23.11.09

En serio

Ya que estamos con las melancolías, les contaré otra historia. Sucedió hace algún tiempo, durante unos meses oscuros. Una tarde quedé con un amigo en su club de ajedrez para ir a dar una vuelta. Cuando llegué, estaba a punto de empezar un torneíllo de partidas rápidas y mi amigo quería disputarlo. No tardaría mucho: una hora a lo sumo. Para entretener la espera, me apunté también. Yo de ajedrez no sé nada: mover las piezas y poco más. Por entonces solía jugar partidas de dos minutos por internet, pero compulsivamente, sin conocimiento. Con un ajedrecista de verdad, no tenía nada que hacer. En el sorteo de la primera eliminatoria, me tocó justo con el dueño del club. Era un tipo del norte, de unos cuarenta y cuatro años, delgado, altito. Yo lo había estado observando otras veces y me caía mal. Lo encontraba seco y sin humor, y siempre estaba imponiendo normas. No creo que existiese en Málaga un local más reglamentado que el suyo. Además, me parecía absurdo que hubiera venido a montar un club de ajedrez aquí, para todos esos frikis del ajedrecismo malagueño. Empezó la partida. Con mis primeros movimientos, él ya se debió de dar cuenta de que yo no tenía ni idea y de que su triunfo era seguro. Por eso me molestó que me descalificara por una minucia. Yo había hecho un movimiento en falso, devolví la pieza a su casilla (todo muy rápido: un arrepentimiento súbito), y él paró ahí el reloj. Me levanté maldiciendo entre dientes. Me pareció patético por su parte. Él sabía que me iba a ganar de todas formas. Y también que yo me estaba iniciando. Su puntillosidad se había impuesto incluso sobre sus intereses de comerciante: ¿y si con su pejiguera había perdido a un cliente nuevo? Me pareció tan idiota, que me pasé días despotricando contra él, cada vez que aparecía en la conversación. Transcurrió medio año y una noche, mientras caminábamos por el paseo marítimo, mi amigo me dijo que aquel tipo se había muerto. Por lo visto estaba ya enfermo cuando llegó a Málaga. De pronto tuvo una complicación, y se murió. Yo me puse a despotricar de nuevo contra él, más por retomar el teatro que por otra cosa. Pero mientras despotricaba, se fue configurando en mi mente la conciencia de algo que me dejó aturdido. Me tuve que sentar en un banco, con una ahogante sensación de bochorno, de vergüenza. Cuando pude hablar, le dije a mi amigo: "Puede que ese tipo haya sido la única persona que me ha tomado en serio en todos estos meses".