30.10.19

Lecturas perfectas

De vez en cuando, súbitamente, uno se reconcilia con la lectura. Este verbo es deliberado, porque aunque uno está todo el día leyendo y lo que más le gusta es leer, la ‘instalación’ en la lectura es monótona en general, agradablemente monótona: es la cotidianeidad que escogimos, pero como toda cotidianeidad está hecha de días grises. Leemos a veces a rastras, con cierta aspereza. Leemos a veces contra lo que leemos, detectando sus carencias, sin terminar de disfrutar. Por eso, cuando de pronto aparece la lectura perfecta entendemos por qué leíamos: lo recordamos. Yo he tenido la suerte de empalmar dos lecturas perfectas estos días: los Diarios completos de Iñaki Uriarte (Pepitas de Calabaza) y El idioma materno de Fabio Morábito (Sexto Piso).

De ambas podría decirse lo que le dije a Uriarte de sus diarios cuando salió el primero para explicarle su aceptación, que a él (coquetamente) le extrañaba: a quienes les guste la lectura no les puede no gustar. Con los dos libros reaparece el placer de leer, esa felicidad específica que solo se manifiesta con la lectura. Con los libros de Uriarte y Morábito entendemos quién es el “lector hedónico” de Borges: nosotros, cuando los leemos (a Borges también).

Con este tomo ‘Diarios’ que reúne los tres publicados anteriormente, más un epílogo de unas cincuenta páginas tan buenas como las otras, Uriarte consigue lo que deseó difusamente cuando vio La tentación del fracaso de Julio Ramón Ribeyro: tener un tomo diarístico así, no más. Pertenece a esa envidiable estirpe de autores cuyas obras completas caben en un solo volumen, el primero de los cuales es su admirado Montaigne. Mi lectura de estos Diarios ha empezado por las páginas nuevas del epílogo, y nada más leer las primeras frases tuve la sensación de entrar en un salón conocido, confortable, con la luz ideal, en la compañía adecuada. Las páginas de Uriarte transmiten esa serenidad que, según cuenta, algunas personas le dicen que su presencia produce. Y lo bueno es que esto sucede sin que Uriarte oculte nada: ni sus aprensiones, ni sus neurosis, ni sus momentos nulos. El secreto está en la escritura limpia, en la perspectiva, en una distancia que no es lejanía. O en cómo cada página es valiosa porque es el fruto de una destilación lenta. El misterio, que se escapa, es cómo consigue ser tan brillante sin pretender ni aparentar brillantez. Me recuerda a este aforismo de Nietzsche: “No todo lo que es oro reluce. El brillo suave es propio del metal más noble”.

Del ‘El idioma materno’ de Fabio Morábito supe por la entrevista que le hizo Manuel Sollo en su Biblioteca Pública de RNE en 2014, cuando el libro salió. Me interesó mucho entonces, pero solo ahora, cinco años después, he tenido el impulso de leerlo. Intuía que me iba a gustar, pero no tanto. El libro lo componen ochenta y cuatro textos de página y media que tienen la virtud asombrosa de que todos son muy buenos y un buen puñado de ellos excelentes. Hacía tiempo que no veía nada así. Como Uriarte, Morábito escribe sin afectación, con una escritura comprensible que acoge –porque los celebra– los aspectos incomprensibles de la vida. El eje de los textos es la vocación literaria, la relación entre las palabras y el mundo, los enigmas del lenguaje, las enseñanzas de la tradición literaria, la magia de la vida común. Su lengua materna es el italiano pero escribe en español (su familia se mudó a México cuando él tenía quince años), y este hecho determina su percepción extraordinaria, su fecunda extrañeza.

Los dos autores, por cierto, nacieron en ciudades incomparables: Morábito en Alejandría y Uriarte en Nueva York.

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En The Objective.

28.10.19

El último Nodo

Lo más significativo de estos días franquistas ha sido el empeño del podemismo y el nacionalismo por ver un “funeral de Estado” donde solo hubo una sobria ceremonia administrativa con un mínimo de dignidad. Es cierto que esta sencillez le confería al traslado de los restos del dictador un carácter recogidamente sagrado, más sagrado en verdad que las alharacas con que fue enterrado y que el estrépito de piedra que representaba el Valle de los Caídos. Pero el podemismo y el nacionalismo no se referían a esto, puesto que la estética de ambos está más cerca de esas alharacas y esos estrépitos que de la sobriedad.

¿A qué se debía entonces la pataleta quijotesca de querer ver gigantes donde solo había molinos? Su malestar ante el cumplimiento de lo que tantas veces habían reclamado era la brecha que mostraba lo que les estaba sucediendo en realidad: la destrucción ante sus mismísimas narices de la coartada en la que han fundado el 95% de su política, de sus argumentaciones. La exhumación y reinhumación de Franco fue además un striptease en el que el podemismo y el nacionalismo se quedaron en pelotas.

El PSOE en cierto modo también, aunque no tanto. Este partido fue el que, por medio del presidente Zapatero, resucitó a Franco y convirtió nuestra vida cotidiana en una inmensa plaza de Oriente. Cierto que para abuchear al caudillo en vez de para aclamarlo, pero esto ha sido secundario con respecto al hecho principal de que hayamos vuelto a tener a Franco hasta en la sopa: un franquismo a la inversa, pero franquismo al cabo.

Sin embargo, gracias a que el PSOE ha comandado la acción de sacar a Franco del Valle de los Caídos, puede dar por cerrada con éxito esa vía argumental. Ha evitado quedarse tan en pelotas como el podemismo y el nacionalismo porque se ha fabricado un nuevo traje: el de su victoria en esta batalla. A tal fabricación se ha dedicado la propaganda socialista sobre el traslado, que ha venido a constituir un último Nodo. Esta vez a beneficio de Sánchez.

En cuanto a los nostálgicos del franquismo que se presentaron en el Valle, con el golpista Tejero como cabeza visible (sin tricornio ya), hay que estar muy ciegos para no ver en ellos a los equivalentes exactos de nuestros nacionalistas vascos y catalanes: la misma obcecación, las mismas maneras, el mismo desprecio por los otros, el mismo mal gusto. El hijo de Tejero parecía Junqueras y todas las señoras eran igualitas a Forcadell. Llevando el ataúd podrían haberse camuflado perfectamente Aitor Esteban y Otegi. Y el castizo Ortuzar podría haber sido uno de los apretaos.

Pero vuelvo a la estética minimal del acontecimiento, porque sí que hizo de él, después de todo, un funeral de Estado. Solo que deconstruido, como las tortillas de patatas que deconstruye Ferrán Adrià. Su elegancia civil fue digna del patriotismo constitucional, que es el único realmente antifranquista que tenemos. Y la culminación en helicóptero enlazaba, por su carácter futurista, con los tortuosos años treinta del pasado siglo. ¡Más bella que la Victoria de Samotracia!

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En El Español.

21.10.19

Espuma de fuego

Por supuesto que hay que diferenciar entre la manifestaciones pacíficas del independentismo catalán y las manifestaciones violentas del independentismo catalán, pero (¡yo también tengo derecho a mi pero!) las segundas no son más que la emanación de las primeras. Una emanación no mecánica, ciertamente; ni siquiera inevitable. Pero dado que el nacionalismo es lo que es, cabría calificar de milagro que hasta ahora la violencia no hubiera ido a mayores. Sigue siendo un milagro, a pesar de los incendios: los que tenemos una visión catastrofista de la historia sabemos cuánto las cosas pueden empeorar.

Al fin y al cabo, lo que defienden esas manifestaciones pacíficas, con sus multitudes sanotas, bien alimentadas, con muchos guapos y guapas entre sus filas, con niños sonrientes (tienen buenas ortodoncias) y con adolescentes lúdicos, es el quebrantamiento de la ley democrática. Esas buenas gentes que tan pacíficamente avanzan tienen el propósito de extranjerizar a más de la mitad de sus convecinos catalanes –con los que no cuentan, contra los que van– y al resto de sus conciudadanos españoles. Una xenofobia buenrollista, que no es afeada lo suficiente como en otras partes del mundo porque en este caso la ejerce gente maja.

El fuego de estos días es su espuma. Y me atrevería a decir que en sí mismo es menos grave que lo que esas multitudes pacíficas representan: una terrible incomprensión de lo que significa ser ciudadanos, de lo que es la ley, de lo que es el Estado de Derecho, de lo que es la democracia misma, por más que la tengan en la boca. Resulta aberrante, de no dar crédito, el enquistamiento en la mentira, en el delirio; en unos agravios que sin duda sienten como verdaderos pero que son falsos. Da miedo ver a multitudes así, embaucadas por la élite política e intelectual más deleznable de Europa en décadas.

La respuesta del independentismo a la sentencia del Tribunal Supremo sobre el procés es el desagüe de cuarenta años de educación en el embrutecimiento nacionalista. Y claro que es un problema político, de primerísima magnitud: porque ha sido la política la que ha construido eso. La única solución política real pasaría por desactivar el nacionalismo, como el que desactiva un explosivo: algo que no se hace con un 155 electoralista y torpe, ni con medidas histéricas de última hora, sino con una política larga, muy larga, con la esperanza de que dentro de mucho se hubiese alcanzado un principio de solución.

Algo por lo que no parece que estén nuestros políticos constitucionalistas, que solo piensan en las elecciones. Entre tanto, lo único que se puede hacer es capear el temporal, aunque sea con las porras pedagógicas de la policía. Sin darles el muerto que estos miserables están buscando.

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En El Español.

16.10.19

Irrupción caprichosa de la historia

El lunes no tenía ganas de día histórico, bastante era empezar la semana. Hasta a mí, que soy un enamorado de la repetición, me aburre la insistencia catalanista. Como cuando se prolonga demasiado una sesión de chistes, ha dejado de ser divertido. Ni cuando ganamos ni cuando perdemos me intereso ya. Aunque es mejor cuando ganamos: mejor para todos. Esa es la cuestión en este asunto irritante. Si perdiésemos, sería igualmente peor para todos. Para ellos también. (“Nosotros” somos los constitucionalistas, por supuesto: los defensores del Estado de derecho y sus pulcros principios. Fuera hay otra cosa, quizá más encendida pero no muy recomendable.)

Lo que me hastía ante todo es la sobreactuación, la pomposidad retórica, el exhibicionismo sentimental, las carretadas de razón: todo lo que estamos viendo tras la publicación de la sentencia del Tribunal Supremo; en un lado (sobre todo en un lado) pero también en el otro. Hay un enfangamiento insoportable ya, del que convendría empezar a salir. Quiénes son los responsables para mí está –por decirlo con un casticismo madrileño– clarinete: los nacionalistas. Pero sin ellos no hay manera de salir. ¿Cómo se arregla esto? Ni idea.

Los que hicieron los independentistas condenados fue muy grave, pero lo que menos me importa es que cumplan o no sus penas. Deberían hacerlo en los términos que diga la ley: pero por la ley, no por ellos, cuyo sufrimiento no se busca ni se busca la venganza (es mentira la representación martirológica que ellos hacen). Lo que está en juego es la ejemplaridad, que en este caso de onirismo nacionalista consiste básicamente en comprender lo que decía el poeta: “que la vida iba en serio”. Comprensión que no se ve en lontananza: ni en los presos, ni en los demás políticos nacionalistas, ni en buena parte de la élite cultural catalana, ni en los futbolistas, ni en los independentistas de a pie, ni en los jóvenes que ven la moda ahí. El problema está en una sociedad mal educada, envenenada durante años, autocomplaciente en sus delirios, dolida por agravios falsos, embarcada en una aberración... Sí, es diáfana la trazabilidad del embrollo.

Ha sido, en este caso, una irrupción caprichosa de la historia. Por decirlo otra vez con las inolvidables palabras de Daniel Gascón en ‘El golpe posmoderno’: “Era algo inédito: una rebelión contra una democracia liberal en una región donde la renta per cápita supera los 25.000 euros”. Embarrados en la pelea corta, corremos el riesgo de perder este estupor. Yo lo recuperé el lunes cuando, entre tantas imágenes que me cansaban y que trataba de eludir, reparé en una pareja de viejecillos orientales: temblaban agarrados a sus equipajes en un banco del aeropuerto del Prat, envueltos en humo, mientras a pocos metros se enfrentaban los mossos y los manifestantes. No entendían nada. Y yo tampoco.

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En The Objective.

14.10.19

Woody, calor y lluvia

Día de lluvia en Nueva York es la película de Woody Allen que tocaba el año pasado, pero las brigadas moralistas lo impidieron. No es de extrañar: esta película contiene todo lo que ellas refutan. El amor a la vida, básicamente. A la vida que se aparta de los catecismos, porque otra no hay. Lo otro es el muermazo que promueven las brigadas moralistas (esos comités de defensa de la reacción con máscara de progresistas), al que la palabra vida le queda ancha: su achicamiento ideológico es el aguachirle que denostaba Cernuda.

Las últimas películas de Woody son milagros crepusculares. Veníamos asistiendo a ellas con la conciencia de que cada una podía ser la última (o la penúltima, pues suele haber otra rodada); saboreando nuestros propios rituales sabiendo que pronto se acabarán. Que se hayan interpuesto esas brigadas histéricas, alterando un disfrute tan suave, tan civilizado, produce una rabia insidiosa... que la propia película de Woody disipa. Todo en ella es levedad, gracia, delicia, encanto: ¡resentimiento cero! Sale uno limpio, por Woody, de toda la basura contra Woody. Solo queda, si acaso, una ligera melancolía: la del día de 2018 en que no la vimos y que hubiera sido tal vez mejor que este.

Yo me acerqué el de la Fiesta Nacional, por la tarde, buscando mi nación en el cine, en mi butaca solitaria, entre los pocos que asistían a esa hora. Fuera hacía un calor de muerte, un calor que destroza octubre, aquel aire ya en el filo del frío de octubre que hemos perdido. Pero en la película llovía y se restituía el otoño, con la apetencia también de hogares cálidos. O mejor: de piano bares como los de la película, para beber y buscarnos, o perdernos aún más. Con peripecias de amor y desamor, sexo y arte, encuentros y desencuentros, hilos biográficos, estupores, dudas, elucubraciones en los paseos como las que yo mismo hice a la salida, hasta llegar al chiringuito Oasis y mirar el atardecer mientras me tomaba una cerveza. El momento era bellísimo, pero nada estaba resuelto y todo por resolver.

Día de lluvia en Nueva York tiene un elemento en común con la última de Tarantino, Érase una vez en... Hollywood: la felicidad del cine, y la autoconsciencia de la película de que es una película y por lo tanto se ve gozosamente forzada al final feliz. Algo que solo ocurre en el cine (“¡si la vida fuese así!”), y por eso es el cine.

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En El Español.

PD. Mis anteriores entradas sobre Woody.
2006: Otra tarde con Woody.
2008: Woody, Rebecca, Almodóvar.
2010: Woody con sudor.
2011: Woody en primavera.
2012: A Woody con Bernhard.
2013: Woody con chica (y palomitas).
2014: Woody de pronto.
2015: Woody y el comenzar.
2016: Woody por dos.
2018: La rueda de Woody.

7.10.19

La ruleta Sánchez

Lo único que se puede hacer ya es votar a Pedro Sánchez y rezar para que, entre todos los Sánchez, caiga el bueno en la ruleta. Y luego, como dice un amigo, romper la ruleta para que Sánchez se quede ahí. Algo que parece imposible, porque Sánchez consiste en rodar y rodar: él mismo es la ruleta. Me hacen gracia ahora los sanchistas (empezando por Sánchez, que es el primer sanchista) riéndose del veletismo de Albert Rivera a propósito de su última torsión, porque por cada torsión de Rivera Sánchez hace cuatrocientas. Ser sanchista es cambiar a toda pastilla sin despeinarse.

Hay un Sánchez para cada español, también para mí. De pronto aparece un Sánchez que me gusta (el Sánchez estadista, concretamente, para lo que tiene percha), pero apenas he decidido mi voto aparece otro Sánchez que no me gusta nada. Hasta varios Sánchez consecutivos ninguno de los cuales me gusta. Mi Sánchez aparece, en verdad, muy de tarde en tarde. A veces le grito: “¡Detente! ¡Eres tan bello!”. Pero ni por el piropo se para. El riesgo de votar a un Sánchez es que después gane otro. Y como hay Sánchez deplorables, el juego puede ser no ya el de la ruleta, sino el de la ruleta rusa.

La debilidad pero también la fortaleza de Sánchez es que es escurridizo, por eso suelen rechinar las críticas e incluso el odio que se le tiene. Sus enemigos se equivocan al tacharlo de malo sustancial. Sánchez no es un malo sustancial (ni un bueno sustancial), porque su mal (y su bien) es la insustancialidad. Una insustancialidad que puede acoger la virtud. Acusar de malo a Sánchez es inútil porque de pronto te puede salir bueno.

Mi sanchismo intermitente (con periodos de abierto antisanchismo: mi vida política hay que medirla con un sismógrafo) hace que otra amiga me haya llamado “el sanchista de Schrödinger”. Pero es que sencillamente mi Sánchez desaparece y me quedo flotando en el vacío, cuando no detestando al Sánchez del momento. Sánchez es un trilero, ante todo un trilero de sí mismo: es él el que está y no está dentro del cubilete. Aunque en realidad nunca no está del todo: siempre hay un Sánchez, algún Sánchez.

Yo abogaba por el pacto Sánchez-Rivera para que este fijara a Sánchez en su posibilidad virtuosa. Y de camino Sánchez hiciera lo mismo con Rivera, que falta le hacía. Pero Rivera, pese a su último movimiento, está ya descartado: levantarle el veto a Sánchez es un acierto crepuscular, que solo sirve para resaltar su error de todos estos meses. Creo francamente que la única solución a estas alturas sería una mayoría absoluta del PSOE y que sea lo que Dios quiera. Pero yo no votaré a Sánchez (ni a nadie). No soy ludópata.

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En El Español.

2.10.19

Gomá contra la decadencia

Habla Javier Gomá en Dignidad (Galaxia Gutenberg) del debate medieval entre la miseria y la dignidad, figuras alegóricas cuyo escenario era el mundo. Yo siento que soy también escenario de ese debate, de esa guerra, casi dos mil años después. Mi tendencia ascendente y mi tendencia descendente se cruzan, o se tironean, haciendo de mí una especie de gallego ético-metafísico: no sé si subo o si bajo en la escala de la valoración vitalista. Quizá las dos cosas simultáneamente. Soy un asno de Buridán de la verticalidad, cuyo resultado es una parálisis que, solo por estar en el punto medio, tiene apariencia de aristotélica.

Me alimento de pesimistas y de nihilistas, de decadentes en suma; pero también de quienes luchan contra la decadencia, a quienes aprecio un montón. Así Gomá, cuyo discurso en favor de la ejemplaridad es performativo: la propia tarea de sostenerlo resulta ejemplar. Como todo filósofo lúcido, Gomá no es ajeno al lado malo de la realidad. Por eso vale el doble su empeño de resaltar el bueno, de apostar por él; apuesta casi pascaliana, puesto que en sí misma mejora la realidad, inclinándola hacia lo bueno. Los decadentes no han de despeñarse tan cómodamente por su ladera, mientras haya ascendentes que la imanten en sentido contrario.

A partir de su celebrada Tetralogía de la ejemplaridad, que era otro proyecto ascendente, Gomá ha venido interesándose cada vez más por el concepto de "dignidad", que está en consonancia y que ya había asomado a lo largo de su obra. Sin ir más lejos, en el prólogo de la Tetralogía escribía: "La ejemplaridad aquí expuesta admite ser contemplada como una meditación sobre la dignidad humana porque su entero propósito se resume en una larga y razonada invitación a una vida digna y bella". Al centrarse en él, Gomá descubre que es un "concepto vacante" en la filosofía, que lo ha utilizado en ocasiones pero sin haberse ocupado de definirlo.

Tras un breve recorrido histórico por los principales autores que han dicho algo de ella (Cicerón, Mirandola, nuestro Pérez de Oliva, Kant), Gomá llega a la conclusión de que "sólo el ser humano posee con pleno derecho, incondicionalmente, la cualidad de incanjeable, no sustituible, fin en sí mismo y nunca sólo medio". La dignidad vendría a ser esa "propiedad íntima al individuo" que resalta dicho carácter insustituible: el principio antiutilitario que impide su cosificación. En una brillante formulación, Gomá dice que la dignidad sería "lo que estorba": el núcleo que se resiste al funcionamiento a toda costa y que por lo tanto entorpece. El libro avanza afrontando aquello que menoscaba la dignidad: la muerte, contra la que se propone el arte de vivir. Se detiene en un análisis de la cultura, fundamental para el ejercicio de este arte y modo humano de trascendencia inmanente (memorables las páginas dedicadas al "estilo elevado", con muestras de la excelsa prosa de Fray Luis de León). Y concluye con una expansión de la dignidad individual a la dignidad colectiva, por medio de la defensa de una política de la concordia.

Un autor al que no me consta que aprecie Gomá pero que está en mi altar privado, André Breton, citaba en Signo ascendente este cuentecito zen: "Por bondad budista, Bashō modificó un día, con ingenio, un haiku cruel compuesto por su discípulo Kikakú. Este había dicho: 'Una libélula roja. Arrancadle las alas. Un pimiento'. Bashō lo sustituyó por: 'Un pimiento. Ponedle alas. Una libélula roja'." Encuentro aquí una síntesis de la propuesta antidecadentista de Javier Gomá.

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En The Objective.