18.7.10

La casa de Petrarca

Iñaki Uriarte ha tenido el detalle de enviarme una entrada inédita de su diario en que cuenta, entre otras cosas, una visita a la casa de Petrarca en Vaucluse. Me ha autorizado a ponerla en El aprendiz al sol, junto con la foto sacada por él mismo. Precisamente Petrarca murió en la noche del 18 al 19 de julio (de 1374), por lo que este regalo sirve de homenaje de lujo. De los Diarios (1999-2003) de Uriarte –que van ya por su segunda edición– hablé aquí y aquí. El pasaje nuevo es de 2006:
En el Mont Ventoux dicen que Petrarca inventó el montañismo. Por lo visto, fue el primero en subir a un monte nada más que por subirlo, y en describir su ascensión. Tenía 31 años y lo hizo en compañía de su hermano. He leído la carta que dirigió a un cura agustino de Roma relatando la subida. Veo la montaña allí al fondo. Conozco sus cumbres grises y peladas por haberlas visto por televisión en tantas etapas del Tour. Estoy sentado en la hierba, de espaldas a la piscina, en este maravilloso hotel de Gordes donde pasamos unos días.

A veces se dice que allí en la cima, en un momento de inspiración, Petrarca inventó también el Renacimiento. Esto resulta casi un chiste, pero es verdad que, al abrir al azar las “Confesiones”, de San Agustín, que tenía consigo, experimentó un trance y decidió cambiar su vida de señorito elegante de Avignon para recluirse a leer y estudiar los montones de libros griegos y romanos que comenzó a llevarse de las desvencijadas abadías en carros tirados por bueyes. Pocos hasta él los habían leído desde hacía siglos. Al visitar ayer su casa, en Fontaine de Vaucluse, recordé la frase de Heine: “Los conceptos filosóficos alimentados en el silencio del estudio de un académico pueden destruir toda una civilización”.

Llegamos tarde y estaba cerrada. Es una casa medio escondida al borde del río Sorgue, pegada a la montaña, demasiado pegada a la montaña para mí. Como que al abrir la ventana de atrás, Petrarca debía de darse de narices con la roca. Allí, con un perro y un criado, pasó cuatro años, desde los 33 a los 38, que dicen fueron los más fecundos de su vida.

En esa casa Petrarca comenzó el “Cancionero”, dedicado a su amor por Laura, una mujer a la que había visto por primera vez en una iglesia de Avignon, que ya no existe, y de la que se enamoró perdidamente. He traído el “Cancionero” al viaje. Dicen que Laura (“La bella giovenetta, ch’ora è donna”), era una tal Laura de Noves, casada con Hugo de Sade, antecesor del marqués de Sade. No se sabe si es cierto, pero el propio marqués así lo creía. Encerrado en la cárcel de Vincennes, leyó una biografía de Petrarca que había escrito un tío suyo, y se creyó lo de Laura a pies juntillas. Laura se le aparecía en sueños. Sade lloraba.

Desde aquí veo también la montaña del Luberon, un poco más a la derecha. En el Luberon, en un pueblito llamado La Coste, está el castillo del marqués de Sade. Ya lo visitamos en un viaje anterior. Es una ruina imponente, que ha comprado el modisto Pierre Cardin para hacer festivales en los veranos.

Esta tierra ha sido fértil en libros y nombres por los que no pasan los siglos. Sade escribió en su testamento que estaba seguro de que su recuerdo se borraría pronto de la memoria de los hombres. No ha sido así. Y con motivo: no entiendo que no existiera hasta él una palabra para designar algo tan común como el goce que produce en algunos el ejercicio de la crueldad.

Y ahora, al agua.