22.7.10

El día del Tourmalet

Hoy es el día del Tourmalet y ha llegado el momento de confesarles algo: me aburre el ciclismo. Si lo veo, es por religiosidad; o mejor será decir que por filosofía. Mirando a los ciclistas, las montañas, me vienen sensaciones, pensamientos. Es un ejercicio de meditación. Los ejercicios de meditación resultan tediosos, pero de ellos se va exprimiendo un zumillo: el de la conciencia sosa de la realidad. Esos esfuerzos para nada, absurdos; pero que persisten. El sufrimiento encima de la bicicleta, cuyo reverso es una verdad irrefutable: es mayor el sufrimiento del sofá. La semisiesta atontada es un subterfugio. Si no se está ascendiendo un puerto pirenaico una tarde de julio da igual donde se esté: todas las demás opciones son un espejismo. Ser un nervio en tensión, un esqueleto que escala. Europa es una página y sólo la escriben quienes van en bicicleta.

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Por terminar la ronda petrarquista (¡hasta el año que viene!), copio también lo que escribió el gran Jacob Burckhardt en La cultura del Renacimiento en Italia (parte IV, "El descubrimiento del Mundo y del Hombre"):
Pero lo que más profunda y sinceramente le conmovió [a Petrarca] fue su escalada del Mont Ventoux, no lejos de Aviñón. Una necesidad indefinida por contemplar un amplio panorama fue creciendo cada vez más en su interior, hasta que la casualidad le hizo dar con un pasaje de Livio en el que el rey Filipo, el enemigo de Roma, escalaba el Haemus. "Lo que no resulta indigno en un real anciano", pensó el poeta, "seguramente se puede disculpar en un joven de clase media". Y así tomó su decisión. En el ambiente en que vivía, el escalar montañas sin tener un propósito concreto era algo inaudito, y puesto que realmente no podía contar con la compañía de amigos o conocidos, Petrarca hizo que le acompañara únicamente su hermano más joven y dos lugareños del lugar donde hicieron su última parada. Al pie de la montaña, un viejo pastor les conminó a volverse atrás: él había intentado lo mismo hacía cincuenta años y no trajo de vuelta sino arrepentimiento, miembros magullados y ropa desgarrada, y ni antes ni después de aquello se había aventurado nadie en tal empresa. Pero ellos no cejaron y continuaron subiendo con empuje inquebrantable, hasta que vieron las nubes flotando bajo sus pies y alcanzaron la cima. Y si es verdad que sería inútil buscar una descripción del paisaje que contempló, no es porque el poeta permaneciera insensible, sino más bien al contrario, porque aquella impresión le resultara demasiado abrumadora. Por su mente discurrió entonces toda su vida anterior, llena de locura, recordando que hacía diez años que había dejado su Bolonia natal en plena juventud, y dirigiendo una mirada llena de nostalgia en dirección a Italia. Luego abrió el librito que era su compañero permanente por entonces, las Confesiones de San Agustín, pero sus ojos irían a detenerse en aquel pasaje del párrafo décimo donde dice: "Y los hombres continúan admirando las altas montañas y las amplias mareas del mar, y los poderosos torrentes que se precipitan rugiendo, y el océano y la órbita de las estrellas, y mientras lo hacen se olvidan de sí mismos". En cuanto a su hermano, al que le leyó estas palabras, nunca supo comprender por qué el poeta cerró entonces el libro y guardó silencio, sin responder.
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PS. Bueno, etapón al final. En tardes así no me aburro. Belleza: