24.12.10

La sonrisa del sherpa

Un amigo alpinista me está hablando de su afición, que si la épica de los ochomiles y tal. Yo, por no hacer mudanza en mi costumbre, le pregunto que cómo se lo montan sexualmente en la alta montaña, "porque algo tiene que haber". Solo pretendía hacer una broma, pero resulta que sí: que hay tomate. Del campamento base para arriba, todo es una orgía vertical. El peligro pone el cuerpo a tope, instaurando la típica filosofía del instante que se da en las condiciones extremas. Allí te agarras a lo que sea, incluidos tus colegas de escalada. La falta de oxígeno, además, va intensificando los orgasmos. Es el efecto ahorcamiento de El imperio de los sentidos, o lo que perseguía David Carradine cuando tuvo su accidente sexual (a Kung Fu deberíamos considerarlo ahora un alpinista in péctore, que quiso montarse su Everest en Bangkok). A esta nueva luz, la ruta de los ochomiles es la ruta de los pillines: lo que van buscando es más gustito. Incluso las amputaciones adquieren un nuevo estatus: son piezas que se pierden en la carrera del placer. Y en las siguientes expediciones supongo que tendrán su juego: fistfuckings más rodados (suaves como un guante sin dedos). "Pero los que se ponen las botas son los sherpas", me sopla mi informante. Como no podía ser menos, son los reyes del mambo allí: los jineteros de ese trópico congelado. Se me vienen entonces sus caras, con esas perpetuas sonrisillas, y me digo que cómo no había caído antes. Es el landismo de las grandes cumbres. Las prendas de abrigo deben de ponerlos tan cachondos como a Alfredo Landa los bikinis. Por lo demás, no tendrán rival en su terreno: a esa altitud y con ese frío, ni un senegalés podría ofrecer mayores prestaciones. Conque el alpinismo, el esforzado alpinismo, no era más que una variante tortuosa del turismo sexual... Como se entere Houellebecq, se nos convierte en la versión francesa de Pérez de Tudela. Hasta a mí mismo me están entrando ganas de hacer mis pinitos. En este instante creo que nada me apetecería más que un sesenta y nueve en una de esas tiendas suspendidas, que en los precipicios cumplen la función de los viejos seats panda. Al fin entiendo ese deporte, y me parece que lo adoro. Incluso comprendo a los aludes, que no son más que el deseo de la propia montaña de sumarse a la bacanal.