El tema, propiamente, es la historia, la profesión de la historia. El historiador, a sus ochenta y seis años, hace recuento de su oficio y trata de vislumbrar lo que le aguarda. Al paso, va emitiendo ideas (que se abren). Lo encantador es que son ideas por las que no lucha, ni sobre las que trata de convencer (como haría un tratadista), sino que las va dejando (en los dos sentidos de dejar). Pero el lector que las recoja se encontrará con un buen manojo, más osado de lo que por el tono amable parece: la historia como hermana de la literatura (que no de la ficción); las ideas como superestructura de la vida económica (marcando a su vez las distancias con el idealismo); la historia como curso impredecible (que no marcha mecánica ni pendularmente); o la importancia para todo (empezando por el pensamiento) del cuándo. Los historiadores que privilegia son Tocqueville, Burckhardt y Huizinga, y Tucídides y Gibbon. Y suelta algunos mandobles: al historiador E. H. Carr y al novelista Philip Roth, y también a esos colegas suyos contemporáneos que se dedican a escribir estudios como "Pelos con volumen: una historia del consumo en la Francia del siglo XVIII a través de las pelucas" (sic: es un título de 2006).
Para que se aprecie su estilo, copio un pasaje (páginas 94-95; magníficamente traducido por María Sierra):
El valor de cada cosa, tanto material como intelectual o espiritual, es el que nosotros le demos. Esto siempre ha sido así, hasta cierto punto al menos, pero no tanto como hoy. (A esto es a lo que he osado llamar una intrusión mental en la estructura de los hechos; podemos llegar incluso al punto de calificarlo de espiritualización [y abstracción] de la materia). Por supuesto, esto choca de frente contra la creencia de que ahora vivimos en un mundo abrumadoramente materialista, de personas abrumadoramente materialistas. Sin embargo, lo que piensan esas personas –sea como individuos o como masa– constituye la esencia fundamental de lo que sucede en este mundo: los productos y las instituciones no son sino sus consecuencias, sus superestructuras. Y lo que piensan y creen las personas –y lo que pensaron y creyeron– es un tema (sí: un tema) que, por muchas pruebas documentales que se nos brinden, resulta difícil de investigar. (Además, puede que sea mejor que, para analizar este tema, nos dejemos guiar por la literatura y no por la ciencia).Concluyo con dos comentarios adicionales, uno doméstico y otro de actualidad. El doméstico se refiere al ámbito del arcadiespadismo, en el que me inserto (si bien díscolamente). El maestro Espada insiste en denominar faction a la escritura purgada de ficción; pero en este libro aparece el término justo con el significado que le dan los anglosajones, que es el contrario: mezcla de "los hechos con la ficción" (p. 120). Algo que reprueba Lukacs (cuya defensa de la literatura no incluye escapaditas a Arganzuela): "esta mezcolanza lleva a que muchas novelas resulten imprecisas, ilegítimas, sin criterio o manipuladoras". El comentario de actualidad se refiere a nuestro momento europeo. En el capítulo final busca qué nombre ponerle a la Era Moderna, etiqueta en realidad provisional, vacía. Propone en principio Era Burguesa (que me gusta), pero luego se inclina por Edad Europea: edad que habría empezado en torno a 1500 y que Lukacs da por concluida en 1950. Esto que estamos viviendo sería un estertor.
.....No estoy haciendo con esto una declaración de idealismo categórico. Las ideas y las creencias no son abstracciones; son históricas, como los demás asuntos humanos. Pero no siempre surgen como consecuencia obvia de un cierto Zeitgeist. Repito: hay que darse cuenta de que la gente no tiene ideas. Las elige (y cómo, o por qué, o cuándo las elige, son preguntas difíciles).