8.2.22

Desvalorización de las agendas

Cada año, en la sección de papelería de los grandes almacenes, se produce una callada humillación que tiene que ver con el año. Las agendas, rutilantes el 1 de enero, van perdiendo su valor conforme el año avanza.

Aguantan con su precio oficial hasta Reyes; al fin y al cabo esos días iniciales vienen a ser una prolongación del primer día, que se expande blandamente por el espacio de seis. El año español empieza de verdad el 7, en que para muchos ya todo está perdido. Por arte de birlibirloque, los propósitos de año nuevo, que se sostienen en los dietéticos, suelen perderse en ese lodazal de restos de mantecados, turrones en añicos, gominolas, champán sobrante de Nochevieja y, como tiro de gracia, el temible roscón. Algunos derrotados, sin embargo, lo volverán a intentar, y en varias ocasiones. Comprándose cada vez una nueva agenda que les depare la ilusión de un principio.

Pero los vendedores saben que para entonces valen menos nuestros propósitos, por eso rebajan las agendas. La primera rebaja llega camuflada entre las rebajas generales de la cuesta de enero. Nuestro año –no otra cosa simboliza la agenda– ha sido rebajado en un 10%, lo que supone un aviso pero aún no una debacle. Después de todo, y precisamente por la cobertura sociológica, empezar el año después de Reyes conserva algo de dignidad. Fracasar por segunda vez sí aboca a la vergüenza. A mitad de enero, las agendas ya están rebajadas en un 20%. Y en febrero en un 40%, con el aviso de "rebaja final". Será el último asidero. Después solo viene el año a la intemperie, sin agenda o con alguna de las agendas menoscabadas por el naufragio.

Qué espectaculito la rueda de los neuróticos, de los fetichistas de las fechas, por los almacenes que nos humillan; formulando segundas, terceras, cuartas y quintas oportunidades ante los carteles que proclaman que cada vez somos más baratos. Somos Sísifos que buscamos volver a la casilla de salida constantemente, solo que esta va avanzando con el año que se desploma a nuestras espaldas, siempre en el filo. El 31 de diciembre, en la última baldosa, aún seríamos capaces de intentarlo, si no tuviéramos la vista puesta en el nuevo 1 de enero, con su limpia agenda rutilante. En ese momento la rueda recomenzará.

Lo esencial es que hay un anhelo de año entero, es decir, de pureza del año: de tiempo puro. Del tiempo de Parménides concentrado en la agenda que no pasa. Del tiempo sin tocar, sin pérdida. Del tiempo, en fin, que no es tiempo. Con su precio de entrada antes de que se ponga en marcha el año. Cuando esto ocurre, el desgaste solo pueden aliviarlo las tareas cumplidas, los propósitos que se ejecutan. Que la pérdida del tiempo sea compensada por realizaciones. Una suerte de tiempo encarnado o tiempo pleno, pues el que desazona es el vacío.

Lamentablemente, solo un 8% de la población cumplirá sus propósitos de año nuevo, según un estudio de la Universidad de Scranton. Así que el restante 92% (¡mi semejante, mi hermano!) es el público potencial de las agendas rebajadas en un 40%. Mírenlas la próxima vez que pasen por la sección de papelería de unos grandes almacenes, y miren los carteles de las rebajas. Exhiben la tragedia de la voluntad y del tiempo que se pierde; de los propósitos y los fracasos que se abaratan; de la insatisfacción de los días tachados por defectuosos; de los trucos que, aunque guardan un dolor, ya no cuelan; de la esperanza, con todo; del no rendirse, del intento. Para marzo habrán desaparecido. 

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