23.8.22

Agosto del 82

Nunca pensé que pudieran pasar cuarenta años. Aquel agosto de 1982 tal vez fuese el fundamental de mi vida. En ocasiones siento que no le he sido fiel, pero le he sido fiel, radicalmente fiel; puede que incluso demasiado fiel.

Nos instalábamos ese mes en la casa del pueblo, Almogía, a veinticinco kilómetros de Málaga, en el interior, donde yo tenía un cuarto arriba que daba al patio. Aunque salía con mis primos al campo y a la calle, y jugábamos en las casas (partidos de fútbol con chapas o cromos doblados, principalmente), pasaba muchas horas solo. Hice de aquel cuarto, sin saberlo todavía, mi torre de Montaigne.

Tenía dieciséis años y eran las vacaciones entre segundo y tercero de BUP. El momento en que había que escoger entre Ciencias y Letras. Por mi inercia de buen estudiante, daba por hecho que haría Ciencias. Pero hacia el final del curso me di cuenta de que lo que me gustaba era Letras. De algún modo me sorprendí a mí mismo, pero tomé la decisión. Esa decisión me dio alegría, un curioso regocijo.

Antes de que nos fuésemos al pueblo había sido el Mundial de España, entre junio y julio. Lo seguí y me apasioné como todos por Brasil. Al mismo tiempo, me aficioné definitivamente a la literatura. Hasta entonces yo leía tebeos y novelas de Agatha Christie. Aquel verano leí los primeros libros en que me fijé en algo más que en el argumento: La guerra del fin del mundo, de Vargas Llosa; Cien años de soledad, de García Márquez; y Memorias de un niño de derechas, de Umbral. No sé por qué, leí también algunos diálogos de Platón.

Entre los libros que me llevé a Almogía, el más importante para mí fue el Juan de Mairena de Antonio Machado. Alfonso Guerra lo había recomendado en un coloquio de La Clave y me lo compré. Un propósito principal que tenía, indispensable en mis nuevos afanes culturetas, era aficionarme a la música clásica. Lo conseguí grabando en casete programas de Clásicos populares y poniéndome las piezas hasta que me iban gustando: siempre se terminaba produciendo el mágico instante de la anticipación.

Lo bonito fue la combinación entre el Juan de Mairena y Clásicos populares. En el primero supe por primera vez de algunos filósofos y en el segundo de algunos músicos: Leibniz, Hegel, Kierkegaard o Heidegger, por un lado; Purcell, Haendel, Haydn o Schubert, por el otro. Surgieron juntos para mí y con frecuencia he pensado que los nombres de los primeros podrían haber sido de músicos, y de filósofos los de los segundos.

Además del Juan de Mairena (me parece un milagro todo lo que descubrí en ese libro, un mundo nuevo), leí la poesía completa de Machado, y una antología de Aleixandre, y novelas de Unamuno y de Baroja (El árbol de la ciencia ya). Y empecé a escribir, por supuesto. En un cuaderno de tamaño folio con espirales en el que anotaba reflexiones, versos, esbozos, proyectos, diálogos, escenitas, estupores. Resolví ser escritor. Aunque sin mucha convicción, la verdad: no sabía si valía. Ni tenía el empuje necesario para demostrármelo.

Ante la página lo que sentía ante todo era una carencia. Era una barca que hacía agua por mil agujeros. El abismo entre lo que leía y lo que me salía por escrito me intimidaba. Aunque de tarde en tarde me alegraba una expresión. Cuarenta años después la cosa sigue más o menos igual. Me adorno de alguna manera al decirlo, pero no tanto como quisiera. En resumidas cuentas, no he escrito nada. Solo cuadernos, más o menos, como aquel.

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