29.4.11

Sobre el poder

En mi adolescencia esteticista, el antipático Maquiavelo se me hizo simpático por este pasaje (supe luego que famoso) de una carta a Francesco Vettori:
Llegada la tarde, vuelvo a casa y entro en mi escritorio. En el umbral me despojo de la ropa de cada día, llena de fango y porquería, y me pongo paños reales y curiales. Vestido decentemente entro en las antiguas cortes de los antiguos hombres, donde –recibido por ellos amistosamente– me alimento con aquella comida que es verdaderamente sólo mía y para la cual nací. No me avergüenzo de hablar con ellos y de preguntarles la razón de sus acciones, y ellos por su humanidad me responden; durante cuatro horas no siento pesar alguno, me olvido de todo afán, no temo la pobreza, no me acobarda la muerte: todo me transfiero en ellos.
Hay autores con mala fama que solo se defienden ellos mismos, cuando se les concede la voz. La falta de Maquiavelo es la habitual en muchos detestados: dijo la verdad. Analizó el poder sin tapujos: así, exactamente así, es como funciona; eso, exactamente eso, es lo que hay que hacer. Uno puede dedicarse a otras cosas, como el propio Maquiavelo hizo, en parte forzado; pero si se está en el poder, sus leyes son precisas. El grado de descarnadura lo da, por lo demás, la época. La de Maquiavelo era particularmente descarnada: se asesinaba sin disimulo. Hoy los crímenes están más camuflados, o no tienen por qué ser físicos; pero la ley, lo esencial de la ley, está ahí. Hay un trazado precioso que va de Maquiavelo a Spinoza: la teoría política de este tiene mucho de Maquiavelo, porque es una teoría fundada también en lo real; pero sus consecuencias son más alegres, democráticas. Lo común es no engañarse. Isaiah Berlin, en el ensayo que dedica a Maquiavelo en El estudio adecuado de la humanidad, dice que, a diferencia de otros pensadores, que redefinen el "bien" para que encaje en él lo que propugnan, Maquiavelo acepta la denominación establecida, pero sugiere una acción al margen de ella; es decir, aceptando que se pueda calificar de "mal". Lo hace con limpieza, sin regodearse en la maldad ni caer en el malditismo: simplemente se ocupa de la acción al margen de la corriente (paralela) de la valoración.

Además de El Príncipe, y antes de mi vuelta a Bernhard, leí en la lluviosa Semana Santa Diálogo sobre el poder y el acceso al poderoso, de Carl Schmitt, que dedica unas líneas a Maquiavelo:
Si Maquiavelo hubiera sido maquiavelista, ciertamente no habría escrito libro alguno que lo hubiera mostrado bajo una luz desfavorable. Habría publicado libros piadosos y edificantes, mejor aún, un anti-Maquiavelo.
Pero las más brillantes del libro de Schmitt son las referidas a la antecámara del poder, eso que denomina "el acceso al poderoso":
Quien le presenta un proyecto al poderoso, quien lo informa, ya participa del poder, sea un ministro confirmante del proyecto o alguien que sabe llegar de manera indirecta al oído del poderoso. [...] En otras palabras, delante de cada espacio de poder directo se forma una antesala de influencias y poderes indirectos, un acceso al oído, un pasaje a la psique del poderoso. No hay poder humano que carezca de esta antesala y este pasaje. [...] Antecámara, escalera de servicio, desván o sótano: la cosa en sí misma es clara y es igual para la dialéctica del poder humano. De todos modos, en el curso de la historia universal, en esta antesala del poder ha convergido una sociedad multiforme y heterogénea. Aquí se reúnen los indirectos. Encontramos ministros y embajadores con sus uniformes imponentes, pero también confesores y médicos de cabecera, edecanes y secretarias, ayudas de cámara y amantes. [...] A veces hay en esta antesala hombres prudentes y sabios; a veces, administradores maravillosos o virtuosos mayordomos de palacio; a veces, torpes arribistas y estafadores.
Para los que le profesamos una cierta repugnancia al poder, y no hemos sabido usarlo cuando lo hemos tenido, todas estas consideraciones son saludables. Hace años, leyendo la Meditación sobre el poder de Eugenio Trías, me llamó la atención su agudeza al señalar cómo esas distancias mentales (y espirituales) que marcamos con "los políticos" en realidad son signo de un puritanismo interior hacia el poder propio; una autolimitación, por tanto. Los políticos, ciertamente, son burdos: pero el espectáculo que ofrecen es, nada menos, que el del poder destripado. Habría que observar los mecanismos, acogerlos; aunque para ejercitarlos, claro está, con una mayor elegancia.