28.1.19

El lastre de Podemos

El lastre de Podemos han sido esos regímenes que sus dirigentes apoyan; empezando, claro, por el de Venezuela: un país al que han contribuido activamente a hundir, y al que siguen empujando hacia abajo en estos momentos críticos. Esos regímenes han arrojado su sombra vieja sobre lo que ellos llamaban “nueva política”: una novedad quizá entre nosotros, pero con un fracaso contrastado en todos los sitios (y las épocas) en que se probó. El lastre de Podemos es que, no habiendo gobernado, se conocen de sobra los efectos que tendría su gobierno.

Íñigo Errejón, que es el listo, ha borrado ahora sus tuits de apoyo a la tiranía de Maduro. Hace nada hablaba de las tres comidas al día de los venezolanos. Debe de ser el listo por lo rápido que ha aprendido la lección. Es cierto que después de casi todo el mundo, y muchísimo después que los sufridos venezolanos. Pero en comparación con los que le rodean es el listo. También como listo es el primero de Podemos que, con respecto al “régimen del 78”, empieza a llegar poco a poco, con enormísimo esfuerzo intelectual y tras un tortuoso proceso interior, desgarrador sin duda, a unas conclusiones parecidas a las que el españolito medio llegó hace cuarenta años sin despeinarse.

Esos tuits maduristas, ha debido de pensar Errejón, eran un lastre para él. Como también lo eran Pablo Iglesias y (técnicamente) Podemos. Ramón Espinar es el último que se ha marchado. Antes lo hicieron muchos otros. La idea que va cundiendo es que Podemos es el gran lastre de Podemos. Cabría la esperanza de que, con la marcha de todos, Podemos se convirtiese en un partido puro: en el partido perfecto. Quizá entonces me animaba yo a votarlo. Pero hay dos que no se irán: Pablo Iglesias e Irene Montero. Tienen que pagarse un chalet y dependen de Podemos para pagarlo.

Me obsesiona Pablo Iglesias, la situación en que ha quedado. Oigo a Íñigo Errejón y a Carolina Bescansa hablar con ilusión del Podemos de antes, del Podemos del principio. De sus palabras se deduce que el que se lo ha cargado ha sido Iglesias. Empieza a transparentarse el pensamiento de que la única reactivación que tendría Podemos (aunque fuese sin su nombre) pasaría por depositar todos sus males en Iglesias –unos males que se deben a Iglesias solo en parte; en su mayor parte se deben al roce con la realidad– y eliminarlo. Entonces advendría la purificación. Sería un proceso sacrificial de libro (de libro de René Girard, concretamente, que tan bien ha estudiado entre nosotros el filósofo Juan Antonio Horrach).

Produce un cierto escalofrío constatar que Iglesias se ha ido cargando (él solito, podríamos decir) con los atributos del chivo expiatorio: su liderazgo unipersonal, los agraviados que ha dejado por el camino, su arrogancia de macho alfa (con sus parejas aupadas o defenestradas según su relación sentimental con ellas), el error de su mansión, incluso su repliegue por la baja de paternidad... Aislado ahora como un personaje de Shakespeare, casi está convocando al cuchillo.

Al cuchillo simbólico, no físico afortunadamente. Porque esta es otra que le deben los podemitas a su denostado “régimen del 78”: todo esto acabará sin muertos. No como en las épocas (y los sitios) que les gustan.

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En El Español.

23.1.19

Atapuerca

La palabra se despega del niño de dos años que se cayó en el pozo. El niño sigue allí –seguirá allí aunque saquen el cuerpo– pero la palabra se mueve en otro mundo, un mundo casi autónomo: de asociaciones, ecos, pensamientos, mitos. Un mundo frío para el niño, que no lo protege; pero nos puede servir para conjurar el miedo, para acompañar la pena, a los que estamos arriba, hasta que dejemos de estarlo.

De niños era una de nuestras pesadillas recurrentes: la caída en un abismo, la angustia durante el trayecto, siempre demasiado largo, y el alivio final en el colchón. Para el pequeño de Totalán la realidad fue su pesadilla. Es insoportable pensarlo porque vivió la pesadilla definitiva, sin el despertar aliviado. Abruma la perfección de su fatalidad: ese entrar en la tierra por un conducto estrecho como un útero. Desaparecer como vino. Hago literatura, ¿pero qué puedo hacer?

El pasado 1 de enero me acordé de un ciclo de la Fundación Juan March sobre el origen y la evolución del hombre, impartido por paleontólogos de los yacimientos de Atapuerca. Juan Luis Arsuaga habla en su conferencia "Postura erguida, locomoción bípeda y el dilema del parto" de las dificultades del parto en nuestra especie, debidas a nuestra evolución hasta convertirnos en seres bípedos. Es una conferencia apasionante, que narra ese primer recorrido por el "canal del parto" como una auténtica odisea, complicada para el bebé y dolorosa para la madre. Arsuaga utiliza un sintagma expresivo: "el conflicto pélvico-encefálico".

Pero aunque ahora he vuelto a recordar el ciclo, mi recuerdo del 1 de enero fue por otra de las conferencias: "La evolución del lenguaje", de Ignacio Martínez Mendizábal. Y se debió a la primera noticia de este 2019, insoportable también: la del niño de tres años que murió atragantado con una uva en Nochevieja. En los días siguiente se publicó el dato de que el atragantamiento es la tercera causa de muerte no natural en España: en 2017 murieron en nuestro país 2.336 personas atragantadas.

Martínez Mendizábal explica que el peligro de atragantamiento –casi inexistente en los monos– lo tiene el ser humano por su capacidad de hablar. La laringe baja hace que la faringe sea demasiado larga, por lo que el alimento puede desviarse por la tráquea en vez de ir por el esófago. "¿Cómo la selección natural –se pregunta Martínez Mendizábal–, que hace que sobrevivan los más aptos, ha podido seleccionar una anatomía que es perjudicial para el organismo?". La solución la dio Darwin: cuando un órgano ha perdido eficacia en el desempeño de una función es porque ha adquirido una función nueva que es más importante para la supervivencia del individuo. En este caso, la función nueva es el lenguaje. El niño de la uva y los miles de atragantados anuales son las bajas ocasionadas por este prodigio.

Mientras escribo siguen los trabajos para llegar al niño del pozo. Es imposible que esté vivo, pero hay que seguir; no ya por esperanza, sino por desesperación.

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En The Objective.

21.1.19

Arriba y abajo (y en medio)

Como homenaje póstumo a Podemos me gustaría rescatar aquella idea suya de que no hay izquierda y derecha, sino arriba y abajo. Esta semana se ha cumplido por fin y Podemos se ha venido abajo al tiempo que el PP se venía arriba. Vox también está subidito, como lo estaba Podemos cuando hablaba de los de abajo desde arriba, que es desde donde gusta hablar. Ahora que podría hablarles de tú a tú ya no van a hacerle caso, porque a los de abajo les gusta votar a los que suben.

Me he acordado del gran Juan Cueto, que nos acaba de dejar. Con su lucidez vitriólica de los ochenta, el hombre que se autodefinía como “feo, catódico y sentimental” (lo primero por coquetería, porque era guapo) dijo cuando Serrat sacó el disco El sur también existe que lo que faltaba ahora que nos habíamos librado del chantaje ideológico era que nos cayese encima el chantaje geográfico. Él, que tanto norte nos dio con su revista Los Cuadernos del Norte. Pero de mi recuerdo lo que destaca es aquel hablar del chantaje ideológico en pasado... ¡Aquella dulzura de vivir!

Yo veo lo que está pasando en Podemos como un gran canto al “régimen del 78”: si en lugar de en este “régimen” que desprecian viviesen en alguno de los que adoran, estarían matándose físicamente. Pero el capitalismo también impone su coacción: hoy todos nos preguntamos cómo van a pagar Pablo Iglesias e Irene Montero su chalet si se les hunde el modelo de negocio. Mi pesimismo antropológico me hace no descartar que entre las motivaciones de Íñigo Errejón para apuñalar a Iglesias y liquidar Podemos esté ver a su amiguito del alma en la indigencia. La entrañable foto de los dos juntos de chavales no debe llevarnos a engaño: jugaban a la política y por lo tanto eran dos maquiavelines. El fallo de timing de Iglesias es que en el momento clave tiene que andarse con biberones en vez de con navajas.

El PP, mientras tanto, ha dedicado la semana a la trompetería autopromocional: primero con la presidencia de la Junta de Andalucía y luego con la Convención del finde. Entre una cosa y otra, se ha situado arriba y empieza a cundir la sensación de que pueda ir en serio. Aunque para los votantes seguirá el lastre de la corrupción, y pueden verse frenados por los mensajes contradictorios de Rajoy y Aznar (con esos malabarismos para que no se cruzaran). Los muy de derechas que no se lo terminen de creer seguirán con la idea de votar a Vox, incluso para decantar el PP que prefieren.

En cuanto a Ciudadanos, se ha quedado compuesto y sin Vargas Llosa. Ni arriba ni abajo: en medio. También en el centro de la vertical.

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En El Español.

14.1.19

Qué cambio

La palabra cambio ha vuelto a triunfar, después de aquel cartel –insuperado– de Felipe González en las elecciones generales de 1982, cuyo lema era Por el cambio. El del candidato del PP que va a ser presidente de la Junta de Andalucía ha sido Garantía de cambio. Quién nos iba a decir que muchos años después el cambio sería echar a los socialistas.

El cambio está bien: cambiar a un partido que llevaba treinta y seis años en el poder era una cuestión de ventilación democrática; lo venía siendo desde hacía mucho. Pero el que hasta ahora no haya podido ser no se ha debido solo al clientelismo y la potencia propagandística del PSOE andaluz: es que el PP andaluz no ha dado la talla. La cuestión es que ahora va a llegar al gobierno (con el apoyo de Ciudadanos y, ay, de Vox) habiéndola dado menos que nunca. El PP andaluz nunca ha tenido un candidato más flojo que Juan Manuel Moreno Bonilla, el hombre anteriormente conocido como Juanma.

Por eso me rechina todo el aparato emotivo asociado a la palabra "cambio", que el PP está propulsando con una retórica muy parecida a la de sus detestados socialistas. Estamos viendo (los que tenemos la desdicha de verlo) que el problema en Andalucía no era tanto el del partido en el poder como el de la clase política andaluza, de una mediocridad arrasadora (incluso por debajo de la media nacional, que tampoco es para tirar cohetes).

De manera que me parece bien el cambio en la Junta (aunque sea con el apoyo, ay, de Vox), pero no participo del entusiasmo con que lo envuelven. El González de 1982 si transmitía ese plus, con su mirada soñadora y el cielo claro de aquel cartel. El pobre Juanma, sin embargo, queda como sobrepasado por la palabra, y algo parecido le ocurre al que será su vicepresidente, Juan Marín, el hombre anteriormente conocido como Joe Rígoli.

Otra cosa es que el trabajo que se les viene encima sea ciertamente hercúleo. Desmontar un sistema de poder como el del PSOE en Andalucía va a ser complicado. Tampoco sé si de verdad va a ser desmontado o simplemente ocupado por los nuevos. Pero aunque fuese solo esto, ya resultaría saludable en sí mismo. Me carga, como digo, la retórica. Pero es que admite poca retórica el cambio tal como lo veo en Andalucía: un higiénico "cambiarle el agua a las aceitunas".

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En El Español.

9.1.19

Tres delicias

Algo que ciertamente no se nombra con la palabra azar, sino con la palabra amistad, hizo que en el último tramo de mis lecturas de 2018 hubiese tres auténticas delicias. Tres libros elegantes, vitales y fecundos, con su puntito de melancolía, que es la señal de la alegría que va en la corriente del tiempo: Comimos y bebimos. Notas de cocina y vida, de Ignacio Peyró; Hoguera y abanico. Versiones de Bashō, de Ernesto Hernández Busto; y Otra modernidad. Estudios sobre la obra de Ramón Gaya, de Miriam Moreno Aguirre (el primero editado por Libros del Asteroide y los otros dos por Pre-Textos).

Comimos y bebimos es ante todo leímos: un disfrute de prosa consagrada a hacer perdurables los placeres fugaces de la mesa, que buscan su modo de eternidad en la memoria y en la repetición (siempre variada). Ignacio Peyró habla de comida y de bebida, pero sobre todo de amistad, de amor, de literatura, de lugares de culto (restaurantes, bares, algún club inglés y hasta una gasolinera), de etapas de la vida asociadas a los sentidos; de un mundo que desaparece, pero también de las compensaciones del que surge. A cada paso de su prosa hay expresiones felices y toquecitos emotivos, de un sentimentalismo con humor. De los clientes masculinos del lujoso Wilton’s de Londres (“caro como casar a una hija”) dice que gustan de “puros de antes de Castro y muchachas de después de Gorbachov”, de cierto camembert que huele “como los pies de Dios”, que la paella “no debería funcionar, y sin embargo funciona”, que el del puro es “el placer pensativo”, o que un buen bar es aquel que nos ofrece “el alcohol y la penumbra”. Yo he tenido la suerte de disfrutar con Peyró y los otros amigos catacumbísticos de tres de los lugares de Madrid que cita –El Padre, Asturianos y Cuenllas– y fueron ocasiones memorables: como las que transmite este libro.

En Hoguera y abanico, Ernesto Hernández Busto no solo ofrece una abundante muestra de poemas del maestro del haiku Matsuo Bashō (en versiones que son también poemas en español), sino además un extenso prólogo con la biografía y la poética del autor japonés, que sirve como un tratado de poesía (y vida). Cada haiku va en español y en japonés, y con un comentario que constituye en sí mismo una lectura deliciosa. Para Bashō, “el secreto de la poesía radica en pisar la senda intermedia entre la realidad y la vacuidad del mundo”. Es indudable la relación de este poeta con el zen, pero la interpretación de Hernández Busto tiene la virtud de –sin negarlo– resaltar el empeño esencial de Bashō, que no es el religioso sino el poético: sus iluminaciones son las de la poesía. Esta, para Bashō, ha de ser inútil: “Mi arte es como hoguera en verano y abanico en invierno”. Así se mantendrá lejos “del ansia de poder, de la búsqueda de la fama y de las cosas que corrompen el alma”. Citaré solo un haiku, adecuado para estas fechas: “¡Ya es Año Nuevo! / Recuerdo solitarias / tardes de otoño”. En su comentario Hernández Busto habla del recogimiento del poeta en medio de la celebración, pero no para “enfrentar su soledad a la vanidad”, sino para “dar forma a un sentimiento ambivalente: esa porción de tristeza que es necesaria para que la vida cobre sentido”.

Otra modernidad es un extenso estudio, riguroso y apasionante, sobre la obra del pintor Ramón Gaya, con un cuadernillo final de casi sesenta ilustraciones que forma un museo portátil como el que Gaya se hizo en su exilio de México con reproducciones de cuadros que admiraba: aquí los que admiramos son sus propios cuadros. Miriam Moreno Aguirre repasa los hitos biográficos del artista, rastrea sus fuentes filosófico-estéticas (Krause, Juan Ramón Jiménez, Ortega y Gasset, Unamuno, Nietzsche, Bergson), recorre su obra pictórica y analiza su visión del arte (y, nuevamente, de la vida). Además de pintor, Gaya fue un escritor notable que, en libros como El sentimiento de la pintura, Velázquez, pájaro solitario, Naturalidad del arte (y artificialidad de la crítica) o su Diario de un pintor, dejó sus ideas sobre la pintura, de una originalidad y una radicalidad que no tienen que ver con las pirotecnias vanguardistas, sino con esa “otra modernidad” del título; “una modernidad natural –escribe la autora– que no tiene rostro escandaloso, ni consta de aparato teórico”, porque, según Gaya, “viene a ser algo así como un tímido y atrevido frescor que, de pronto, se aviene a dar unos pasos: nada más, eso es todo”. Para Gaya, la clave del arte no es hacer, sino ser. Distingue entre la obra de creación y lo que él llama el “arte artístico”: el separado de la vida. Su denostación de este arte, y su dedicación al otro, lo asumió como un destino, sabiendo que con ello quedaba condenado a la falta de reconocimiento. Fue un nietzscheano verdadero, por intempestivo. De ahí la belleza de un libro como este, que contribuye a su restitución.

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En The Objective.

7.1.19

Vox, marcando paquete

Vox ha venido a compensar el panorama político español, tensándolo hacia el otro extremo. Hasta su irrupción estaba desequilibrado: con la tensión solo hacia uno. Este reequilibrio basado en dos extremismos no es apacible, pero al menos es más limpio geométricamente. Y no deja de contener cierta justicia: Vox es la respuesta a los que se pensaban que los consensos de la Transición los iban a romper solo por un lado.

Ese tironeo irresponsable lo inició Zapatero. De hecho, el primer libro de historia en el que apareció, la Historia mínima de España de Juan Pablo Fusi (2012), decía de su presidencia que supuso “la ruptura de consensos básicos vigentes, tácita o explícitamente, desde la Transición”. Y añadía: “El PSOE parecía identificar ahora democracia con izquierda y nacionalismos; la idea parecía ser que, treinta años después de la muerte de Franco, las circunstancias españolas ya no eran las circunstancias de la Transición”. Pues ahí lo tienen.

Por otra parte, en esto estuvieron siempre los nacionalistas. Y los podemitas, desde que surgieron. Tras el éxito de Vox en las elecciones andaluzas, algunos afines a Podemos se lamentaban de que había alcanzado representación política lo que hasta entonces eran conversaciones de bar. Faltaba responderles que hasta que no lo han sacado del bar no han parado. Como ya apunté, no se dan cuenta de que su énfasis de ahora los desenmascara: si según ellos PP y Ciudadanos ya eran “fachas”, ¿a qué esta alarma novedosa con Vox? Tratan de salvar los muebles (y de autojustificarse) mediante la asimilación de estos partidos con Vox. Pero no cuela. Como no cuelan los ataques súbitos de antifascismo en quienes llevan años consintiendo con nuestro fascismo realmente existente. (O lo que más se le parece, en todo caso: más incluso que Vox, que aún no ha sacado ninguna antorcha).

Los nacionalistas llevan cuarenta años jugando con la ventaja de no estar luchando contra sus opuestos, sino contra los que ya les habían concedido mucho. Luchaban contra el fruto del diálogo, que fue el Estado de las autonomías; y por eso, por mucho que tengan la palabra “diálogo” en la boca, sus exigencias van contra él. Ahora con Vox tienen a sus verdaderos oponentes: los que quieren centralismo y (ahora sí) nacionalismo español.

Está uno tentado de soltar una humorada equivalente a la de aquel ateo que defendía la religión católica frente a las demás porque al menos era la verdadera. En esta asfixiante guerra de nacionalismos, la ventaja del español para los que nos consideramos antinacionalistas es que al menos es el verdadero. Pero, claro, el nacionalismo es lo que tiene: no la aséptica ciudadanía, sino una enojosa adscripción a contenidos espurios. En el pack (¡en el paquete!) de Vox van demasiadas cosas adosadas a “España”: la familia tradicional, la caza, los toros, la xenofobia, el montar a caballo como señoritos, la rigidez antiondulante y un cierto poner los cojones encima de la mesa.

Este es el gran momento de la visualización del centro, pero me parece a mí que el centro es el que tiene todas las de perder: el reequilibrio no se traducirá en tranquilidad, sino en bronca. Volvemos a un bipartidismo, pero en bruto.

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En El Español.