30.8.22

El periódico

De mis evocaciones de agosto del 82 dejé fuera un elemento: el periódico. Quería ocuparme de él aparte. El periódico era El País, naturalmente. En el pueblo no se recibía. Solo llegaba la prensa malagueña a la papelería de la plaza. Pero en nuestra calle vivía el taxista, que era primo, Pedro el taxista, y le pedía que, cuando tuviese algún viaje a la ciudad, me trajese El País.

No nos podemos imaginar ya lo que era. No existía internet y en la casa de Almogía no había tele (ni teléfono). En mi cuarto tenía un aparato de radio que emitía la lánguida programación de agosto. Y entonces, generalmente hacia el final de la mañana, venía El País. Era la bomba atómica, lo era todo. Era una irrupción como de otro planeta. En aquel rectángulo de papeles estaba, con sofisticación, el mundo. Lo recuerdo en la mesa como un objeto lujoso, preciso, magnético; algo que trastornaba el día, que lo enriquecía definitivamente, que lo llenaba de interés.

Pienso ahora en dos contundencias que se han perdido: la contundencia de estar sin periódico y la contundencia de estar con periódico. Las horas de antes y las horas de después, con el momento fúlgido de la lectura. Era también, para mí, otra educación que no estaba prevista que quedara a mi alcance: un complemento portentoso, el acceso a unos códigos que se iban desbrozando. Sobre todo en las páginas de Opinión, de Cultura y el suplemento Libros de los domingos.

En cuanto a aquel agosto, he estado repasando las treinta y una portadas en la hemeroteca online. Qué mundo perdido. Ronald Reagan, Yasir Arafat, Lech Walesa, Juan Pablo II... Murieron Henry Fonda e Ingrid Bergman. La selección de baloncesto brilló en el Mundial de Colombia (recuerdo la retransmisiones de Juan Manuel Gozalo por la madrugada). El éxito de La historia interminable. Spielberg habla de E.T.. Manifestaciones en Polonia. Guerra en el Líbano. Estados Unidos reprende a Francia por el gasoducto soviético. Y en España ETA: secuestros, asesinatos. Sale del hospital el niño Muñagorri, que ha perdido una pierna y un ojo por una bomba...

Y durante todo el mes, el deterioro de UCD, el partido del presidente Calvo Sotelo: las intrigas, las divisiones. Algunos se van con Suárez al CDS. Otros con Alzaga. Titular del día 4: "Los dirigentes centristas se preparan para unas elecciones anticipadas". Titular del día 12: "Calvo Sotelo afirma que UCD no desea adelantar las elecciones". Del día 14 es la foto de Calvo Sotelo en bañador de cuerpo entero, que no se me había olvidado (es, en realidad, lo único que recordaba de las portadas de todo el mes). El día 24: "El PSOE dará facilidades para la admisión de nuevos militantes". El día 25: "La crisis en UCD fuerza a Calvo Sotelo a aplazar su viaje a Dinamarca. El Gobierno podría estudiar la disolución de las Cortes". El día 26: "Lavilla y Calvo Sotelo afirman que las elecciones generales no están lejos". Y por fin el día 28, en la letra más grande del mes: "Calvo Sotelo disuelve el Parlamento y convoca elecciones generales para el 28 de octubre". (Como noticia subsidiaria, pero llamativa: "Juan Pablo II mantiene su visita a España en plena campaña electoral". Aunque finalmente se aplazó.)

Dos meses después, ya sabemos, la mayoría absoluta del PSOE y el Gobierno de Felipe González y Alfonso Guerra. Justo en las primeras semanas de mi tercero de BUP de Letras. ¡Y la aparición de la Filosofía! (Acababan de estrenar La colmena, la adaptación de la novela de Cela, que también leí.) Y de allí hasta hoy.

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27.8.22

Cuento de verano

[Dietario]

En bandeja de plata. Vuelvo a Torrequebrada, al cuarto y la terraza que me deja Nádia, con la que mantengo ahora una amistad humorística (les dice de mí a otras brasileñas: "Ele é cheio de histórias!"). Durante un mes, si nada precipita mi marcha, desayunaré frente al mar, que a esa hora es la bandeja de plata donde me vienen el café solo y el pan con aceite y jamón. Podré ser más o menos feliz, pero viviré en el decorado de la felicidad. 

Sigue la escalada. El sábado quedo con Rafa Gª Maldonado en el Rastro de Fuengirola, donde él vive. Hace mucho calor y voy mangacortista y pantaloncortista. Al verlo llegar con sus mangas largas le digo: "¡Llevo todos los cortismos que puede llevar un hombre, y si lleva más, no es un hombre!". En los puestos no hay nada que merezca la pena, salvo una edición de Bella del Señor que él se compra. Sí pesco frases, como siempre. Una señora recuerda con cariño lo que decía uno que ha muerto y cuya pareja iba con otros: "Más vale un bombón compartío que una mierda p'a cada uno". Un vendedor dice la que es ya definitivamente la mejor frase de vendedor de la historia: "Las mujeres no vienen a comprar, ¡vienen a quitarme dinero!". Luego, comiendo churros, Rafa me habla de su nueva novela, que saldrá en otoño: El desaliento, en que recrea su experiencia como sanitario en Senegal. 

Primer baño. Qué momento el de meterse un año después en el mar. Es como volver a la verdadera patria: la de la flotación, la de la ingravidez. Una paz placentera, hecha de agua, cielo y sol. Con la alegría de que queda todo agosto por delante; y la inquietud, al emerger de un corto buceo, por lo rápido que pasará. 

Aguas calientes. Este verano el mar está caliente. Hace demasiado calor y ni siquiera hay brisa. En el apartamento me paso las horas con la que fabrica el ventilador. El agua calentorra sí me gustaba de niño. Entonces las madres nos llevaban a la playa de la Misericordia, donde desembocaba la corriente de la central térmica que había allí. Era maravillosa la mentalidad de las madres: no tenían en cuenta la toxicidad de los residuos, pero el agua era buena para los niños porque venía calentita. Recuerdo que aquellas tardes nos daban de merendar (era finales de los setenta) los polvos naranjas que se echaban en agua del grifo para hacer zumo, Tang creo que se llamaban. El complemento sólido no era menos artificial: bollería industrial o, condescendiendo algo con lo natural, un bocadillo de mortadela con aceitunas. Estoy convencido de que los niños malagueños de mi generación estamos inmunizados contra cualquier ataque atómico que se produzca: nos metieron de pequeños en la marmita radiactiva. (¡También jugábamos alegremente con el mercurio de los termómetros rotos!) 

Cosas del directo. Me convoca Paco Beltrán para entrevistarme en su podcast Pianista en un burdel. Me dice que la luz me tiene que dar de frente y el único sitio en el apartamento con esa luz es en la terraza. No se emitirá en directo, pero la grabación sí lo será. Hemos quedado en que nos conectaremos hoy, un martes de mediados de agosto, a las once y media de la mañana. Los días anteriores he vigilado que no dé el sol a esa hora en el sitio en el que voy a poner la mesa y que las condiciones acústicas sean las adecuadas. Todo ha ido bien, en los días anteriores. Pero hoy el jardinero se ha puesto a trabajar en el jardincito de abajo con su horrísono soplahojas, y por mi terraza se han descolgado unas cuerdas y a continuación dos trabajadores. Resulta que han venido a reparar en las fachadas (¡hoy!) los desperfectos de la lluvia de barro de marzo. Así que falta media hora para la conexión con Beltrán y tengo al soplahojas debajo y a los obreros gritándose muy obreramente en mis narices. Pero cuando llega el momento, ¡milagro! El soplahojas se para y los obreros se largan a otra pared desde la que ya no se les oye. Cosas del directo esto también, supongo. 

Cuento de verano. Como todos los años, me propuse leer poco y escribir mucho, pero he escrito poco y he leído mucho. Encima me he montado un ciclo de películas de Éric Rohmer en la terraza, por la noche: minicine de verano, con el ventilador (sin rebequita). Una se titula Cuento de verano, pero casi todas son cuentos de verano. En cuanto a la lectura, horas tumbado o en la mesita frente al mar. Un placer culpable. El propósito segrega su zumo cuando se incumple: gustoso pero un poco amargo. Mi cuento de cada verano, ahora que lo pienso, es que voy a escribir. 

Fin del cuento. Llego al final de agosto barbudo y melenudo (bueno, con las hebras formando una masa, mi canto del cisne capilar). Siempre hay un día transparente, en que el azul del mar se intensifica y corre un airecillo fresco: se insinúa septiembre de pronto y es una sorpresa. Las noticias anuncian que el cuento no acabará bien. 

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En Diario Sur.

23.8.22

Agosto del 82

Nunca pensé que pudieran pasar cuarenta años. Aquel agosto de 1982 tal vez fuese el fundamental de mi vida. En ocasiones siento que no le he sido fiel, pero le he sido fiel, radicalmente fiel; puede que incluso demasiado fiel.

Nos instalábamos ese mes en la casa del pueblo, Almogía, a veinticinco kilómetros de Málaga, en el interior, donde yo tenía un cuarto arriba que daba al patio. Aunque salía con mis primos al campo y a la calle, y jugábamos en las casas (partidos de fútbol con chapas o cromos doblados, principalmente), pasaba muchas horas solo. Hice de aquel cuarto, sin saberlo todavía, mi torre de Montaigne.

Tenía dieciséis años y eran las vacaciones entre segundo y tercero de BUP. El momento en que había que escoger entre Ciencias y Letras. Por mi inercia de buen estudiante, daba por hecho que haría Ciencias. Pero hacia el final del curso me di cuenta de que lo que me gustaba era Letras. De algún modo me sorprendí a mí mismo, pero tomé la decisión. Esa decisión me dio alegría, un curioso regocijo.

Antes de que nos fuésemos al pueblo había sido el Mundial de España, entre junio y julio. Lo seguí y me apasioné como todos por Brasil. Al mismo tiempo, me aficioné definitivamente a la literatura. Hasta entonces yo leía tebeos y novelas de Agatha Christie. Aquel verano leí los primeros libros en que me fijé en algo más que en el argumento: La guerra del fin del mundo, de Vargas Llosa; Cien años de soledad, de García Márquez; y Memorias de un niño de derechas, de Umbral. No sé por qué, leí también algunos diálogos de Platón.

Entre los libros que me llevé a Almogía, el más importante para mí fue el Juan de Mairena de Antonio Machado. Alfonso Guerra lo había recomendado en un coloquio de La Clave y me lo compré. Un propósito principal que tenía, indispensable en mis nuevos afanes culturetas, era aficionarme a la música clásica. Lo conseguí grabando en casete programas de Clásicos populares y poniéndome las piezas hasta que me iban gustando: siempre se terminaba produciendo el mágico instante de la anticipación.

Lo bonito fue la combinación entre el Juan de Mairena y Clásicos populares. En el primero supe por primera vez de algunos filósofos y en el segundo de algunos músicos: Leibniz, Hegel, Kierkegaard o Heidegger, por un lado; Purcell, Haendel, Haydn o Schubert, por el otro. Surgieron juntos para mí y con frecuencia he pensado que los nombres de los primeros podrían haber sido de músicos, y de filósofos los de los segundos.

Además del Juan de Mairena (me parece un milagro todo lo que descubrí en ese libro, un mundo nuevo), leí la poesía completa de Machado, y una antología de Aleixandre, y novelas de Unamuno y de Baroja (El árbol de la ciencia ya). Y empecé a escribir, por supuesto. En un cuaderno de tamaño folio con espirales en el que anotaba reflexiones, versos, esbozos, proyectos, diálogos, escenitas, estupores. Resolví ser escritor. Aunque sin mucha convicción, la verdad: no sabía si valía. Ni tenía el empuje necesario para demostrármelo.

Ante la página lo que sentía ante todo era una carencia. Era una barca que hacía agua por mil agujeros. El abismo entre lo que leía y lo que me salía por escrito me intimidaba. Aunque de tarde en tarde me alegraba una expresión. Cuarenta años después la cosa sigue más o menos igual. Me adorno de alguna manera al decirlo, pero no tanto como quisiera. En resumidas cuentas, no he escrito nada. Solo cuadernos, más o menos, como aquel.

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16.8.22

El autor religioso (y otros apuntes sobre el atentado a Rushdie)

Treinta y tres años. Era mi último año de carrera y me recuerdo caminando con el profesor Romero Esteo, como a veces hacíamos, por los Montes de Málaga. Recuerdo la extrañeza ominosa de la llamada del tétrico teócrata Jomeini a que cualquier fanático del mundo asesinara al escritor Salman Rushdie. Era de una sordidez insoportable aquella "activación mundial de majarones con cuchillo", como dijo Romero Esteo. Treinta y tres años después un majarón activado, que ni había nacido entonces, ha acuchillado a Rushdie.

El autor religioso. Con lo de "autor intelectual" de un atentado se hace referencia al que lo ha ideado o planeado, no a que se trate de un intelectual. Lo que pasa es que tantos intelectuales han suscrito crímenes que se impone ese aspecto semántico. De hecho, desde el comienzo del siglo XX no ha habido ni un crimen con coartada política que no haya contado con sus intelectuales. En el caso de Jomeini y demás ayatolas que nos han venido tocando la pirola, resulta pertinente la traducción intuitiva del "clerc" francés como "clérigo". El título de Julien Benda La trahison des clercs incluiría así a Jomeini entre los traidores o amigos del crimen, no ya intelectual sino religioso. Se puede hablar de él como "autor religioso" del atentado a Rushdie.

Yihadistas de casa. Tras el atentado a Rushdie, como tras el 11-S, el 11-M, los atentados de Barcelona o la matanza de Charlie Hebdo, las condenas suelen hablar de los fanáticos, o como mucho de los fanáticos "de todas las religiones", sin mencionar el islam. Son condenas correctas, aunque se escamotea algo cuando no se atiende a la proclividad del islam a incurrir en fanatismos (ni al hecho de que todos los atentados mencionados sean islamistas). Por lo demás, en efecto, el problema es el fanatismo: de todas las religiones y de todas las ideologías; siendo el de las religiones el modelo puro del fanatismo. En casa hemos tenido también a nuestros yihadistas con boina, que mantienen un alucinante predicamento.

Esa prensa canalla. La prensa de ETA (aquel Egin de la ayatolesa Aizpurua) culpaba a las víctimas, como la iraní culpa a Rushdie. Son manifestaciones tanto del fanatismo como de la traición de los intelectuales (y los clérigos). Más risible es esa prensa habituada a acusar al menor indicio que se desvanece ahora en vaguedades. The New York Times ha dicho sobre el atentado: "A motive was unclear" (David Mejía se ha dado el gustazo de tuitearles: "I have some information regarding the motive"). Y elDiario: "Se desconoce qué motivó al presunto agresor de Salman Rushdie" (Daniel Gascón, aprovechando que lo ilustraban con una foto de Rushdie en camisa de manga corta, tampoco se ha privado de reírse: "No se descarta la polémica del mangacortismo").

Más literatura. Como ha escrito Alberto Olmos, lo que consiguen estos ataques a la literatura es "generar más literatura". Aparte de que ahí, en la lucha entre el literalismo opresor y la liberadora literatura, está el núcleo del asunto, ocurre que Rushdie escribirá en cuanto pueda de lo que le ha pasado: incrementará la cantidad de aquello que irrita a los ayatolas. Por otro lado, he estado pensando también en la literatura estos días. Principalmente en Borges y sus cuentos de cuchilleros. Borges (autor del verso “el íntimo cuchillo en la garganta”) era sensible a la oposición entre el mundo de las letras y el de los cuchillos. Sentía una mezcla de fascinación literaria y terror real, que plasmó en el destino acuchillado (salvo que fuese una alucinación) del personaje Dahlmann de “El Sur”. Rushdie ha experimentado esa brutalidad, pero podrá contarla. 

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9.8.22

El burreo a Sánchez

Ayuso y Feijóo le han cogido el tranquillo a Sánchez. Los sanchistas están desesperados. Empezando por Sánchez, el primer sanchista. El burreo a que Ayuso y Feijóo lo están sometiendo es formidable. Yo, que no votaré al PP (¡mi desclasamiento tiene un límite!), me lo estoy pasando pipa.

El espectáculo se extiende a los medios, que se alimentan en parte de la universidad. Es impagable ver a renombrados académicos dándole un poco de elaboración (tampoco mucha) a lo que sale del PSOE. Ahora la consigna es decir que Ayuso es la verdadera cara del PP, cuya careta es Feijóo. Acusan a Feijóo de ser un falso moderado. Los instrumentos de medición de la moderación de estos científicos sociales pasan sin alterarse por el inmoderado Sánchez y sus inmoderadísimos pactos con populistas, independentistas y proetarras. Pero en cuanto Feijóo alza un poco la voz, se contorsionan como sismógrafos histéricos. Es, ya les digo, muy divertido.

Los de Ayuso y Feijóo son estilos diferentes, pero no opuestos como insinúa Ramoneda (ese Vallín con lecturitas), sino complementarios. El problema para Sánchez es que los dos funcionan. Casado no funcionaba, y con él Sánchez, que tampoco funciona, se sentía a gusto. Aquel gritón desmenuzado le permitía a Sánchez posar de estadista, aunque fuese de medio pelo. No resultaba convincente, pero al menos tenía espacio para la pose.

La chulería de Ayuso, desparpajada, ligera, cayendo en gracia, era ya una cosa que Sánchez no sabía manejar (y no digamos Iglesias, que se dejó la vida política en ello). Ayuso es fullera, efectista, barata: lo mismo que Sánchez, pero con la diferencia de que a Ayuso le sale y a Sánchez no. Y además Ayuso tiene un toque de alegría mientras que a Sánchez lo domina el espíritu de la pesadez.

Pero la gran respuesta a Sánchez es la de Feijóo: adulta, seria, senatorial (esto último, reconozcámoslo, sin la cultura sólida de los viejos senadores). Feijóo se sale del círculo vicioso de la respuesta a Sánchez, que tiende a ser rebajada por inspiración del personaje, para ofrecer una alternativa teatral. En efecto, eran representaciones las que estaban en juego. Feijóo ha expresado muy bien su principal propósito: "no ser Sánchez".

No sé si en el futuro habrá tensiones entre el estilo de Ayuso y el de Feijóo (cuando este llegue a la presidencia del Gobierno a lo mejor la situación cambia), pero en el presente conviven. Y hasta se refuerzan mutuamente. Funciona el burreo a Sánchez. 

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2.8.22

Moralización desmoralizadora

Con el PSOE de Sánchez, que ya es el único PSOE, nos hemos acostumbrado a todo, pero aún caben sorpresas para mal. Su respuesta a la confirmación de la sentencia de los ERE reconozco que no me la esperaba. Es torpe y todavía peor: es ilustrativa. Nos muestra dónde se ha colocado el PSOE, que es un sitio chungo. (Y cuando digo PSOE digo también su entorno mediático: ¡vaya espectaculito!)

Hasta ahora el ping-pong entre el PSOE y el PP por la corrupción era irritante, pero inteligible. Se trataba de excusar a los propios y acusar a los de enfrente sin medida. La explicación era tal vez más psicológica que estratégica: en el furor contra la corrupción de enfrente se cargaba también lo que se callaba de la propia. Producía bochorno, pero al menos se mantenía a salvo una noción importante: la de que la corrupción era mala. Ahora el PSOE ha introducido la idea de que existe una corrupción buena: la que practica el PSOE.

Ha eclosionado de este modo la perversa lógica partidista asociada a la moralización; o dicho de otra manera, el vaciado moral (repleto, sin embargo, de retórica moralizante) a cambio de la ideología.

El PSOE ha sido campeón en el no siempre recomendable solapamiento de moral y política. Dos ejemplos vistosos: el lema del centenario del partido, "cien años de honradez"; y el momento en que Sánchez le dijo a Rajoy "usted no es decente", acusación que sintetizaría después el espíritu de su moción de censura. El problema es cuando esta exigencia no se funda en la pulcritud propia, sino que es una mera palanca para la fiscalización de la ajena.

El "estilo ético" con el que el PSOE llegó al poder va a hacer en octubre cuarenta años se terminó envolviendo en corrupciones que los socialistas que no las practicaban tampoco las censuraban, de acuerdo con la lógica partidista. Esta lógica es perversa, como dije antes, porque concluye en que la bondad no depende de las actuaciones, sino de la adscripción al partido: lo que se hace en el partido es bueno por definición. Es una lógica perversa pero íntimamente culpable: por eso se mantiene oculta. Ha hecho falta un Sánchez para explicitarla.

La consecuencia de la expansión de esta mentalidad despótica, arbitraria, ajena al Estado de derecho, es la desmoralización pública. Se impone entonces el individualismo tramposo entre los avispados; y entre los elegantes o lentos, la emboscadura, el repliegue helenístico o alejandrino.

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