6.2.19

Freír el aire

De tarde en tarde me doy el caprichito de ir a Casa Aranda, fundada en 1932, el mejor sitio para comer churros en Málaga y en el mundo. Esa calle Herrería del Rey es además una de las pocas que quedan en la ciudad con su toque antiguo, con una estrechez y un abigarramiento que son una inmersión en otra época. En ciertas calles de Lisboa y Río de Janeiro me acordé de ella, y ahora en ella me acuerdo de Lisboa y Río de Janeiro. Si me abandono en una mesita, puedo percibir a mis paisanos como lisboetas o cariocas que hablasen en malagueño.

El sábado pasado entré a tomarme cuatro churros y un chocolate chico. Hacía demasiado frío y me metí en el rincón del fondo de la barra, donde es más palpable aún la sustancia del tiempo. Desde allí se puede observar la coordinación casi coreográfica de los camareros, en su pequeña franja: ofrecen un espectáculo de dinamismo estimulante, acompañado por la cháchara entre ellos y alguna zalamería a los clientes. A mi lado se colocó un anciano que andaría por los ochenta, vestido con una corrección sin alardes. Pidió un cortado. Enseguida se vio que tenía ganas de hablar, y que sabía hablar. Pero no lo hizo conmigo sino con un camarero joven, tatuado y amable que se acercó a nuestro rincón y que no supo muy bien cómo seguirle. Tras preguntarle por el churrero (“tenemos tres”, respondió el chico), dijo que los churros de ahora seguían siendo buenos pero que eran “más densos, más consistentes”. Antes eran más ligeros. “Decían”, dijo recitando la frase: “¡Aranda ha conseguido freír el aire!”. Los madrileños venían y se quedaban admirados de que se pudieran hacer así las porras, “porque nuestros churros son las porras de ellos...”.

Freír el aire, como se dice de Velázquez que logró pintar el aire. Ante mis churros deliciosos me figuré unos churros más deliciosos aún a los que no llegué, unos churros velazqueños. Y pensé que los hombres de su edad sostienen en el recuerdo una Málaga que ya no está y que sin ellos terminará de desmoronarse. Empieza a ocurrirme a mí, que a mis cincuenta y dos tengo en la cabeza una Málaga (y un Madrid) que los jóvenes no conocerán. “Magnífico el cortado. Felicite al artista”, se despidió el hombre, que en realidad hablaba como si hablase solo. “Gracias, amigo”, le dijo el camarero.

Pensé también que tendría que haberle dado conversación, como mi amigo el pintor Gómez Losada suele hacer con esos hombres. Pero no tenía tiempo ni ganas; mi curiosidad era viva, pero insuficiente para vencer la timidez o la inercia. En estos casos prefiero quedarme con mis pensamientos. El pensamiento, por ejemplo, de todas las historias –con sus detalles precisos, preciosos– que se alejaban.

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En The Objective.