Los del patriotismo constitucional siempre hemos provocado risas y ahora provocamos carcajadas. Pero repárese en esto: provocamos. Propugnadores de una patria abstracta, universalista, alejada de maquiavelismos, combativa de ancestralidades, somos la genuina aristocracia del espíritu en política: unos perdedores natos.
Nuestra predilección por lo formal nos convierte en esteticistas de la vida pública: somos unos caballeros, en riesgo perpetuo (por nuestra insolencia, desde la atalaya autoconstruida –y hay que añadir que certera– en que nos montamos) de derivar en caballeretes.
No podemos mover a las masas porque nos falta calor. Ante un amigo online que me lo reprochaba, compuse este poemita: "El del patriotismo / constitucional / es un amor frío / de mujer fatal". No aspiramos al poder, sino a la preservación del marco en que el poder se ejerza con limitaciones democráticas, conforme al Estado de derecho. En este sentido, no podemos ser más disruptivos. Unos auténticos pesados.
Somos un poco como el Rey, y nuestro discurso es el discurso de la Corona. Durante todo el año pronunciamos el mensaje de Navidad. Eso sí, ya que podemos permitírnoslo porque somos unos tirados, salpimentado con chistecillos y sarcasmos y alguna histrionización malota. Ahora me ha dado por soltar, a propósito del presidente del Tribunal Constitucional Pumpido y sus manejos nada neutrales: "Los del patriotismo constitucional deberíamos salir a la calle a quemar contenedores. Y el Tribunal Constitucional".
Es un mero desahogo verbal, pretendidamente divertido, un jugar con conceptos (mi campo de batalla es solo la página, la de papel y la electrónica), pero el amigo online de antes –hombre de acción gordito, recalentado en casi todos los fogones populistas de la actualidad (el trumpismo, el putinismo, el lepenismo, el voxismo, ¡hasta el franquismo!)– se reía de mi supuesto alarido, tachándolo de pseudopunki. Su modelo de acción (gordita) es el bisonte asaltacapitolios. O sea, en una situación defectuosa propone algo peor.
Nada más alejado de nosotros que las barricadas. Lo nuestro es el sofá comodón; aunque nuestro cuerpo yacente sostiene una cabeza llena de explosivos y cuchillas de afeitar. Estamos disconformes con el mundo. Tal vez estamos disconformes con la realidad. Proponemos un juego que nadie juega. Solo nos queda el despotrique.
Nuestra impotencia tiene que ver, dicen, con que no ponemos en marcha los recursos emocionales de la nación. Pero es que consideramos que tales recursos son embrutecedores. Y suelen dar espectaculitos lamentables. Nosotros estamos en otra cosa, apartados. Somos universalistas en el rincón.
Tuvimos la desgracia políticointelectual de criarnos en un momento de nuestra historia en que se prestigiaban las formalidades democráticas. Picamos el anzuelo (irredimiblemente) y consideramos que era lucidez lo que no era más que miedo tras una guerra civil y una dictadura. En cuanto el miedo se disipó, se volvió a las andadas: sin formalidades democráticas ni leches.
Hay que tener estómago para amar a la patria. Y sobre todo a una patria tan desastrosa como España. La resurrección del orgullo patrio entre quienes no son precisamente los mejores tiene el enojoso remate de que encima nos lo pretenden administrar como aceite de ricino. ¡Ellos!
Pero, como le dije al mencionado amigo online, sí que mantengo un vínculo emocional con España. Es decir, que no es para mí un país como los demás, sino el mío: y es que yo, que desprecio todos los nacionalismos, a ninguno desprecio tanto como al nacionalismo español (sin dejar de percibir el plus de ridiculez de los nacionalismos españolitos de vascos y catalanes).
Todo da igual, en cualquier caso. Los acontecimientos van por un lado que no es el del patriotismo constitucional. Aunque nunca fueron por aquí. Nuestro ideal siempre fue inoperante.
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En The Objective.