Dos meses ya sin Bayón. Copio aquí dos de los textos que escribí entonces en el blog de Arcadi Espada. El primero es del 16 de abril, y el segundo del 18. Necrológicas vitales.
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Un año de amistad perpetua
Hace un año, después de que yo colgase aquí la crónica de un acto que hubo en Málaga con Arcadi Espada, Justo Navarro y Félix Bayón, éste me escribió un mail que empezaba así: “Manifiéstate, Atleta”. Le contesté y a partir de entonces hemos mantenido la amistad. Una amistad fundamentalmente telefónica y hotmailiana, ya que sólo nos hemos llegado a ver dos veces en persona, en dos almuerzos que se prolongaron en largas sobremesas de alcohol y risas. A la primera cita llegó tres horas tarde. Le pilló un tremendo atasco de agosto en la autovía de Marbella a Málaga. A pesar de eso, traía un humor excelente. Era un hombre cálido, generoso, bondadoso, inteligentísimo, con un sentido del humor a prueba de bombas (¡y de atascos!). Me hacía gracia lo aficionado que era a los cotilleos, especialmente si eran de faldas. Los celebraba como un niño, sin maldad, como una de las cosas buenas de la vida. También celebraba mis gamberraditas en el blog. El blog, de hecho, le encantaba. Para él era un juguete con el que disfrutaba mucho. Le encantaba descubrir quién era quién. Cuando alguien más o menos conocido le decía que era fan del Atleta Sexual, corría a decírmelo, como para hacerme un regalo. Me había cogido mucho cariño, y yo, además de cariño, cada vez sentía mayor admiración hacia él. Estaba ahora en pleno esplendor columnístico. Yo le había dejado la serie completa de
Los Soprano y una vez me llamó entusiasmado con esta frase que dice Tony: “El cunnilingus y la psiquiatría nos han llevado a esto". La última vez que hablamos fue hace dos jueves: “A ver si nos tomamos unas cervezas", me dijo, "y nos reímos del mundo, pero dentro de dos semanas, que ahora viene la Semana del Terror”. La Semana del Terror era esta, en efecto. No he conocido un hombre más enamorado de la vida ni que pusiese tanto mimo en las relaciones personales. Quizá porque vivía con el corazón de un joven ciclista desde hace catorce años. Ese segundo corazón se le paró ayer. No hay consuelo, pero sí más vida por vivir: en su honor, con nuestros corazones.
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Ultima estación
Tercer día de luto, de luto punzante. Para terminar ya de pensar en Bayón muerto (a partir de ahora pensaré sólo en Bayón vivo -vivo y vivificador), he ido esta tarde a Marbella, para buscar su tumba en el cementerio. Quería forzar también así un último encuentro
físico. He tomado, desde Málaga, el autobús de las cuatro. En un bolsillo de la chaqueta, un transistor; en el otro, el
Interludio azul de Gimferrer: el amor y la muerte (¡même!).
Yo nunca había estado en Marbella. Sí en sus playas y, sobre todo, en Puerto Banús (¡para ver tías buenas y con el prestigio de la prostitución de lujo!), pero no en el pueblo. Aunque primero he ido al cementerio del Carmen, que estaba en la otra dirección, hacia arriba, mientras que el pueblo quedaba hacia abajo. Así que me he encaminado hacia las totémicas montañas. A los diez minutos de bajar del autobús ya había comprendido que en Marbella casi todo el mundo se desplaza en coche y está poco acostumbrada a andar. Todo al que preguntaba me indicaba espantado que el cementerio quedaba muy lejos y que cómo se me ocurría ir a pie. Pero llegué en veinte minutos. El último tramo de la subida, además, se me hizo ameno, porque me llamó mi amigo Hervás y echamos un rato de charleta. Sobre Bayón, entre otras cosas. Y sobre mi propósito: el viaje se volvió ahí autonarrativo.
El cementerio estaba vacío. Quise dar una vuelta primero, por si encontraba el sitio sin tener que preguntar. Pero no lo encontré. Vi a un empleado barriendo y me acerqué. A pesar de su mono azul, tenía los tics hamletianos de todos los enterradores del mundo; tics entrañables, por lo demás. Él no había trabajado ayer y no sabía, pero llamó por el móvil a un compañero. Este le dijo que Bayón fue incinerado y que la familia se llevó las cenizas. Y que hubo mucha gente en la cremación, entre ella (creí entender) una especie de loca que no se pierde una y sobre la que los enterradores hacían chanzas. Pregunté, por confirmar neuróticamente, si la cremación había sido allí mismo y me dijo que sí. Camino de la salida vi unos lavabos, en un rincón entre nichos, y entré. Bebí agua del grifo: agua de cementerio. Muy fresca. En el rellano que hay fuera vi la fachada de la sala de cremación. A falta de tumba, he estado unos minutos ahí de pie, mirándola. Pensando que al fin y al cabo esa fue la última estación de su cuerpo.
Al salir he visto un prado que acababa en un borde que parecía un buen mirador hacia el mar. Así que, en vez de emprender el camino de regreso, he subido un poco más por la carretera y he saltado la alambrada, porque el prado estaba acotado y con las banderolas de una inmobiliaria, presta a construir (si la ley no lo impide). Hoy, por cierto, venía en el
Málaga Hoy (junto con los estupendos artículos sobre Bayón de Eduardo Jordá y Berta González de Vega), una noticia sobre del alcalde del pueblo vecino de Mijas (no recuerdo su nombre, pero sí que es conocido como El Tartaja), que se ha subido el sueldo 19.000 eurillos más, por el procedimiento reglamentario de convocar unas oposiciones para la habilitación de no sé qué a las que él ha sido el único en presentarse, sacando aprobado cum laude o algo así. Pero en fin, prosigamos con nuestro
sentimental journey. Desde el borde del prado podía verse ya el mar: digno e imperturbable en el horizonte; horripilante en la costa, por la cancerígena expansión del cemento. Hacía una tarde serena, luminosa. Allá hacia poniente podía verse el perfil del Peñón de Gibraltar. Una nube de su misma extensión estaba por encima, a modo de sombrero levitando. Hacia levante, a dos o tres kilómetros, podía distinguirse la torreta del Centro Comercial La Cañada. Con un leve giro del cuello, uno podía desplazarse con la mirada desde La Cañada hasta el cementerio, a unos doscientos metros por detrás de mí. Decidí quedarme un rato en el mirador y me puse los cascos, para buscar algo de música en la radio. En Radio 3 acababa de comenzar
El ambigú y el gran Diego Manrique estaba hablando, precisamente, de Bayón.
Luego bajé al pueblo. Sentía morbo por ver el Ayuntamiento, pero no lo he encontrado y tampoco he preguntado por él. Lo que quería ante todo era llegar al mar. Había un buen trecho. Primero un tramo largo e inhóspito, de viviendas sin gracia en zonas mal urbanizadas, en cuesta, desde la estación de autobuses hasta el casco viejo; y luego ya un recorrido más agradable, por callejas entre rústicas y turísticas, y plazoletas con fuentes, y un parque con abundante vegetación, y la fuente más grande de todas, hasta llegar al paseo marítimo. Había mucho hormigueo humano y un latir de vida que uno ahora percibe con más ganas, como si se hubiese hecho el propósito de que ya no se le escape ni una sola burbuja del champán.
Frases cazadas al vuelo: una madre con acento pijo madrileño a su hijo: "Venga, que tienes que coger el
d'eso"; una argentina a una amiga: "Me encontré a Nani y se acababa de comprar tres bolsos, cada uno de mil euros"; una niña enseñándole a otra a decir "o sea" (¡lo juro, aunque esto parezca un mal sketch de Los Morancos!). Antes, cuando iba bajando la cuesta, vi a dos chavales de unos 18 años que se acababan de sentar en la mesa de un parque, a la sombra, cada uno con una litrona de cerveza y estaban abriéndolas. Luego, cuando ya subía, los vi aún allí, con las litronas por debajo de la mitad. Charlaban y disfrutaban con la charla, serenamente. Parecía un buen modo de pasar la tarde. Un poco más arriba reparé en un edificio blanco en el que no me había fijado al bajar: eran los Juzgados. Algo es algo, pensé. Pero estaba todo desértico por allí.
Durante el regreso he venido leyendo, maravillado, el libro de Gimferrer (¡el amor!), con el sol por detrás del autobús, declinante.