21.12.10

Cuento de Navidad

Muchos se preguntan qué fue del Calvo de la Suerte. Yo lo sé. He podido reconstruir su historia. No hay mucho que contar, cabrá en tres párrafos. Eso sí: es triste. Aunque les anticipo que este cuento tiene un final feliz; al menos como yo lo veo. Al Calvo lo dejamos, lo recordarán, en el momento de su despido. Después de ocho años protagonizando la campaña de la lotería navideña, había logrado convertirse –pese a ser flaco– en la perfecta encarnación del Gordo. ¡Ah, aquellos anuncios! Él vestido de negro, sobre la nieve blanca. A su paso el mundo iba recobrando el color. Soplaba burbujas, las burbujas de la suerte. Todos creíamos que iba a ser eterno. Y él también. Se entrampó. Contrajo deudas a cuenta de su ingreso anual. Cuando se lo suprimieron, el Calvo se hundió. Fue el hombre con más mala suerte de aquel año. Era octubre y le tocó la antilotería: a sus finanzas se las tragó un agujero negro; gordo, gordo...

En cuanto supieron la noticia, los acreedores se precipitaron a recuperar lo que pudieron. El Calvo se quedó en la calle. Durante semanas vagó por la ciudad, y a su paso todo lo que era en color se volvía gris: blanco y negro. Algunos transeúntes lo reconocían y le soplaban ficticias burbujas. Notaba que era querido, pero no le ayudaba nadie. Aquel final de otoño fue especialmente crudo. Y más crudo fue el primer día de invierno. Nevó sin clemencia. Por la noche su resistencia se quebró. Se dejó caer junto a un portal, bajo los copos. Tenía frío. Se hurgó en los bolsillos del abrigo y halló una caja de cerillas. Encendió la primera. De aquella débil luz y aquel calor pequeño hizo en su mente una chimenea generosa. De niño había sentido mucha pena por la cerillera del cuento. Se imaginaba encontrándola y rescatándola. La habría llevado junto a una chimenea así. Pero ni él la encontró, ni a él lo encontrarían. Las cerillas se agotaban y con ellas se agotaba su vida. Comprendió que le quedaba poco, pero que cada minuto contaba. El breve fogonazo, la débil luz y el calor pequeño...

Cuando prendió la penúltima, recordó algo. Metió su mano en el bolsillo del pecho y sacó un arrugado papel. Era un décimo de la lotería. Recordó que la tarde anterior un hombre se lo dio por la calle. Suerte, Calvo, le había dicho. Era un hombre gordo. El Calvo sonrió, con melancolía, con cansancio. ¿Y si...? Pero el sorteo tendría lugar muy lejos: al otro lado de la noche. Encendió la última cerilla. Con el décimo podría prolongar su fuego. Las probabilidades de que me toquen son ínfimas, musitó, dediqué mi vida a alentar sueños imposibles; pero sólo hay noche, y este fuego es real. Acercó el décimo a la llama... Y es en este instante cuando yo aparezco. Pasaba por delante, lo vi débil, vi que era el Calvo, vi que daba suerte y se lo arrebaté. Ni siquiera tuve que emprender carrera: el Calvo, al ir a levantarse, se desplomó. He podido reconstruir los hechos porque he tenido dinero, mucho dinero, para pagar detectives. Localizaron a transeúntes, y a una vecina del edificio de enfrente que toda la noche lo espió por la ventana (pensé, dijo, que era un simple mendigo). El resto era fácil de deducir, o de imaginarlo un poco. Aunque no lo parezca, este cuento es la historia de una salvación. Mi vida iba cuesta abajo, pero por suerte encontré al Calvo. Me acuerdo de él cada vez que aquí, en Río de Janeiro, alguien dice la palabra careca.