27.4.25

Hay un papa en la sopa

[Montanoscopia]  
 
1. Hay un papa en la sopa. En todas las sopas: periodísticas, internéticas, radiofónicas y televisivas. Qué saturación, para mí: si lo dan es porque a la gente le interesa. A mí me da igual, en minoría siempre. Sí respeto el duelo, la muerte de un ser humano. Y les doy mis condolencias a los católicos y (casi más) a los comunistas. En el papa Francisco se ha evidenciado lo que ya detectó Nietzsche y formuló brillantemente Octavio Paz: el marxismo es la última herejía del cristianismo (aunque hoy quizá habría que decir la penúltima; la última ha sido lo woke). De la pompa me llama la atención lo que tiene que ver con la Roma imperial: en los rituales de la serie Roma se percibía lo que ha conservado la Iglesia de aquello. Impresiona también, en los mandatos vitalicios de reyes y papas (salvo cuando abdican o hacen il gran rifiuto), el acompañamiento de los procesos vitales hasta la muerte. Aquí está el auténtico misterio, que es el de la vida. 
 
2. Me ha pasado con Parthenope lo mismo que con La grande bellezza: rechazo inicial, casi instintivo, y luego regusto; vencimiento de la hermosura pasajera, de la sensorialidad atravesada de melancolía. Aquí ayuda la actriz: Celeste Dalla Porta. Inalcanzable pero con algo extrañamente familiar. Lo identifico: ¡es la sonrisa –y la mirada– de Patricia Adriani! La película es mala, pero me toca. Es mala, pero no mediocre: Sorrentino hace bien en gustarse. 
 
3. Me pregunta una amiga qué es lo más sucio que he hecho por amor. Busco un poco en la memoria y lo encuentro: poner bien una novela malísima. Mi amada era la editora.  
 
4. Mi amigo Rafael Maldonado y yo estamos convencidos de que hoy nadie se come nada en la literatura española si no eres tía, llevas barba o te pones gorrito. Como confirmación me manda la foto de Álvaro Pombo recogiendo el Cervantes. Desde hace unos años no se quita gorrito y por eso se lo han dado. Este premio, por cierto, es lo único que ha ganado a la postre, después de todas sus derrotas, UPyD. 
 
5. Paseando por la suave Lisboa me asaltó un pensamiento contra España: los países que han tenido una guerra civil están condenados. No hay redención para las naciones que han llegado a las manos dentro de sus fronteras, porque ya han demostrado que no tienen límite en el enfrentamiento. La Transición fue un espejismo, más fruto del miedo y de la experiencia en sus carnes de dos generaciones que de la lucidez o de una súbita civilización. Está bien prolongar el espejismo, estirarlo todo lo que se pueda. Pero es eso: un espejismo. 
 
6. En Lisboa vi un anuncio de Pepsi en un tranvía: Sabe bem, sabe a Lisboa. Me acordé de la verdadera gran hazaña de Pessoa, que no fue poética (aunque la provocó una rima): retrasar el desembarco de la Coca-Cola en Portugal. En 1927 le encargaron el primer eslogan y escribió: "Primero se extraña. Después se entraña". Por esto último la declararon adictiva y la retiraron. No volvió hasta varias décadas después.
 
7. Sánchez excusa su asistencia al funeral del papa y a la ceremonia del Cervantes. Muchos lo han criticado, y objetivamente es criticable. Pero, sin refutar esta consideración, yo detecto ahí un principio de autoconciencia ética, estética incluso, que se daría en simultaneidad con lo otro (¡así de compleja es la vida!). El presidente ha detectado que aún dispone de algo bueno que dar, una última cosa que se guarda para ennoblecer (o no envilecer) las verdaderas grandes ocasiones: su ausencia. 
 
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24.4.25

Lisboa(s)

Mi viaje a Lisboa, auténtico salto con pértiga de Semana Santa, de domingo a domingo, ha estado emparedado entre dos muertes magnas (dos magnicidios naturales), en los sucesivos lunes, la de Mario Vargas Llosa y la del papa Francisco, uno encarnación de las luces latinoamericanas y otro de las tinieblas latinoamericanas; aunque el usual Lucas lo viera al revés, tan usualmente.
 
Ha sido mi quinto viaje a Lisboa y los otros estuvieron también, en capas superpuestas (¡palimpséstica Lisboa!). Fui en 1996 solo, en 2013 con Araceli, en 2017 con Curro y en 2024 con Losada. Este de 2025 lo he vuelto a hacer solo, aunque sin los éxtasis del primero. Me ha gustado percibir las modulaciones de las Lisboas anteriores, de acuerdo con la compañía o con la soledad del que yo era entonces. Mi ánimo ha sido por primera vez bajo, incluso subiendo las cuestas, algo que no se acomoda realmente a la ciudad, que está plena de vida. Me parece que yo era el único melancólico. Ya no son melancólicos ni los portugueses.
 
He incumplido todos mis propósitos salvo uno: andar. Es lo que he hecho, andar y andar. Y sentarme algunos ratos con café, cerveza o vinho verde al río, como parte de lo anterior; o con una caipirinha en el rincón oculto de Senhora do Monte. He cogido además dos trenes, uno a Sintra, donde había castaños de indias con piramiditas como los de Madrid, y otro a Cascais, en que visité la Boca do Inferno, allí donde la Bestia 666 citó a Pessoa, quien acudió acojonado. Lo único infernal allí hoy era el turismo, del que yo formaba parte.
 
Mi estudio daba a un patio interior, el de la terraza Aprazível, y, por encima de las fachadas de enfrente, a la catedral y al castillo, y a un trozo de Tajo y a mucho cielo; el sol se metía en mi cama nada más salir y yo seguía acostado hasta que se largaba. Mis lecturas intermitentes han sido Los comebarato y El imitador de voces, de Thomas Bernhard, y Simios apóstoles, de Juan Bonilla. He visto a ratos una película encantadora, Lisboa, de Ray Milland. Me he puesto solo dos canciones, "Padrão" y "Prece", de las adaptaciones de Mensagem; más las que han sonado en los sitios, brasileña, funk y africana. Me he comprado quince libros en portugués y dos discos de Keith Jarrett.
 
He mantenido mis rituales arrastrados de los otros viajes: la Ginjinha, el Pavilhão Chinês, el ciprés de Príncipe Real, la burbuja musical de Espaço Chiado, la ninfa del Jardim da Estrela... No he caminado esta vez por la avenida da Liberdade ni he visitado al marqués de Pombal (aunque pasé de noche en el taxi del aeropuerto), pero he alargado mis caminatas hasta los extremos del río y los barrios adyacentes: calles, con frecuencia solitarias, que procuraban, si no felicidad, serenidad. He conocido el precioso barrio de Amoreiras, donde cené con Josu de Miguel, su mujer y su cuñada. Antes él y yo nos tomamos una cerveza en el bar Jobim, casi enfrente de la Travessa: la mejor librería actual de Lisboa, sucursal de la de Ipanema.
 
Y he regresado, por supuesto, al Puente 25 de Abril, bajo el cual uno se queda dando vueltas como borracho. El año pasado salimos de Lisboa por él, en el autobús. Este año, tras mi primer acercamiento (el día en que seguí caminando hasta la torre de Belém), volví el último día por un folleto que recogí no sé dónde: Experiência Pilar 7. Bridge Experience. Dije abajo al salir: "É uma experiência mesmo!". Y lo era. Tras varias cámaras semioscuras con maquetas, cartelas y cables de suspensión expuestos, uno sube 25 pisos, 80 metros, y se pone a ras del tráfico del Puente, con Lisboa abajo y el horizonte del Atlántico. En cada descansillo y en lo alto resultaba, en sentido estricto, sublime: también con el traqueteo de la estructura.
 
Ciudad bellísima siempre. Solo o acompañado (¡mejor acompañado!), habrá que volver. 
 
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20.4.25

Semanasanteando (desde fuera)

[Montanoscopia]  
 
1. Hace años que se extinguió en mí la pasión por la Pasión. Si la Semana Santa me pilla en mi ciudad (semanasantera), no piso el centro: voy en la dirección opuesta, hacia el extrarradio, lo que no deja de ser una vía purgativa. Y si, como ahora, me pilla lejos, está el encanto del escamoteo: la Semana Santa desaparece del año limpiamente; vuelvo a mi ciudad y aquí no ha pasado nada.  
 
2. Mis dos últimos atisbos de pasión fueron por pasiones interpuestas. Por mi pasión por el ciclismo, pude apreciar que en una procesión Cristo se balanceaba como un ciclista ascendiendo: la agonía del Alpe d'Huez, el Mortirolo, el Angliru o el Mont Ventoux, literales Calvarios. Y por mi pasión por Brasil, me crucé con otra procesión, camino de una cita, mientras escuchaba música por los cascos: los tambores militares se colaban en las percusiones de Mangueira y Cristo parecía bailotear, ¡el Cristo del Samba!  
 
3. En mi pasión por la poesía también está Cristo, naturalmente. Más allá del "Cristo de Velázquez" de Unamuno y del que "anduvo en la mar" de Machado, está el maravilloso de Apollinaire en Zona: "Es Dios que muere el viernes y resucita el domingo / Es Cristo que sube al cielo mejor que los aviadores / Bate la marca mundial de altura". Y el Cristo humano de Borges: "¿De qué puede servirme que aquel hombre / haya sufrido, si yo sufro ahora?". 
 
 4. Aunque ya no me asomo a las procesiones, sino que las rehúyo, son horas y horas enterradas en la memoria con los demás recuerdos de la infancia. Iba con la familia a ver los tronos y los desfiles, que me gustaban más que los tronos; y a veces iba solo con mi padre y nos quedábamos hasta la madrugada. Las trompetas, los tambores, los caballos, los soldados, los nazarenos y por supuesto los Cristos y las Vírgenes; luces de velas y olor a incienso. Y entre la distracción, en súbitos remansos, sensaciones religiosas. Ópera, tragedia y misa: el arte total popular.  
 
5. Nunca se está más tocado por la infancia que en la adolescencia, en que el niño sigue ahí, quemando, muy cerca aún pero irreversiblemente fuera. Tuve un momento en esa edad de ir a procesiones solo, por los itinerarios que había hecho de niño con mi familia; un ritual por recrear los años idos. Las procesiones tuvieron en aquella época para mí, lo veo ahora, una función proustiana. Era de paso una manera de hacer mío, sin padres, el centro de la ciudad: ese centro del que ahora escapo en estas fechas.  
 
6. Hubo un interludio entrañable, cuando nuestro profesor de estética literaria nos hablaba con la misma pasión de la Semana Santa (¡estudiaba la retórica del pregón!) que de Mujeres al borde de un ataque de nervios de Almodóvar o Tala de Bernhard, ambas de aquel año. Una tarde nos invitó a un par de alumnos a su cofradía a un acto en que habría "jamón del bueno"; alternó allí los despotriques junto a nosotros sobre los presentes, como desde su sillón de orejas, con las zalamerías hacia los despotricados cuando se acercaban a saludarlo.  
 
7. Queda el mito de la muerte y la resurrección. Encajada en la primavera, la Semana Santa ritualiza la muerte para volver a la vida. No la muerte para siempre, sino la muerte que renace. Lo mismo que decía (¡así son las cosas!) el anticristiano Nietzsche: "¡Sí, muchas amargas muertes tiene que haber en nuestra vida, creadores! ¡De ese modo sois defensores y justificadores de todo lo perecedero!". La inocencia del devenir, al cabo. 
 
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17.4.25

Vargas Llosa nos tomó en serio

Ahora que Mario Vargas Llosa ha llegado a su fin, quiero volver al principio: y al principio fue el verbo. Yo antes de leer escuchaba la radio. Y por la radio pasaban los escritores, a muchos de los cuales conocí primero por su voz que por sus páginas. A Vargas Llosa debí de escucharlo en las entrevistas de promoción de La guerra del fin del mundo, y quizá por eso esta fue la novela suya con la que empecé, y con la que empecé en general, después de haber leído dos de Emilio Salgari y todas las de Agatha Christie. Cuando se me acabaron estas, saqué de la biblioteca la de Vargas Llosa. Tenía dudas, porque era gordísima, pero la bibliotecaria me dijo que si no la terminaba en las dos semanas del préstamo, me la podía quedar otras dos. Me piqué y la leí en una.
 
Como las de Salgari y Christie, la novela de Vargas Llosa contaba una historia que enganchaba. Pero había algo distinto: un uso exacto de las palabras, que las hacía ir más allá. Me hizo clic el arranque: "El hombre era alto y tan flaco que parecía siempre de perfil". Aquí descubrí, propiamente, la literatura. Además de con los elementos estructurales y demás recursos narrativos, tan ricos y brillantes que muchos otros autores que vinieron después me supieron a poco.
 
Así que mi vida como lector está ligada a él desde el comienzo. En la hora de su muerte no se pueden olvidar su independencia ni su valentía intelectuales –ese timbre de gloria que supone el que muchos no le dedicaran un elogio sin introducir lo de "con el que no siempre estoy de acuerdo"–, pero yo prefiero volver a lo esencial: la lectura. La intimidad de tanto tiempo con sus libros, el puro disfrute de sus novelas, sus ensayos, sus obras de teatro, sus artículos y hasta sus intervenciones orales, como en la radio inaugural.
 
En términos de disfrute puro, mis libros favoritos son, además del mencionado, La ciudad y los perros, Pantaleón y las visitadoras, La tía Julia y el escribidor, La orgía perpetua, Los cachorros, Conversación en La Catedral, Historia de Mayta, La Chunga, Kathie y el hipopótamo, Lituma en los Andes, ¿Quién mató a Palomino Molero?, La verdad de las mentiras, La fiesta del Chivo y El pez en el agua.
 
La casa verde la admiré pero no la disfruté. La leí tenso, cuando Vargas Llosa se presentó como candidato a la presidencia de Perú. La tensión sí me sirvió para leer adecuadamente los tres tomos de Contra viento y marea, en los que aprendí mucho de articulismo.
 
No se le reconocía como estilista, pero para mí su prosa era (es) ejemplar: eficaz, vibrante, juguetona a veces. Como en el segundo mejor final de una obra suya (la de Pichula Cuéllar): "y comenzábamos a engordar y a tener canas, barriguitas, cuerpos blandos, a usar anteojos para leer, a sentir malestares después de comer y de beber y aparecían ya en sus pieles algunas pequitas, ciertas arruguitas". El mejor es el de la novela que empezaba con lo del Perú jodido: "Trabajaría aquí, allá, a lo mejor dentro de un tiempo había otra epidemia de rabia y lo llamarían de nuevo, y después aquí, allá, y después, bueno, después ya se moriría, ¿no, niño?".
 
Me impresionó también su discurso de recepción del premio Rómulo Gallegos en 1967: "La literatura es fuego". Qué tío Varguitas. Cómo nos incendió. Qué manera de combinar la pasión y la razón. Con qué limpieza fue dando sus pasos y sus explicaciones. De pronto me doy cuenta de algo: se tomó en serio la vida, nos tomó en serio.
 
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13.4.25

Trump, 'The Ojete' y el cultureta de partido

[Montanoscopia]
  
1. Menudo papelón el de Trump (y el de los trumpistas españoles no digamos). El Día de la Liberación ha pasado a la historia como el Día de la Lonja. El tipo es un crack, en el sentido del Crack del 29. Lo descacharrante es que sus quejas histórico-económicas son las del independentismo catalán. Las cuentas y los cuentos de Trump, que es una mezcla de Oriol Junqueras, Jesús Gil y Naranjito.  
 
2. Las frases de Jésica en los audios de su declaración ante el juez me parecen de una frescura adorable. He ahí una mujer empoderada, consciente de su poder y su valor, que manda (¡también caprichosilla!). Lo que dio a cambio fue muy poco, salvo que readmitamos la "honra" calderoniana (uno de los puntos reaccionarios de nuestra progresía es la readmisión y rehabilitación de la "honra"). El reverso es la precariedad, el desamparo de Jésica: la volatilidad de lo obtenido. Y ahora, tal vez, la sanción social contra ella, que era la inocente.  
 
3. Hacen en La Cultureta un chiste sobre "el lupanar de Ábalos" y se oyen las risas de todos menos de uno: el cultureta de partido. El mismo que retuiteaba los insultos de Idafe sobre "la fachosfera". Esta semana se ha celebrado en Madrid un homenaje a Albert Camus. Participaban Guillermo Altares y Jesús Maraña. Me comieron los demonios cuando me enteré, pero luego entendí que sí que tienen algo de camusianos los dos: entre la justicia y su madre, escogerían a su madre. Entendiendo que su madre es Sánchez.  
 
4. La confirmación de las informaciones que avanzó Ketty Garat en The Objective sobre Ábalos y demás va haciendo que entendamos la estrategia del Gobierno (y sus gubernamentales): puesto que no podía replicar con la verdad, replicó con el ataque al periódico que la decía. Aún me irrita cuando alguien suelta lo de The Ojete. Suele ser alguien muy ufano, cuya ufanía no parece ser consciente de que está reproduciendo una invención del Poder sobre un medio crítico.  
 
5. La tensión entre el individuo y la historia está bien reflejada en dos de mis lecturas recientes: Poemas escogidos (1962-1996) de Joseph Brodsky (Siruela), y la novela Bárbara Gunz de Rafael Maldonado (Confluencias). La selección de Brodsky, preparada y traducida admirablemente por Ernesto Hernández Busto, permite una aproximación asombrosa en español a una poesía escrita en ruso. El prólogo y las notas contribuyen a la transparencia, que incluye las veladuras propias de los poemas: su apertura de sentidos. De entre los versos que he resaltado con el lápiz, pongo estos: "No puedo decirte que no logro vivir / sin ti pues sigo vivo. Como este papel muestra. / Existo, trago cerveza, ensucio las hojas / y pisoteo la hierba". 
 
 6. El primer acierto de Bárbara Gunz es ese nombre que proyecta una mujer que enamora. Ocurrió con Carlota Fainberg de Antonio Muñoz Molina y con Berta Isla de Javier Marías. Rafael Maldonado ha sabido ponerla para que imante y dé misterio o seducción a una historia múltiple, entrelazada de tramas y personajes que van del Madrid de 1936, en plena guerra civil, al sureño Majer (territorio mítico del faulkneriano, onettiano y benetiano –por fortuna no garciamarqueziano– autor) en la avanzada posguerra de 1958. A estas capas se le añade otra, autorreflexiva del género: la del novelista que escribe la novela en 2004, a partir de ciertos hechos que le cuentan y del nombre de Bárbara Gunz. La buena escritura, la sensibilidad, la capacidad puramente novelística de crear realidades y, de nuevo, la conciencia de las vidas sujetas a la historia (y las historias) hacen de esta una lectura inolvidable. 
 
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11.4.25

Kafka, el piernas de los piernas

[La Brújula (Opiniones ultramontanas), 3:21:45
 
Buenas noches. Hasta ahora no me he ocupado del piernas de los piernas de la literatura universal. O sea, un superpiernas él mismo y el padre todos los piernas: ¡Franz Kafka! Su prestigio, para mí incomprensible, arroja cada año toneladas de bibliografía elogiosa. Los dos últimos libros kafkianos son el Kafka del alemán Safranski, una biografía, y Dos tardes con Kafka, de Manuel Vilas, un diccionario kafkiano y, justo es decirlo, bastante piernas. Pero la culpa no la tienen los pobres kafkianos, sino el padre Kafka, que les ha colado su mercancía indigente. A Kafka se le celebra su perpetua lucidez, pero yo solo le reconozco un uniquísimo momento lúcido en su vida: cuando le pidió a su amigo Max Brod que quemara sus manuscritos. En su lecho de muerte, Kafka se dio cuenta de que era un piernas y no quiso dejar rastro. Pero Brod lo traicionó y expuso ante la humanidad que su amigo era, en efecto, un piernas. La experiencia íntima de cada lector es que El castillo, El proceso, América y todo lo demás no vale nada. Pero como se ha instalado el gran equívoco de que Kafka es un genio, nadie se atreve a reconocerlo. El lector kafkiano es, así, un personaje de Kafka: durante su lectura se ha convertido en un escarabajo, pero le da vergüenza decirlo. De este modo la fama de Kafka crece y crece, como la bola (¡justamente!) de esos escarabajos peloteros que son sus lectores. En este sentido, he de rendirme a las alabadas dotes proféticas del autor de La metamorfosis, ya que en este relato predijo lo que iba a ocurrir con sus lectores peloteros. Estos no son unos piernas sino unos patas, o patitas: a seis patitas por cabeza. Una legión de patitas al servicio del piernas Kafka.

10.4.25

Malos tiempos para el patriotismo constitucional

Los del patriotismo constitucional siempre hemos provocado risas y ahora provocamos carcajadas. Pero repárese en esto: provocamos. Propugnadores de una patria abstracta, universalista, alejada de maquiavelismos, combativa de ancestralidades, somos la genuina aristocracia del espíritu en política: unos perdedores natos.
 
Nuestra predilección por lo formal nos convierte en esteticistas de la vida pública: somos unos caballeros, en riesgo perpetuo (por nuestra insolencia, desde la atalaya autoconstruida –y hay que añadir que certera– en que nos montamos) de derivar en caballeretes.
 
No podemos mover a las masas porque nos falta calor. Ante un amigo online que me lo reprochaba, compuse este poemita: "El del patriotismo / constitucional / es un amor frío / de mujer fatal". No aspiramos al poder, sino a la preservación del marco en que el poder se ejerza con limitaciones democráticas, conforme al Estado de derecho. En este sentido, no podemos ser más disruptivos. Unos auténticos pesados.
 
Somos un poco como el Rey, y nuestro discurso es el discurso de la Corona. Durante todo el año pronunciamos el mensaje de Navidad. Eso sí, ya que podemos permitírnoslo porque somos unos tirados, salpimentado con chistecillos y sarcasmos y alguna histrionización malota. Ahora me ha dado por soltar, a propósito del presidente del Tribunal Constitucional Pumpido y sus manejos nada neutrales: "Los del patriotismo constitucional deberíamos salir a la calle a quemar contenedores. Y el Tribunal Constitucional".
 
Es un mero desahogo verbal, pretendidamente divertido, un jugar con conceptos (mi campo de batalla es solo la página, la de papel y la electrónica), pero el amigo online de antes –hombre de acción gordito, recalentado en casi todos los fogones populistas de la actualidad (el trumpismo, el putinismo, el lepenismo, el voxismo, ¡hasta el franquismo!)– se reía de mi supuesto alarido, tachándolo de pseudopunki. Su modelo de acción (gordita) es el bisonte asaltacapitolios. O sea, en una situación defectuosa propone algo peor.
 
Nada más alejado de nosotros que las barricadas. Lo nuestro es el sofá comodón; aunque nuestro cuerpo yacente sostiene una cabeza llena de explosivos y cuchillas de afeitar. Estamos disconformes con el mundo. Tal vez estamos disconformes con la realidad. Proponemos un juego que nadie juega. Solo nos queda el despotrique.
 
Nuestra impotencia tiene que ver, dicen, con que no ponemos en marcha los recursos emocionales de la nación. Pero es que consideramos que tales recursos son embrutecedores. Y suelen dar espectaculitos lamentables. Nosotros estamos en otra cosa, apartados. Somos universalistas en el rincón.
 
Tuvimos la desgracia políticointelectual de criarnos en un momento de nuestra historia en que se prestigiaban las formalidades democráticas. Picamos el anzuelo (irredimiblemente) y consideramos que era lucidez lo que no era más que miedo tras una guerra civil y una dictadura. En cuanto el miedo se disipó, se volvió a las andadas: sin formalidades democráticas ni leches.
 
Hay que tener estómago para amar a la patria. Y sobre todo a una patria tan desastrosa como España. La resurrección del orgullo patrio entre quienes no son precisamente los mejores tiene el enojoso remate de que encima nos lo pretenden administrar como aceite de ricino. ¡Ellos!
 
Pero, como le dije al mencionado amigo online, sí que mantengo un vínculo emocional con España. Es decir, que no es para mí un país como los demás, sino el mío: y es que yo, que desprecio todos los nacionalismos, a ninguno desprecio tanto como al nacionalismo español (sin dejar de percibir el plus de ridiculez de los nacionalismos españolitos de vascos y catalanes).
 
Todo da igual, en cualquier caso. Los acontecimientos van por un lado que no es el del patriotismo constitucional. Aunque nunca fueron por aquí. Nuestro ideal siempre fue inoperante.
 
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6.4.25

El nivel de nuestros capitostes

[Montanoscopia] 

1. No hay nadie al volante. Nada se ha aprendido de la Historia. Esto va a acabar mal. Disculpen el optimismo, pero lo cierto es que podría acabar peor. 

2. Trump nos está sirviendo para valorar a Reagan. Este, al que tanto menospreciamos (todos menos Vargas Llosa), se ve hoy como un campeón de los ideales. Y de las libertades. En uno de sus memorables chistes soviéticos (andan por YouTube) cuenta que un estadounidense y un ruso están comparando sus países. El primero afirma: "Yo puedo ir a la Casa Blanca, dar un golpe en la mesa del presidente y decirle: No me gusta cómo gobierna Estados Unidos". El ruso le responde que en su país ocurre lo mismo: "Yo puedo ir al Kremlin, dar un golpe en la mesa del secretario general y decirle: No me gusta cómo el presidente Reagan gobierna Estados Unidos". Esta ventaja, tan competitiva como moral, amenaza con extinguirse con el mamarracho naranja. Solo nos cabe confiar (también optimísticamente) en que América sea de verdad más grande que el que la quiere empequeñecer. 

3. Hablando de enanos, nunca es más ridículo Sánchez que cuando, en una situación de crisis (sí, de esas que exigen grandeza), aparece infatuado y se estira, y adopta una retórica de hombre de Estado que sencillamente no le sale. Primero, porque ni vale ni está preparado para ello. Segundo, porque hace ya mucho (¡pero mucho!) que arruinó cualquier posibilidad. 

4. Y encima es un actor mediocre, lo que ya es el colmo: toda una vida consagrada a fingir y no ha aprendido a hacerlo. Pero fíjense que hasta en esto hay belleza: por su particular paradoja del comediante, la mala calidad de la actuación le mantiene un último vínculo con la sinceridad. 

5. A propósito del reclutamiento a mansalva de periodistas-soldados del sanchismo para la televisión pública, Carlos Hortelano ha escrito el tuit definitivo: "Menos mal que a Idafe lo ficharon en Moncloa y pudimos librarnos de que tuviera programa en TVE". 

6. Peligro de la autocomplacencia de Ayuso, que también tiene su coro de aduladores: en cuanto se le aprietan las tuercas con finura y no bronca y fraudulentamente como suelen, trastabillea. Así lo hizo Alsina y las consecuencias fueron inmediatas (y no por habituales menos bochornosas): los que suelen tachar a Alsina de facha o fachosférico lo jalearon por su entrevista; los que suelen celebrarlo por sus críticas al Gobierno dijeron que Alsina nunca fue para tanto. Especialmente entrañables resultaron los agradaores de Ayuso, algunos de los cuales están a sueldo de Ayuso. 

7. Arias Maldonado fue invitado a Madrid por la Fundación Civismo para mantener un diálogo con Andreu Jaume y lo comisionamos para que le transmitiera a este un mensaje: "A los malagueños no nos consta el Guadalquivir". Era a propósito de su artículo "Teoría de Andalucía", en el que, aunque no se menciona el río, hace gala de un sevillanismo perfectamente orientalista. Nos pareció simpático, porque vimos detrás la mano negra de nuestro amigo Carlos Mármol, sevillano, pero había que aclarar las cosas. La reacción no se hizo esperar. Jaume se lo dijo a Mármol y este le explicó: "Es que los malagueños son nuestros catalanes". 

8. Mármol, por cierto, me recomendó el podcast Sopa de ganso, de Ramón de España y Javier Melero en La Vanguardia. ¡Delicioso! En un episodio, el editor Enrique Murillo cuenta que, cuando dirigía Babelia, el entonces director de El País, Joaquín Estefanía, le echó una bronca por haber destacado American Psycho, la novela de Bret Easton Ellis. Ese ha sido siempre el nivel de nuestros capitostes. Y ahí siguen, predicando.

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3.4.25

Los días largos

Mucho tiempo he estado en contra del cambio de hora, esa hora que nos regalan en otoño y nos quitan en primavera. Con eso está dicho todo, proclamaba por ahí: un negocio estatal en favor del apagamiento. Yo era partidario de un horario único: el de verano, naturalmente. Que los tristes trabajadores enfilaran la senda laboral a oscuras, y que a los ociosos (¡a los artistas!) se nos ensanchasen las avenidas del atardecer.

Parece que ha dejado de hablarse de la instauración del horario único, pero me temo que el Estado hubiese mantenido el de invierno, que es el que le conviene. Aijó aijó, silbando a trabajar con ese sol pálido y frígido que no invita a alegrías; y a las seis de la tarde recogiditos en casa para ver el Nodo (un Nodo que ya se extiende en España hasta a los programas del corazón: ni un solo periodista-soldado del sanchismo se ha quedado sin reclutar a cargo del Presupuesto).

Ahora, sin embargo, le he pillado el gusto al cambio de hora, e incluso al cambio de las horas. Estoy por la transitoriedad, por Heráclito. Se acabó la nostalgia del invariable pedrusco de Parménides. Si solo permanecen la Historia y la morcilla de mi tierra ("se hacen las dos con sangre, se repiten"), yo deseo que cambien las horas, y que cambie la hora.

Solemos ir por el día distraídos con otras cosas que no son las horas. Estas, como la iluminación del teatro, van mudando mientras se desarrolla la trama, que es lo que aparentemente importa. Pero la trama es banal, nada comparable con las evoluciones del cielo. Me acuerdo de aquel documental de hace veinte años: El cielo gira, de Mercedes Álvarez. Y del libro La luz del sol, de Álvaro Galmés, que hace con palabras, casi de un modo metafísico, lo que hacían los pintores impresionistas. Fue mi principal lectura del confinamiento: ayudándome a discernir lo que sucedía por la ventana, encima de la anodina calle.

En las películas contemplativas de Chantal Akerman, y en las algo menos contemplativas, pero también contemplativas, de Éric Rohmer, las variaciones del día están presentes. El corto de Akerman del colectivo O estado do mundo filma un anochecer en Shanghái, con los luminosos, las músicas, los barcos. En News from home, días y noches del Nueva York de 1976. En Toute une nuit, una noche de Bruselas, repartida en cien encuentros. En casi todas sus películas la cámara se queda quieta durante minutos, ante el mar o un desierto, fachadas, carreteras, árboles. En interiores también: pasillos, habitaciones, muebles, camas, el metro.

En el fondo es una épica que es una lírica (¡y una estética!) que alcanza a todos. Tal vez un drama (más que una tragedia). Y una poética, como en Pere Gimferrer: "Alguna cosa més que el do de síntesi: / veure en la llum el trànsit de la llum" [Algo más que el don de síntesis: / ver en la luz el tránsito de la luz]. Y una ética: en La hazaña secreta, Ismael Grasa invita a respetar "la estructura del día".

Y el cambio de hora, que de repente adoro. Que anochezca más tarde, y de una manera brusca. Sucumbidos en el invierno con las tardes cortísimas, con las noches echadas encima de sopetón (aunque en la costa se demoran un poco las brasas), uno entiende que es una penitencia dura pero prometedora. La carga de melancolía refuerza la posterior felicidad del día largo. En la mecánica del placer participa el dolor previo. Se venía alargando desde Navidad, y de pronto la definitiva hora extra. Estirón de la luz. 

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