29.10.22

Málaga moderna y ordenada

[Dietario]

Octubre pegajoso. Los primeros días octubre se comporta como octubre. Me descubro poniéndome al sol en mis paseos y anoto para el dietario: "Acera de sol: en otoño ya es la que se busca". Pero es un espejismo: el otoño no termina de llegar y el calor, más que permanecer, se empoza y se pudre. Es un calor pegajoso, pesado. La atmósfera está cargada, sucia, con cielos feos. Es el peor octubre que recuerdo: ni rastro de su memorable transparencia, de aquella ligereza que acompañaba el comienzo del curso.  
 
El negocio este. Mi madre acaba de cumplir ochenta y dos años y ha cogido el covid, justo cuando le tocaba la cuarta vacuna. Está bien, apenas toses y estornudos. Es la primera vez que da positivo y descubro que siente una cierta satisfacción. Cuando voy a bajar a hacer la compra le pregunto si prefiere que les diga a la panadera y al carnicero que solo está resfriada. "No, no, tú diles que lo he pillado". Unos días después paso a recoger un par zapatos que dejó para que se los arreglaran. Me dice el hombre que le hizo gracia mi madre. Cuando la llamó le respondió: "Yo no puedo ir, porque aquí estoy con el negocio este".  
 
Q Pro Quo. De tarde en tarde me dejo caer por la librería Q Pro Quo, la más bonita de Málaga (y exquisitamente surtida). Está en Teatinos, cerca de la Facultad de Derecho y la Biblioteca General. Además de librería es cafetería, con una terraza de lo más apetecible. El librero Juan Ramón me dice que lleva años vendiendo mucho un libro que le gusta, Una temporada para silbar, de Ivan Doig. Un día lo leyó, le encantó y siempre que le preguntan lo recomienda. Pero también descubre libros por los lectores. Por ejemplo, un juez jubilado devoto de la novela negra le recomendó Deuda de sangre, de Michael Connelly. Podría ser el principio, en este escenario, de una novela negra.  
 
Málaga moderna y ordenada. Juan Claudio de Ramón, que ha venido a presentar su Roma desordenada, dice desde el escenario que Málaga es la ciudad en la que más amigos tiene después de Madrid. No lo parece, porque solo estamos Irles y yo, pero es verdad: ocurre que a los demás les ha pillado o trabajando o de viaje (el más lejano: Arias en Toronto). Pero al terminar conoce a amigos nuevos: Diego Ríos Padrón, que le trae una camiseta de La Málaga Moderna (los presento así: "Málaga Moderna, Roma Desordenada"), Silvia Flores y Pilar Jáuregui; más tarde se incorpora su hermano Ignacio, que viene de dar una conferencia en Marbella y que nos aconseja quedar en calle Carretería, "en el local que fue La Tranca". Los antiguos nombres siempre son los mejores. Nosotros venimos del Centro Cultural María Victoria Atencia, nombre que le rinde justo homenaje a la poeta pero que considero inferior al primero: Centro Cultural Provincial. Me pasé años presumiendo ante los foráneos: "¡Los malagueños no nos andamos con chiquitas a la hora de ponerles nombre a nuestros organismos culturales!". (Incluía en el pack el de Instituto Municipal del Libro.) Había quedado antes con Irles, al que le enseñé la fuente de esa callecita que da a Ollerías y que lleva inscrita una fecha: 1790. En la época universitaria Palomo, Curro, Andújar y yo la llamábamos "la fuente de Mozart", porque era contemporánea del compositor, y solíamos peregrinar a ella. Cuando Irles y yo entramos en el Centro, Juan Cla estaba solo en el escenario, concentrado en sus notas para la charla. Parecía el personaje de una obra existencialista. El acto luego ha sido delicioso, con sus historias y reflexiones sobre Roma, en el tono de libro, que leí con placer este verano. Una curiosidad: en la embajada en la que él trabajó estuvo de joven nuestro Cánovas del Castillo, en un puesto con otro nombre formidable: "agente de preces". Ahora, en el local que fue La Tranca, charlamos y reímos. Con frecuencia a carcajadas. Juan Cla trae cotilleos de la capital, algunos con meritorios y figurones más o menos amortizados, otros con el envés de amistades aparentes. Con estos también me río, aunque no sin un fondillo de melancolía por ver cómo, agazapada, alienta casi siempre la discordia. Nos retiramos temprano (Ignacio escribirá en Twitter a las once de la noche: "Por dios, que he dado una charla a 60 km, he llegado a la copa de la presentación de un libro y estoy ya en pijama. Esto qué es, ¿Copenhague?") y me despido al pie de la rehabilitada Tribuna de los Pobres. Diego y Silvia acompañan a Juan Cla hasta dejarlo "encarrilado" hacia su hotel. Mañana coge el primer Ave para irse directo a trabajar.  
 
Pasos azules. Estreno unas zapatillas azules y mientras camino veo por el suelo, de refilón, las dos manchas de ese color que me acompañan. Vistas así ni siquiera tienen la consistencia de un calzado, son como brochazos rápidos, que surgen y desaparecen, alternándose a mis pies. Son pasos: pasos azules. 
 
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28.10.22

Expulsados del Ave

[La Brújula (Zona de confort), 1:25:09]
 
Buenas tardes, Rafa Latorre. Sé que se ciernen la amenaza nuclear y la recesión, que el Gobierno les rebajará la pena de sedición a los independentistas para que puedan ejercerla en cómodos plazos y que con el CGPJ (¡siempre quise decirlo en la radio!) no hay manera... Pero mi noticia de la semana es la de los niños expulsados del Ave por mal comportamiento. Mi primer impulso fue de euforia y celebré la expeditiva medida del interventor. Luego pensé que era excesivo para unos menores, que los responsables eran en segundo lugar los monitores y en primero los padres. Algunos de estos se han expresado de un modo que me ha recordado aquel dicho del Mairena de Machado de que para suspender a un alumno le bastaba ver al padre. No es extraño que haya entre ellos independentistas: es decir, gente invasiva del espacio común y no habituada a respetar las reglas. De todas formas, no son los niños los que suelen molestar en los trenes: son los adultos. En España es insufrible el jaleo habitual en cualquier viaje. Incluso en el vagón silencio, que es en el que me suelo refugiar. Más de una trifulca he tenido. Recuerdo un viaje Málaga-Madrid en el que un cretino hablaba a gritos por su móvil. A la cuarta o quinta vez le llamamos la atención y nos respondió con improperios. Yo me calenté y busqué al interventor. Cuando llegamos, el cretino vino a por mí. Por fortuna, se interpuso el interventor, al que conminé: "¡Señor interventor, que se baje en Puertollano!”. De repente me pareció la frase perfecta y me puse a repetirla como un loco. “¡Señor interventor, que se baje en Puertollano! ¡Señor interventor, que se baje en Puertollano”. Pero no hubo suerte. También uno depende del interventor que le toque.

27.10.22

Nunca voté a Felipe González

Nunca voté a Felipe González. Lo hubiera hecho el 28 de octubre de 1982 (mañana se cumplen cuarenta años), pero aún no podía votar. Para las siguientes elecciones generales, las del 22 de junio de 1986, en que habría podido, ya no lo voté. Ni a él ni a nadie. Tampoco lo hice en el referéndum de la OTAN de marzo de aquel año. Yo era abstencionista. 
 
En enero había visto a González en persona por primera vez. Yo estaba entre la multitud frente al Banco de España, en Madrid, viendo pasar el cortejo fúnebre del alcalde Tierno Galván. Detrás caminaba el presidente, abrigo largo, piel cetrina, y pensé que era un traidor. ¿Qué me había decepcionado para entonces?
 
Ahora no lo sé muy bien, pero recuerdo algunas cosas, pocas. Recuerdo cuando nombró su primer gobierno: un gobierno poco de izquierdas, como de secretarios. Recuerdo los exabruptos en la campaña de la OTAN (¡aquel Pepote de la Borbolla!). Recuerdo la supresión de La Clave de Balbín; esta fue una enorme decepción, muy sintomática: por evitar que se hablara de un posible caso de corrupción del PSOE. ¡Y la supresión de La Edad de Oro de Paloma Chamorro!
 
En mi memoria hay otro episodio que ilustra mi mentalidad de entonces. En mi colegio mayor, el Johnny, ponían todas las semanas unos mostradores con libros rebajados de precio. Solía observar a un colegial del último curso, o sea, un viejales para mí, que encarnaba lo que yo despreciaba: formalito, adocenadito, sin brillo ni promesa, uno de esos a los que Nietzsche (¡yo era nietzscheano!) llamaba filisteos... Tenía encargado El cuarteto de Alejandría, pero nunca le llegaba El cuarteto de Alejandría, de manera que todas las semanas preguntaba por El cuarteto de Alejandría, con una ansiedad burguesa que me daba grima. Una mañana –faltaba poco para aquellas elecciones del 86– oí que le decía a otro: "¡Es que si no gana el PSOE, el país se vuelve ingobernable!". Esto era el PSOE, entre otras cosas: el partido de esos tipos.
 
Después vino todo lo demás, y un cansancio de lustros por González. Pero un cansancio conflictivo. Yo al final me alegraba de que ganase cada elección, sin mi voto. No dejaba de ser la relación que se tiene con un padre. Y a los del "sindicato del crimen", he de decir, los detestaba todavía más. Yo era antifelipista a mi manera: también sentía un profundo anti-antifelipismo.
 
El aniversario de mañana no tenía pensado celebrarlo, pero el libro de Sergio del Molino, Un tal González (del que escribí aquí), y el de Ignacio Varela, Por el cambio (que estoy terminando de leer), me han desarmado. Han despejado la bruma de todos estos años y han conseguido devolverme nítida la alegría de aquella noche en que Felipe González y Alfonso Guerra se asomaron a la ventana del Palace. Era una alegría histórica, realmente histórica: un final feliz para la historia de España (si se hubiera quedado quieto, como hacen los finales).
 
En realidad, en aquellas noches mías del Johnny también sentía una complicidad irónica, no exenta de cariño, por González. Mi habitación del curso 86/87 daba a su palacio, allá a lo lejos, tras las extensiones de la Ciudad Universitaria. En la alta madrugada, cuando yo me demoraba leyendo La realidad y el deseo o La Habana para un Infante difunto o Los hijos del limo, me asomaba a veces y había encendida una luz en Moncloa, rodeada de noche, que yo jugaba a que era la suya. "Solo Felipe y yo velamos", les contaba riendo a mis amigos. Y a lo mejor era verdad. 
 
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21.10.22

Liz Truss (y la lechuga)

[La Brújula (Zona de confort), 1:24:33]

Hola, querido Rafa Latorre. Yo tenía mucho interés en seguir la carrera de Liz Truss porque, como habitante de la Costa del Sol, sentía curiosidad por cómo se desenvolvía de adulta una de esas turistas que vemos de jóvenes por Torremolinos. Su fulminante dimisión me ha dejado colgado; aunque bueno, he obtenido una respuesta: de adultas son tan atolondradas y autodestructivas como de jóvenes. Liz Truss, después de medio hundir la bolsa y la libra, y de creerse Margaret Thatcher como esos locos de tebeo que se creen Napoleón, ha terminado practicando balconing desde el 10 de Downing Street. El luto que tuvo que llevar al principio de su mandato ha resultado un luto por sí misma. Hay algo épico: Liz Truss ha salido de la historia de la política, pero ha entrado en la historia del rock. Ha cumplido el célebre lema: vivir rápido, morir joven y dejar un bonito cadáver. Ha dejado también una bonita lechuga, su doble vegetal en estos días de descomposición. Yo creo que la broma del Daily Star le dejará secuelas: en lo que le quede de vida –que será, de hecho, toda la vida– le va a costar trabajo comer ensaladas. Para ella la lechuga será la equivalente del cráneo en la tradición clásica: esas inofensivas hojitas verdes le recordarán que es mortal. Y lo es hasta el punto de que ya está muerta; políticamente, claro. Pero más que el rock, lo suyo ha sido el punk: aquel "no future" (no futuro) de los Sex Pistols en su canción de "Dios salve a la reina". A Liz Truss no la ha salvado ni Dios ni el Diablo, y su futuro ya es pasado. Ahora puede volver a Torremolinos en el otro formato en el que conocemos por aquí a los ingleses: como jubilada.

20.10.22

Comidos por la opinión pública

Seguían los hunos denostando a Savater por su columna sobre Griñán, cuando los hotros se lanzaron a denostar a Savater por su columna sobre Meloni. Esta salió un sábado en El País y ese domingo y ese lunes ya lo atacaron en tribunas de su mismo periódico –sin duda encargadas–, a modo de ejercicios exorcistas que señalaban que los iliberalismos en potencia de Meloni son los graves y no los iliberalismos en acto de Sánchez. Buenos chicos los tribuneros (son amigos míos además)... pero el balance viene siendo el de los últimos cincuenta años de la prensa española: Savater sigue en forma.

Aprovecho para retomar un aspecto que solo apunté en mi columna "Las razones del hipódromo", sobre aquella primera de Savater dedicada a Griñán, su viejo compañero de carreras Riu Kiu (¡me sigo tronchando!). Repito esto de Savater allí: "No quisiera ser ciudadano de un país donde la complicidad o la secta cuentan más que la ley; tampoco vivir entre rectilíneos para los que no hay amistad si no concuerda con el código establecido". El problema de hoy es que predominan los tales "rectilíneos". Son los que están comidos por el sectarismo en particular y/o por la opinión pública en general: aquellos que no han dejado –que no se han dejado– otro espacio que ese. Hay en ellos una pérdida de complejidad; un empobrecimiento, una simplificación.

La opinión pública es fundamental: sin ella no hay democracia. No hay espacio político higiénico sin este barullo de diálogos e improperios, sin esta selva de palabras libres. Con todas sus aberraciones y degradaciones, nada la puede sustituir: no existen purezas alternativas; y aquello que se presentara como tal sería peor. El problema es que la opinión pública no solo tiende a imponer su propia lógica –una lógica, diríamos, de la exterioridad–, sino que tiende también a devorarlo todo. Cuando se está en ella, es casi imposible saltar a otro registro. Todo se reduce a la opinión, a lo público: a lo político.

Es urgente preservar otro espacio, o reconquistarlo. No como alternativa a la opinión pública, sino en paralelo: como aliviadero o bombona de oxígeno. La opinión pública no se lo puede comer todo. Es degradante que ante toda situación la única respuesta sea política. No todo es político. Hay otras maneras de ser y de pensar. Hay que escapar del desolladero, del taxidermismo de la política. Hay otras alternativas: no ciertamente para organizar un Estado de derecho, pero sí para vivir.

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14.10.22

Los temas de la semana

[La Brújula (Zona de confort), 1:25:27]

Hola, Rafa Latorre. Hay semanas en que lo difícil no es escribir la columna, sino escoger el tema. Esta que hoy llega a su finde ha sido un no parar. La actualidad ha ido de lo macroscópico a lo microscópico. Con lo primero no me refiero a Sánchez, sino a la noticia de que se ha logrado desviar el asteroide. Ahora hay que ver cómo sigue por el billar cósmico, que lo carga el diablo. En cuanto a lo microscópico, están esas células humanas que han sido introducidas en el cerebro de una rata. Algo que yo pensaba que ya se había hecho, y no diré nombres. Entre ambos extremos está lo de Lesmes. En su mensaje grabado solo le faltó asegurar que dimitir era para él un orgullo y una satisfacción. Y está también lo del presidente llegando tarde a la fiesta nacional, como en una canción de Paco Ibáñez. Mientras, Marruecos ha afirmado que Ceuta y Melilla son presidios. Unos presidios a los que gustan de escapar los marroquíes. Y siguen la crisis energética, la inflación y la guerra de Ucrania. Sobre esta, el inefable Monedero ha llamado fascistas tanto al invasor como al invadido, y ha hecho este llamamiento: "¿Es que nadie en la política europea va a parar a estos putos locos?". Lo dice nuestro primer guerracivilista. Hoy mismo unos ecologistas le han echado sopa de tomate a 'Los girasoles' de Van Gogh. Lo que más que un homenaje a la naturaleza parece un homenaje a Andy Warhol, el artista más artificial que ha existido. Confieso que sí había un tema que me tentaba por encima de todos: la frase de Ortega Cano “mi semen es de fuerza”. Pero ya me veía gamberreando con que la frase la podría haber dicho Sánchez, y no era plan.

13.10.22

Mi afición a los jueves

A partir de hoy mi columna en The Objective se publicará los jueves. Es el día que me ha caído en el sudoku de columnistas que deben encajar el director Álvaro Nieto y el jefe de opinión Luis Prados. Es un día que me gusta. Es, de hecho, el día que más me gusta.

Mi afición a los jueves supongo que tiene que ver con que nací un jueves. Aunque de esto de nacer tampoco soy un partidario incondicional. Reconozco las ventajas de no haber nacido, la mayoría fabulosas. Te ahorras muchos embrollos si no has nacido; te evita tremendos papelones. El que no ha nacido no se equivoca nunca. Ha tenido, por decirlo así, el acierto definitivo. Pero ya que naces tienes que tomártelo con deportividad.

Uno entonces llega al mundo y a algo mucho mejor, más ordenadito: el calendario. Y el calendario, además de meses y días, tiene semanas. La semana es el gran invento. Esa extensión de tiempo asequible, que les va dando una modulación a los días. Avanzar por la semana es como ir pisando baldosas de colores, cada una con su aroma, su tono y hasta su emoción. Es como una vestimenta de la vida, o del tiempo de la vida. Un vestido transparente pero con personalidad.

La palabra lo evoca. Y su situación con respecto a los demás días. La del jueves es la central, cuando la semana comienza el lunes (hay otras, que repudio, que comienzan el domingo: ¡abomino del almanaque anglosajón!). El jueves es el último día laborable puro, sin ese deshilachamiento ya del viernes; pero con el fin de semana a tiro, lo que lo aligera. Y lo contagia un poco, de ahí las juergas de algunos jueves.

Es un día precioso el jueves. Un día adulto, entero, lo suficientemente madurado como para que desprenda calor, aun en invierno. Trato ahora de captar la felicidad de los jueves, porque todos los jueves son felices. El pronóstico de César Vallejo de que moriría un jueves (con aguacero) no se cumplió: murió un viernes. Y no de otoño, sino de primavera. De primavera fue mi jueves.

Este mi primer jueves además tiene algo de lunes, porque sucede a un día de fiesta. El de la fiesta nacional, nada menos. Pedro Sánchez ha llegado tarde esta mañana. Llegar tarde a la fiesta nacional parece una canción de Paco Ibáñez, pero es que era el presidente. Ahí había una columna, pero he escrito esta otra. 

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7.10.22

La pata de jamón del franquismo

[La Brújula (Zona de confort), 1:24:40]

Hola, Rafa. Cuando le oí al ministro Bolaños que estaban pensando exhumar los cuerpos de Queipo de Llano y Primo de Rivera, me acordé de la novela de Balzac 'La piel de zapa'. En ella el protagonista consigue un trozo de piel o cuero mágico que hace que se cumplan sus deseos cuando le corta un pedacito. El problema es que con cada pedacito también se le consume la vida. Al final, cuando corta el último, su vida se acaba. El gobierno de Pedro Sánchez dispone de su propia piel de zapa, que es el franquismo. O imaginémoslo mejor como una pata de jamón, que es más vistoso: la pata de jamón del franquismo. Sánchez le va cortando lonchas con la esperanza de que se produzca el efecto mágico de que la gente le quiera y le vote. Cortó en su día la loncha de Franco y ahora va a cortar las lonchas de Queipo de Llano y Primo de Rivera. Pero llegará el momento en que la pata de jamón del franquismo se termine y ya no haya más lonchas franquistas que cortar. ¿Qué pasará entonces? ¿Se acabará la vida de este gobierno...? En 'Un tal González', el nuevo libro de Sergio del Molino, se cuenta entre otras muchas cosas que Felipe González no quería mirar al pasado, sino al presente y al futuro. Los viejos dirigentes socialistas del exilio vivían en la burbuja de la república y la guerra civil. González quería devolver al PSOE a la España real. Pareciera que el propósito de Sánchez es justo el contrario: regresar a aquella burbuja para protegerse de la España real, que tantos disgustos le está dando. En el futuro, desde luego no piensa: sus nuevos presupuestos están hechos contra el futuro. Total, allí no quedará franquismo. Ni gobierno Sánchez.

5.10.22

Vuelve Felipe (Sobre 'Un tal González', de Sergio del Molino)

Supe que se estaba escribiendo Un tal González (Alfaguara) en primavera y, como me ha ocurrido otras veces, no conseguía imaginarme cómo iba a ser. En principio, me dio pereza un libro sobre Felipe González. Pero es que además no se me ocurría un enfoque provechoso; o por decirlo de otro modo, digno. Sergio del Molino lo ha logrado: no solo ha escrito un gran libro, sino que además es entretenidísimo, emocionante, fresco, profundo; de excelente literatura.

La rutinaria conmemoración que se avecinaba de los cuarenta años de la llegada del PSOE al poder el próximo 28 de octubre de repente cobra vida: quienes lean Un tal González (y pronostico que serán muchos) lo harán con una calidez inesperada. En sus páginas vuelve Felipe, un Felipe completo: con todos sus matices y desde sus primeros pasos en el partido hasta su dimisión como secretario general en 1997, un año después de haber perdido la presidencia del gobierno (más algunos flashes posteriores).

Pero Un tal González trascenderá la efeméride. Es un libro importante, porque reivindica precisamente no tanto la figura de Felipe González (que también) como su importancia. Tal vez hacía falta alguien de la edad de Sergio del Molino, que tenía tres años en 1982, para una operación así: de desescombro, de disipación de brumas, de decantación de los ingentes materiales en busca de lo esencial. Creo que se va a repetir lo de La España vacía y que este libro marcará un antes y un después. Como en su ya legendario ensayo, Del Molino ha sabido poner la mirada en algo que estaba ahí pero nadie veía.

Me hace gracia la comparación con La España vacía, porque este libro lo leí como algo ajeno, casi abstracto. Me gustó pero, siendo costasoleño, es decir, habitante de una zona superpoblada, me faltaba el referente, o su vivencia. Todo lo contrario de con Un tal González, cuyo referente se confunde con mi vida, en la atracción y en la repulsión (que con frecuencia se me dieron juntas). Recuerdo nítidamente el día de 1977 en que mi padre señaló un cartel electoral desde el coche, cuando volvíamos de la playa, y dijo que iba a votar a aquel hombre, Felipe González: ahí lo vi y oí su nombre por primera vez. Yo tenía once años.

Las generaciones siguientes leerán Un tal González de otro modo (siento curiosidad por ver cómo lo hacen), pero la mía y las anteriores tendrán el privilegio de leerlo en estéreo, con los recuerdos resonando en las palabras escritas y con una capacidad extra para apreciar el trabajo del autor, en sus recreaciones, observaciones y reflexiones. Y en sus omisiones y selecciones. Y en sus hallazgos: increíblemente, hay cosas que no se habían contado nunca y detalles que se habían pasado por alto (al menos para mí). Así, esta historia vieja parece nueva. Mientras leía, me maravillaba el mérito de haber alcanzado una narración vigorosa con elementos que se daban por amortizados. Y me emocionaba comprobar una vez más el milagro glorioso de la literatura: esa distancia que acerca; su poder para romper telarañas, para animar un mundo que estaba sepultado.

Su género es limpio, aunque cuenta con detractores: historia novelada. En resumen, es una novela: "basada en hechos reales". La documentación es exhaustiva, y Del Molino la reproduce cuando es oportuno; pero a partir de ella reinventa momentos, que resultan verosímiles. Lo relevante es el conjunto y, como siempre en literatura, el resultado: el libro. El que nos ocupa es una obra de madurez escrita en estado de gracia: prácticamente en cada párrafo hay algo interesante, una vibración, un trozo de vida, un comentario agudo, una expresión feliz. Por ello la lectura es gozosa.

Es además un libro valiente: con Un tal González, Sergio del Molino no solo va a contracorriente de su generación, enroscada en el desprecio por la transición, sino también a contracorriente de la inercia que se ha instalado en nuestro país. Con una contundencia saludable, aunque desde la complejidad y sin ocultar las sombras, defiende la España de la transición y el legado de ese tal González al que nos veníamos malacostumbrando a mirar con una cómoda suficiencia. Es una restitución asombrosa y admirable. 

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