp. 19,9 €.

Al leer sobre la problemática de los creadores o entusiastas actuales en El entusiasmo de Remedios Zafra (Premio Anagrama de Ensayo 2017), me he acordado de un texto que me dejó tocado de jovencito, en los ochenta. En la antología Joven poesía española de la editorial Cátedra (1979), la poética de uno de los antologados, José Luis Jover, consistía en una lista de decenas y decenas de nombres de poetas en ejercicio entonces, al término de la cual decía: “Una sola cosa es cierta. Que somos demasiados”. La conciencia de ser demasiados se ha multiplicado exponencialmente en estas cuatro décadas, debido sobre todo a internet. Y este es uno de los aspectos de los que se ocupa la autora en su libro. Un libro que es de ensayo pero que –intentaré explicarlo luego– puede leerse en parte como una novela. Una novela de tesis.

Remedios Zafra (Zuheros, Córdoba, 1973) es escritora y profesora de Arte, Estudios Visuales, Estudios de Género y Cultura Digital en la Universidad de Sevilla, y de Antropología Social y Cultural en la Uned. Ha publicado, entre otras obras, Netianas. N(h)acer mujer en Internet (Lengua de Trapo, 2005), Un cuarto propio conectado. (Ciber)espacio y (auto)gestión del yo (Fórcola, 2010), (h)adas. Mujeres que crean, programan, ‘prosumen’, teclean (Páginas de Espuma, 2013) y Ojos y Capital (Consonni, 2015). El título nuevo prosigue la línea de investigación de los citados, orientada, como la autora escribe en su página web, hacia el “estudio crítico de la cultura contemporánea, la ciberantropología, la creación y las políticas de la identidad en las redes” y “desde enfoques feministas y antropológicos”.

La idea central de El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital es que el entusiasmo puede ser una trampa para quienes se dedican a tareas culturales (creativas, relacionadas con el ramo o incluso académicas). Al poner tanta pasión en lo que hacen, se tiende a considerar que con el propio trabajo ya están pagados, lo que les hace susceptibles de explotación. Explotación que se cumple y se generaliza en la medida en que son muchos los que suelen aspirar a los trabajos, la situación económica lo propicia y la tecnología lo permite. La autora cuenta en alguna entrevista lo que un jefe le dijo en su día: “Eres tan entusiasta que es imposible no abusar de ti”. Me ha recordado a la tesis de Octavio Paz en Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe: que sor Juana era cómplice de la fe que la condenaba.

En este caso, la fe es en la creación. El libro se desarrolla desde esa premisa. A partir de una frase de Fernando Pessoa, la autora establece esto al principio: “Puede que solo dos estados de ánimo constante hagan que la vida valga la pena ser vivida. Yo diría el noble goce de una pasión creadora o el desamparo de perderla”. Las cursivas son de la autora e indican lo que toma de Pessoa; significativamente, ella pone “pasión creadora” donde el poeta portugués puso “religión”. Para Zafra, la pasión creadora es “esa pasión que punza y arrastra y que nos motiva a anteponer el deseo frente al inmovilismo, el hacer frente al tener, una práctica creativa frente a, por ejemplo, un trabajo alienante, esa sensación que perturba ‘profundamente’ frente a la que resigna o reconforta”.

El progreso les ha permitido a “los pobres” estudiar y crear “allí donde unos mínimos democráticos garanticen la educación pública”. Sin embargo, parecen subsistir los esquemas del pasado acerca de quiénes pueden dedicarse a la creación. Según la autora, “si el poder en Occidente tuviera voz”, pareciera llegarnos el eco de esta frase: “No es bueno que los pobres creen”. En efecto, en su día fueron idealizados los artistas “primero como hombres, y segundo como individuos capaces de vivir al límite y de lindar con el precipicio de la pobreza”. Pero esta opción tenía truco, puesto que la escogían sujetos procedentes de contextos acomodados. A los pobres ni siquiera se les presentaba la posibilidad de “desear crear”. Hoy, gracias a las condiciones mencionadas, son muchos los que lo desean y lo intentan. Pero solo pueden llevarlo a cabo de manera óptima quienes tienen la subsistencia asegurada por otros medios. Hay una criba social, por lo tanto. Fomentada por la concepción de la actividad creativa más como una afición, algo que se hace por gusto, que como un trabajo que deba ser remunerado. A lo que se suma el temor a que “las palabras dinero o sueldo entren en conflicto con la inspiración, que algo ensuciara el mundo abstracto y limpio de la obra, aun cuando está hecha entre detritus y miseria”.

El resultado es la precarización del trabajo creativo, un caso particular –y particularmente agudo– de la precarización general. El grueso del libro lo dedica Zafra a describir y analizar el engranaje endiablado de esta situación, y su efecto en vidas concretas. Para que se visibilice mejor lo último, propone a un personaje, Sibila, afectada por la vivencia de la precariedad en un mundo conectado: “Sibilia es entusiasta y trabajadora. Su nombre es Cristina, María, Ana, Inés, Silvia, Laura..., incluso cuando es Jordi o Manuel, siempre está feminizada. En todos los casos, pongamos que su nombre es Sibila”. Por el uso de este personaje principal, y de otros episódicos como “el hombre fotocopiado”, la señora Spring o el señor Spingel, y por el predomino de lo descriptivo, e incluso de lo narrativo, con momentos líricos y filosóficos, es por lo que el ensayo puede leerse en parte como una novela. La propia autora propicia esta percepción al priorizar lo concreto –con una mirada antropológica y etnográfica– frente a la abstracción de las grandes cifras.

Precisamente una de sus luchas es contra la imposición de lo cuantitativo en el conocimiento. Para Zafra, “la infiltración del mercado en el saber y el viraje capitalista del conocimiento” privilegian una objetividad basada en la cuantificación. Las cosas deben ser traducidas a datos, según una lógica que las simplifica y que prescinde de “aquellos aspectos del pensamiento más complejos, ambiguos, matizados e incluso contradictorios”. Se trata de “una lógica exponencial y performativa que se alimenta de índices de impacto y que se afana por crear valor y cultura académica con ellos”. Los investigadores son precarizados, y su singularidad queda neutralizada “en dinámicas de temporalidad y burocracia en beneficio de una productividad cedida a los rankings”. En las publicaciones importa ante todo el nivel de indexación, por lo que resulta determinante dónde se publica en detrimento de qué se publica. “Bajo la impostura neoliberal de la apariencia –escribe Zafra– conseguir o ‘tener’ determinados números se posiciona sobre ‘ser’ o ‘hacer’ libre y honestamente una investigación, un trabajo reflexivo, una obra creativa”.

El factor decisivo hoy es el de la digitalización: el cambio profundo que en tantas cosas está suponiendo la era digital. Están desapareciendo antiguas dicotomías como las que había entre lo real y lo virtual, lo público y lo privado, la afición y el trabajo o la producción y el consumo. Con respecto a este último par, la autora propone el término ‘prosumo’, que acuñó en su obra (h)adas. Zafra señala con agudeza que esta fusión de la producción y el consumo tiene lugar en el trabajo creativo de un modo equivalente al del trabajo doméstico, otro trabajo no remunerado y tradicionalmente ejercido por mujeres. Lo que vendría a corroborar la idea en que insiste la autora de que la precariedad está en buena medida feminizada.

La sobresaturación de información, la velocidad y la caducidad son otras dimensiones de la precariedad. Todo es transitorio, rápido, inestable. Los trabajadores creativos viven “solos y conectados”, en un aislamiento físico que hace abstracción del cuerpo pero que concede una importancia suprema a la imagen. La visualización es una obsesión existencial, puesto que en el mundo de internet ser es ser visto. Esto provoca que el pago sea muchas veces no en dinero sino en mera visibilidad. Los sujetos aislados deben ir construyendo la marca de su yo, para singularizarse ante los otros sujetos con los que deberán competir por los mismos trabajos precarizados. La escasez de estos trabajos frente a la enorme demanda hace que su consecución se considere en sí misma un triunfo; aunque reporten poco dinero, ningún dinero o incluso haya que pagar por ellos. El propio trabajo es el pago, y si el trabajador creativo va enlazando unos con otros es con la esperanza de que en algún momento podrá salir de la precariedad para crear de una vez en condiciones.

A este aplazamiento perpetuo de la vida dedica Zafra los pasajes más amargos de El entusiasmo: “Esa inconsciente tentación que se convierte en hábito de aplazar la vida a un ‘después de’ (imaginando que la juventud, la salud y la energía estarán siempre). ‘Después de’ esta razón o este impedimento: cuando tenga trabajo de verdad, cuando me vaya de casa, cuando devuelva el préstamo, cuando arregle mis dientes, cuando supere esta crisis, cuando olvide ese amor. Entonces, quizá llegará la vida que permitirá expulsar el aire retenido en la impostura de años. Y por fin decir lo que se piensa, hacer lo que se quiere, vivir como se sueña”. Este aplazamiento perpetuo, o “juventud dilatada”, mientras se va envejeciendo de facto tiene que ver –aunque esto no se menciona en el libro– con la maldición de la Sibila clásica, que pidió la vida eterna pero se le olvidó pedir también la eterna juventud. Por eso la Sibila de la cita inicial de La tierra baldía de T.S. Eliot (la Sibila de Petronio) pide: “Quiero morir”.

Pero Remedios Zafra no llega a ese extremo. Al contrario, propone medidas de resistencia. Su visión es crítica, pero no derrotista. Sugiere la “infiltración de tiempo y espacios vacíos” para “ralentizar la percepción de las cosas”, una lentitud de propicie el pensamiento, una revalorización del fracaso como territorio fecundo, el uso de la red para hacer circular ideas y resignificar conceptos, el cultivo del entusiasmo íntimo que impulsa la genuina creación frente al inducido por el sistema, o la alianza colectiva de los hasta ahora solitarios: la resistencia será mayor “si el sujeto no está solo y se hace ‘plural y político’, especialmente si lográramos una versión mejorada de los viejos plurales, un plural capaz de cohesionar frente a la injusticia, sin aniquilar la libertad y la pulsión creadora”.

Vuelvo al principio. Al joven poeta de 1979 que constataba: “Una sola cosa es cierta. Que somos demasiados”. Una constatación trágica: ¿qué hacer contra el gran número? No se puede hacer nada. Tomarlo con humor, como hace el poeta. Lo que no termina de convencerme del planteamiento de Zafra es su carácter maniqueo: los creadores o entusiastas son seres angelicales que se lo merecen todo (con el habitual sonsonete victimista del “nos dijeron” o “nos han hecho creer”), mientras que el mercado, el capitalismo y el neoliberalismo son la encarnación del mal; frente a ellos, la autora habla varias veces de “hacer la revolución”, una propuesta un tanto vaporosa –en el mejor de los casos– a estas alturas. Aunque Remedios Zafra se declara poco complaciente, noto un fondo de complacencia ahí. Por eso señalé que el libro tenía algo de novela de tesis. A mí también me apena la explotación de los entusiastas, y me espanta el engranaje que se describe y analiza en El entusiasmo. Pero a mi pena se suma el no saber cómo se podría solucionar. ¿Quién lo pagaría?, como diría Josep Pla. ¿O cómo lidiamos con el hecho de que “el talento literario no es un fenómeno de masas”, como escribió Wislawa Szymborska? Si Zafra reprueba la competencia, porque “rompe los lazos entre iguales”, ¿cómo hacemos para filtrar el número?

De momento, el premio Anagrama de Ensayo 2017 se lo dieron a ella y no a todos los que se presentaron. Y estuvo bien dado.

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En Revista de Libros.