24.7.14

Hautacam

Lo mejor de Miguel Indurain es que no tuvo decadencia: fue un hachazo, y ahí se acabó. Fue grande hasta en su hundimiento. Hoy se sube en el Tour aquella montaña, Hautacam, que, como alguien dijo entonces, tiene nombre de dios azteca: una deidad que exigiera el sacrificio de un gigante. Si así fuese, esta tarde pasará hambre: no hay ningún gigante para su estómago. Podría comerse toda la serpiente multicolor y no mataría el gusanillo.

Carlos Arribas, el gran cronista de ciclismo de El País, ha recordado la debacle de Hautacam, aquel 16 de julio de 1996, que tuvo su prolegómeno diez días antes en la subida a Les Arcs. Todavía impresionan, en el recuerdo, la imagen de Indurain fundido, sacando la lengua seca como de animal totémico en las últimas. Había algo, ciertamente, sagrado y sacrificial. El resquebrajamiento de algo enorme: una época, un mundo. Sufríamos por nosotros y por él. Pero encuentro que en mi diario anoté esto al día siguiente: “Induráin en la televisión: hablando relajadamente, con humor, tranquilo. Nunca ha sido pequeño, ni siquiera en la derrota. En estos casos, sólo puede aliviarnos la tristeza precisamente aquel por el que nos sentíamos tristes, mostrándonos naturalidad. Es su último gesto de grandeza, su última cortesía”.

Yo me aficioné al ciclismo en 1990, el año en que Indurain pudo haber ganado su primer Tour pero lo entregó por Pedro Delgado, que acabó cuarto. Aquel año se empezó a hablar de “la generación del 64”: Gianni Bugno, Erik Breukink, el mexicano Raúl Alcalá y el propio Indurain, que habían nacido en 1964 y que parecía que iban a comérselo todo. Pero el único que se lo comió todo, también a su generación, fue Indurain a partir del Tour siguiente. Sus cinco años de invulnerabilidad se hicieron a veces aburridos. Pero después del hachazo de Hautacam ganaron en tensión retrospectiva, y en pureza: quedaron limpios y resplandecientes, como un lingote de oro.

Hay destellos en aquel lingote. El ataque junto a Chiappucci camino de Val Louron, cuando ganó su primer maillot amarillo, en 1991. La contrarreloj de Luxemburgo de 1992. La potencia por el llano, las subidas y las bajadas. Sobre todo una bajada, que no vimos. Aquella del Tourmalet de 1993, en que Rominger le metió un minuto en la subida, y luego se lanzó a tumba abierta en la bajada. A Indurain no lo veíamos, pero por cómo iba bajando el suizo (su descenso era ciertamente suizida) dábamos por hecho que le estaba metiendo más segundos. Y de pronto aparece Indurain a su lado, comiéndose un plátano. Y sentimos un escalofrío (de alegría ya) al tratar de imaginar aquella bajada en elipsis, por comparación con la que sí habíamos visto.

En aquel tiempo se daba una circunstancia curiosa. Indurain salía en las encuestas como el personaje mejor valorado por los españoles. Mientras que el dueño de su equipo, el Banesto, que era Mario Conde, salía como el peor valorado. Los dos extremos, dentro de la misma casa: signo de aquellos años en verdad bastante esquizofrénicos. En ellos, las pedaladas de Indurain funcionaban de metrónomo de la excelencia. Hautacam fue el The End de una gran película. La estatura que hoy tiene es la que alcanzó aquella tarde.

[Publicado en Zoom News]