30.12.19

Días históricos

Estos meses no han dado tregua y ni en fin de año la tenemos, pero hoy me quiero tomar la columna para contar cómo viví la caída del Muro de Berlín, antes de que se escape este 2019 del trigésimo aniversario. Mi vivencia no fue excepcional, pero tuvo su gracia.

La madre de Antúnez se había ido de viaje y Antúnez nos invitó a Hormigo y a mí a que pasásemos unos días en su casa. Teníamos veintidós, veintitrés años. Yo había vivido un par de cursos en Madrid, pero en Málaga nunca me había alojado fuera del piso de mis padres. Aquellos días fueron una especie de excursión a mi propia ciudad. Un noviembre extranjerizante, o turístico, en las calles de siempre; un cierto extrañamiento acogedor. Recuerdo las luces y las risas. Una libertad rara.

En la casa, un cuarto piso que daba a la estación de tren y al entonces América Multicines, escuchábamos dos discos de música brasileña, a la que nos acabábamos de aficionar: Totalmente demais, de Caetano Veloso, y O eterno deus Mu dança, de Gilberto Gil (con intervención de Ed Motta, cuyo vozarrón imitábamos). Yo leía a ratos La orgía de los cultos, de Leopoldo Alas, y el libro sobre Goethe que tenía Antúnez de la colección Júcar. En el vídeo nos pusimos Superdetective en Hollywood, El Padrino, el Calígula de Tinto Brass, alguna película de francesitas... Recuerdo las habitaciones desordenadas, el whisky en la terraza con sol de otoño. No sé qué nos hacíamos de comer. Soltábamos nuestras gansadas a toda voz. Nos imaginábamos que la vida era así.

La primera mañana me desperté muy temprano y encendí la tele. En aquel tiempo recuperaban viejos programas de los setenta, que no habíamos vuelto a ver desde niños. Fue una conmoción encontrarse otra vez con Vicky el Vikingo, que había sido mi serie favorita de dibujos animados. De pronto pusieron una muy antigua de Sancho Gracia: Los camioneros. Su sintonía, que yo tenía sepultada, fue un magdalenazo proustiano. Entusiasmado, me puse a aporrear las puertas de mis amigos: “¡Yupiiiii, Los camioneros!”. Eran las siete de la mañana y se pasaron años recordándomelo.

A la vuelta de un paseo por el puerto (aquel viejo puerto de Málaga destartalado, con el silo que ya no existe y las grúas que ya no están), me encerré a darme un baño de Cleopatra con las pociones de la madre de Antúnez. Cuando llevaba un rato en el agua caliente, aturdido por los perfumes, casi hundido en la espuma, me empezaron a aporrear la puerta. Pensé que era en venganza por lo de la mañana. Pero no: era por la caída del Muro de Berlín.

A la mañana siguiente nos hicimos fotos en una especie de malla vertical que había en el Parque. Sacábamos las manos por los resquicios como si fuésemos berlineses saliendo. Todo era juego entonces. También en los días históricos.

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En El Español.