11.1.09

Decepción

Menuda decepción anoche: volví a ver una de mis películas favoritas "de todos los tiempos", Monsieur Hire, y me pareció floja. Estoy desconcertado. Y fastidiado además. Algo se ha extinguido irremisiblemente. La he tenido casi veinte años en la memoria, realzada, y anoche comprendí que no se lo merecía. El equívoco viene de que no había regresado a ella desde entonces. Y de que en aquel mismo ciclo de cine francés me conquistó otra, Cuento de invierno, que sí he vuelto a ver montones de veces y que sigo adorando. Si la de Eric Rohmer había resistido las revisitaciones, daba por hecho que la de Patrice Leconte las resistiría también. Durante muchos años no la volví a ver porque no tuve posibilidad. La conseguí al fin hace unos meses. Y anoche me la puse aprovechando que acababa de leer la novela de Georges Simenon en que se inspira, La prometida del señor Hire. La lectura se vio oscurecida por el recuerdo de la película... pero después, tras verla de nuevo, he comprobado que la novela es mejor. Las dos, sin embargo, han resultado inferiores a la película que recordaba. Ésta es la que se ha perdido para siempre. Y la historia de Monsieur Hire en general. De la película, al cabo, quedan sólo las apariciones de la guapísima Sandrine Bonnaire (¡eso fue lo que debió de engatusarme entonces!); y de la novela, algunos párrafos de Simenon. Como estos:
Pero toda esa agitación se producía más allá de aquellas paredes. En la habitación no había más que un bloque de silencio, compacto, uniforme y sin fisuras, y el señor Hire, sentado delante de su taza vacía, apuraba el bienestar que le procuraba el calor del café.

Se sucedían sin interrupción las puertas, la barandilla de pino americano y las botellas de leche en los rellanos. Y todo esto iba acompañado de ruidos. Por todas partes la gente se movía al otro lado de las paredes y algunos ruidos evocaban esfuerzos titánicos. Sin embargo, sólo eran los inquilinos, que se vestían.

La luz era cruda, tal vez porque la bombilla carecía de pantalla. Las líneas se recortaban con nitidez y los colores ofrecían un vivo contraste. Con el hule, la mesa parecía un rectángulo tan duro y frío como una lápida.