30.4.22

Del tiempo

[Dietario]

Del tiempo. Desde niño me fascina la expresión ‘del tiempo’ aplicada a las bebidas. Agua del tiempo. Está claro que se refiere a la temperatura, pero me ha venido siempre un eco del tiempo en su otra acepción, como si fuese el tiempo el que nos diera de beber o en el botellín hubiese horas y minutos. En una canción de la brasileña Rosa Passos se dice sobre lo que ya sucedió que 'essas coisas são do tempo': esas cosas son del tiempo. El tiempo como el almacén (o el dueño) de las cosas pasadas.  

Ciudad de barro. La calima ha dejado Málaga marrón: suelos, fachadas, cristales con barro. Me dan pena (y confieso que una pizca de euforia sádica) los edificios recién pintados, con su blanco que duró solo unos días. Hay lista de espera para las pistolas de agua. Desde entonces, abril ha tenido de todo ("está loco como febrerillo el loco", oí en la calle): solazo y cuchilladas de frío. Y mucha lluvia (aquí sí como en abril, "aguas mil"); aunque en Semana Santa solo llovió el martes, el día de la procesión de mi barrio. Hemos tenido que hacer malabarismos entre la manga corta y el chubasquero.  

El día del holter. Estoy ante la cardióloga. Va a decirme los resultados del holter que llevé hace unas semanas. El holter es ese aparatito que te cuelgan con electrodos que miden el ritmo cardiaco durante veinticuatro horas. Aquel día de marzo tuve una inesperada vida social. Me tomé unas cañas al mediodía en el Oasis con mi amiga Txani Rodríguez, escritora vasca que adora Andalucía (¡hasta baila flamenco!). El año pasado ganó el premio Euskadi de novela con 'Los últimos románticos'. Por la noche cené, junto a los colegas de catacumba, con el intelectual colombiano Carlos Granés, que venía a presentar en Málaga su libro 'Delirio americano'. Con las copas y las risas llegué a casa con ganas de marcha. Me apetecía, no sé, una pequeña expansión fisiológica. Entonces me acordé del holter: "¿Y si lo registra? Qué vergüenza luego con la cardióloga...". La cardióloga que ahora me mira y me dice que todo está bien. Tal vez fui conservador.  

Concejal Antonio Garrido. Leo que a una plaza le han puesto Concejal Antonio Garrido Moraga. Qué fea y humillante manía malagueña de llamar a los sitios. Es fea porque suena fatal y alarga innecesariamente los nombres. Es humillante porque presupone el desconocimiento del homenajeado por parte de los transeúntes. Esto último es verdad la mayoría de las veces; razón de más para no exhibirlo. En el caso de Antonio Garrido encima es reductor: él fue muchas más cosas que concejal. Fue crítico literario, fue cofrade, fue hombre de letras y de mundo, fue mi profesor. Y disfrutaba siéndolo todo a la vez. La tarde más memorable fue aquella en que nos invitó a otro alumno y a mí a un cóctel de la Agrupación de Cofradías. Cada vez que se acercaba un cofrade hablaban de la Esperanza. Pero cuando se quedaba a solas con nosotros nos recomendaba ardientemente a Thomas Bernhard, cuya novela 'Tala' acababa de salir.  

Strachan. Una de las palabras lujosas del malagueño desde niño es ‘Strachan’. Calle Strachan, de cuando en Málaga sí se sabía poner nombres de calles. Andando el tiempo, soy amigo virtual de uno de los descendientes de la familia: Santiago Rodríguez Guerrero-Strachan, que vivió en Málaga de niño y hoy es profesor de literatura norteamericana en la Universidad de Valladolid. Acaba de publicar un estupendo libro de viajes y ensayos sobre los Estados Unidos, que son su pasión: 'En busca del fantasma de América'. Es, como el autor escribe, "el libro de toda una vida" dedicada a la lectura y la música estadounidenses, y al conocimiento directo de aquel enorme país. El libro está dispuesto como un largo viaje en un autobús Greyhound, con sus correspondientes paradas. Su principal aliento es el de la literatura 'beat'; sobre todo, naturalmente, 'En la carretera' de Jack Kerouac. Es muy emocionante la última frase, con que Strachan aquilata lo anterior: "Yo había viajado para conocer lo que en mi adolescencia había sido ese más allá".  

Al volver de Almogía. Escribe Lina, mi hermana, al volver de Semana Santa: "Mi madre y una prima suya –ambas viudas– estaban riendo, recordando anécdotas del pasado con sus maridos. Yo reía también, escuchando esas historias. De repente, la prima le ha dicho a mi madre: '¡Hay que ver, niña, cómo se termina todo, qué pena, cómo se termina todo!'. Y las risas de ambas se han transformado en lágrimas en un momento. Yo las miraba, emocionada, pensando lo que se tiene que sentir, llegados a cierta edad, viendo todo lo que se va perdiendo por el camino, y me he estremecido. Es demasiado fina la línea de separación entre la sonrisa y la lágrima, entre la alegría y la tristeza. En definitiva, entre la vida y la muerte".  

Defínase con una frase. Soy el adulto que en las bodas se pide el menú infantil. 

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En Diario Sur.

26.4.22

Sánchez, impulsor del lepenismo en España

El problema de los dirigentes mediocres es que se quedan pronto sin argumentos, si alguna vez los tuvieron. El último de Rajoy fue Podemos, la amenaza de Podemos. El de Sánchez es Vox. Lo paradójico es que su comportamiento es el contrario del que correspondería si temieran de verdad la amenaza: en vez de actuar para combatirla en la práctica, la alientan. La paradoja se explica, claro, porque la amenaza solo es considerada instrumentalmente: como argumento.

En Francia el Partido Socialista, que alentó a Le Pen (estos son ya como los Kennedy: "¿Qué Le Pen?" "Cualquier Le Pen"), ha pagado su pecado con la desaparición. Aportación patriótica insuficiente, puesto que le ha dejado un problema a Francia: Le Pen (y de paso Mélenchon). En España tarde o temprano pasará lo mismo con el PSOE, al que Sánchez –como le ha contado Varela a Mejía–ha sometido a una implacable operación de taxidermia. Del PSOE solo queda el muñeco en la estantería: dentro no hay nada. (En este sentido, Sánchez ha hecho el PSOE a su estricta semejanza.)

Como personaje poco firme, siempre envuelto en el 'bullshit' que emite con su 'langue de bois' (¡permítanme los extranjerismos!), Sánchez es un incesante emisor de síntomas. Apunto el más reciente antes de volver al que pensaba. En el Día del Libro invitó en Twitter a la lectura celebrando "la ilusión por conocer historias que nos atrapan". El amigo Amberson IV comentó: "A los amantes de la poesía y el ensayo, ni caso, oiga". Y Paseante Invisible: "Es una confusión de la parte por el todo muy común entre quienes no leen mucho". De manera que un simple tuit de Sánchez resulta sintomático de lo poco que lee. Algo que, por otro lado, no nos pilla por sorpresa. (Está muy extendido el chiste de que ni siquiera ha leído la tesis que escribió.)

El otro síntoma, más importante, es de la semana pasada, cuando Sánchez habló de las únicas dos opciones que tendrá el electorado español en las próximas elecciones generales: "Una coalición de la derecha con la ultraderecha o una coalición de centroizquierda entre el PSOE y el espacio que represente Yolanda Díaz". La formulación no solo es tramposa. También es, como digo, sintomática: revela muchísimo... por medio de la ocultación.

No sé si Sánchez tiene sentido de culpa (es dudoso, en un narcisista blindado como él), pero desde luego sí tiene conciencia de lo que hace. Y sabe que está mal. Por eso lo esconde. Para formar un futuro Gobierno, Sánchez deberá pactar con los mismos con los que ha pactado para formar el actual Gobierno. No solo con "el espacio que represente Yolanda Díaz", sino también con Podemos (si no van en el mismo "espacio"), y con ERC y con Bildu. Un centroizquierda muy peculiar, que incluye a golpistas y a proetarras; nacionalistas y xenófobos ambos, por cierto, a unos niveles que rebasan los de Vox.

A diferencia de en Francia, en España está malversada la palabra "ultraderecha". La ha malversado la izquierda. Aquí se ha acusado de ultraderechista hasta a Ciudadanos. Por supuesto, también al PP. Vox, cuando ha surgido, se ha encontrado con el camino muy allanado. ¿Con qué van a calificarlo ahora si el significado que le han dejado al término "ultraderechista" es "crítico con el Gobierno" (o, como recordaba Álvarez de Toledo, "crítico con el nacionalismo", lo que ya no es solo malversar, sino invertir su significado)?

Ahora Sánchez se presenta como la única alternativa al lepenismo que impulsa. Como si él fuese Macron y no todo lo contrario: alguien contra el que votar, entre sus dos opciones.

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En The Objective.

19.4.22

El rodríguez místico

Me quedé en casa de rodríguez los días decisivos de la Semana Santa, el jueves y el viernes. Estaría solo hasta el sábado al mediodía. Decidí aprovechar para un retiro que podríamos calificar de místico, pero que era más propiamente introspectivo. Tenía algo que ver con la duda metódica, con el cuestionamiento de todo. Por ver si surgía alguna luz. Lo primero en estos intentos es hoy la desconexión. Salir de las redes: como pez panza arriba.

En el pasado era quitar la tele. La situación recordaba a la de las primeras veces en que, de adolescente, la casa era solo para mí por esas fechas. Mis padres, mis hermanos y mi abuelo se iban al pueblo y la multitudinaria casa adquiría un silencio inédito. Yo, ritualmente, cambiaba un par de muebles de sitio y sobre todo cubría la pantalla del televisor con una sábana bonita. Pretendía sacarle al ambiente algunos destellos espirituales, o de hedonismo estético. La mesa la había pegado al ventanal de la terraza y pasaba horas allí, leyendo, escribiendo, mirando el tránsito de la luz por las fachadas, sintiendo la brisa ya de primavera. Llegaba a soluciones más o menos zen, de conformidad con el presente, de reconciliación. Había poco pasado entonces que enturbiara.

Este año he tratado de ver cómo lidiar con las crisis que se acumulan, con el pasado crepitante; de atisbar un futuro que sea algo más que naufragio. Me propuse no hacer nada, ni siquiera leer. Pasé el jueves en la mesa de la brisa, en el sillón, en la cama. Horas huecas. Nada se volvía más claro. Únicamente la insidiosa presencia de un vacío: el vacío interior. Entró la noche y me acosté temprano. Estaba descansado. No me dormí. A medianoche me levanté y me asomé a Twitter. Estaban los semanasanteros de Sevilla con la Madrugá y los de Málaga con la legión y el Cristo de la Buena Muerte. Pinché en los vídeos de animales de Instagram: monos, gatos, perros, jirafas, serpientes, cocodrilos, águilas, colibríes, rinocerontes, hienas, cebras, gacelas, hipopótamos, leopardos, tigres, canguros, ratas, búfalos, leones; todos con sus carantoñas, su rebeldía y su sumisión, su curiosidad, sus tensiones, su miedo, su hambre, unos huyendo, otros depredando. Por último, me puse un par de podcasts atrasados, un 'Crónica Rosa' y un coloquio (no muy lucido) sobre Benet. Pasadas las tres me pude dormir.

El viernes me desperté con un escepticismo purificador. La peripecia inmóvil del jueves me había llevado a una conclusión no necesariamente amarga: el yo no existe. Hay un hatajo de nervios y borrones, de nódulos emocionales, de guirigay psíquico, una maraña de fraseología recurrente. Solo vale la piel, por un lado (la vida rodando por el cuerpo); y por el otro el hacer. Este hatajo, emplearlo en cosas: proyectarse, producir. Se puede dejar un espacio a la contemplación, pero no desordenadamente: conveniencia de la meditación reglada. Pasé el día más relajado, tuiteando, leyendo. También la prensa: polvorones retóricos de mis colegas sobre las procesiones. Salí por zonas desiertas de la ciudad. Por la noche me puse un vídeo (estimulante) sobre Piglia.

El sábado comprendí, no sin sorpresa, que habían resultado unos días purgativos, como me había propuesto. Advino la ligereza, con su picoteo de alegría. La jornada estaba en su punto de esplendor: sol y brisa. Faltaba el mar y fui a buscarlo. Atravesé paseos marítimos festivos, con los chiringuitos y las playas a tope (pensé, claro, en Ucrania sin paz). Me tomé un whisky y metí los pies en el agua. Seguí caminando por la orilla el resto de la tarde. Muerte y resurrección, al cabo.

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En The Objective.

17.4.22

Frío en el sur

Oíamos el Polo Norte y evocábamos la nieve, la congelación, los esquimales, los iglús, el oso blanco, las focas, los pingüinos... Pocas expresiones había tan potentes. Era ella la que nos remitía al frío máximo. Con la lógica implacable de los niños, tiránicamente simétrica, sentenciábamos que, si el Polo Norte era eso, el Polo Sur era lo contrario: el lugar del máximo calor. Pronto aprendimos que no, sin que dejara de asombrarnos. Otra pareja de expresiones, Círculo Polar Ártico y Círculo Polar Antártico, apoyaba el nuevo conocimiento: indicaba dos lugares equivalentes de frío. Pero en los pensamientos o en las conversaciones dejamos de utilizar el Polo Sur (se prefería, por ejemplo, la Antártida), como si el sur estuviese asociado de manera inseparable al calor. Aún es contraintuitivo pensar que al sur del sur hace tanto frío como en el norte.

El sur en el que vivo, el de la Costa del Sol, el de Málaga, tiene una relación curiosa con el frío. Los inviernos suelen ser templados, pero de pronto hay noches en que el frío se cuela y no hay modo de acabar con él. Porque nos pilla descuidados, por la falta de preparación de las ropas y las casas o, sobre todo, por la insidiosa humedad, se trata de un frío que penetra sibilinamente, toma la plaza y nos rinde. Si se mete en el cuerpo, ya no hay nada que hacer. No es frecuente, pero todos los malagueños, y muchos visitantes desprevenidos, hemos sufrido algunas de las noches más frías de nuestra vida en Málaga.

Hay otro frío posible en el sur y que es compatible con los días soleados. Podríamos llamarlo el frío interior, o el frío del alma. El protagonista de Trastorno, de Thomas Bernhard, lo expresa con exactitud: "El frío está dentro de mí, de modo que da igual adónde vaya, el frío entra en mí conmigo". Es el puro frío existencial. En uno de los discursos de Mis premios, Bernhard habla del desencantamiento del mundo: "Vivir sin cuentos de hadas es más difícil, por eso es tan difícil vivir en el siglo XX; solo existimos; no vivimos, nadie vive ya". Más adelante: "Tenemos mareos y tenemos frío. Creímos que, como al fin y al cabo éramos hombres, perderíamos nuestro equilibrio, pero no hemos perdido nuestro equilibrio; y hemos hecho todo lo posible para no tener que helarnos". Y al final: 
Estamos asustados de la claridad de la que de repente se compone nuestro mundo, nuestro mundo científico: nos helamos en esa claridad; pero hemos querido tener esa claridad, la hemos conjurado y por eso no podemos quejarnos de la claridad que ahora reina. Con la claridad aumenta el frío. Esa claridad y ese frío reinarán en adelante. La ciencia de la naturaleza será para nosotros una claridad más alta y un frío mucho más crudo de lo que hoy podemos imaginar. Todo será claro, de una claridad cada vez mayor y cada vez más profunda, y todo será frío, de un frío cada vez más espantoso. En el futuro, tendremos la impresión de un día cada vez más claro y cada vez más frío. 
La lucidez aporta falta de sentido y, sobre todo, de calor. El Ricardo Reis de Fernando Pessoa escribe en su oda XX (traducción de Ángel Campos Pámpano):
Cuidas, intransitable, que cumples, apretando
tus infecundos, trabajosos días
en haces de yerta leña,
sin ilusión la vida.
Tu leña es tan solo peso que llevas
a donde no hay fuego que te caliente.
Otros dos versos de después: "Poco usamos lo poco que tenemos. / La obra cansa, el oro no es nuestro". Y dos más: "cuando, acabados por las Parcas, seamos / bultos solemnes, de repente antiguos, / y cada vez más sombras". Todo termina, por supuesto, en "la frialdad estigia".

Alguien preguntó si era posible ser pessoano en Málaga. Agradecí la pregunta. Ahora Lisboa es también una ciudad turística, no exenta de sol ni de alegría en las estaciones adecuadas. Aunque la saudade portuguesa empapa el ambiente; y la nostalgia del imperio que, como en los poemas de Mensaje, es metafísica: "Que el mar con fin será griego o romano: / el mar sin fin es portugués". Pero sí, se puede ser pessoano en Málaga, a pesar del Mediterráneo, el mar con fin.

Un amigo me contaba el consejo de su madre, de uso para malagueños: "Cuando estés triste, sal a la calle. En las calles de Málaga, solo con el sol y la gente, con la playa, te animarás". Y sí, funciona a veces, incluso con frecuencia; pero no siempre. Hay días de postal incompleta: se está en un escenario propicio, reluciente, vitalista..., pero en el que falta lo fundamental. Son curiosas las deambulaciones zombis por los espacios soleados. El mar ayuda, lo escribí la otra vez, pero no es suficiente. Hay calores extranjerizantes, como el de El extranjero (o El extraño), de Albert Camus. También lo experimenta la protagonista de La hora de la estrella, de Clarice Lispector, en su extrañeza radical cuando emigra a Río.

En cuanto a la escritura, es una solución fría. Al menos acompaña: hasta el final. Por volver al principio, tiene que ver con el Polo Norte. El prólogo de Ernst Jünger a Radiaciones empieza así:
En estas páginas se alude al diario de los siete marineros que en el año 1633 invernaron en la pequeña isla de San Mauricio en el océano Glaciar Ártico. Allí los había dejado, con su consentimiento, la Sociedad Holandesa de Groenlandia, a fin de realizar estudios sobre el invierno ártico y la astronomía polar. En el verano de 1634, cuando regresó la flota ballenera, se encontró el diario y siete cadáveres.
La escritura como las huellas del trineo en la nieve, solo que no llega a ningún sitio: se queda en la página. Hasta que no haya quien escriba ya.

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12.4.22

Así se restauran los viejos valores

Quienes veían en Rusia la reserva espiritual del mundo, la impulsora de la restauración de los viejos valores, podrían haber hecho una de estas dos cosas ante los crímenes de Putin: o retractarse de su idea, o separarla de Putin. Lo que han hecho, en cambio, ha sido reafirmarse en su idea y defender (o excusar) a Putin. No hay acontecimiento que no refuerce el pesimismo antropológico.

Estos cristianos sin piedad son otra prueba de que nadie es imposible, como escribió Borges precisamente hablando de la literatura rusa: "Los rusos y los discípulos de los rusos han demostrado que nadie es imposible: suicidas por felicidad, asesinos por benevolencia; personas que se adoran hasta el punto de separarse para siempre...". El mensaje ecuménico de Cristo pasaba, para estos cristianos, por el bombardeo de ciudades y el asesinato de la población civil, incluidos niños.

Putin no ha hecho más que desenfundar sus tanques, como revólveres, en la guerra cultural. En el discurso que dio el 3 de marzo para justificar la invasión de Ucrania (u "operación especial", en su fórmula propagandística), dijo que los países occidentales "pretenden destruir nuestros valores tradicionales e imponernos sus falsos valores para erosionar a nuestro pueblo desde dentro; esas mismas actitudes que están imponiendo agresivamente en sus países y que conducen directamente a la degeneración y a la degradación, puesto que son contrarias a la naturaleza humana".

Esa apelación acrítica a "la naturaleza humana", bajo supuestos teológicos y oscurantistas (antiilustrados), muestra la endeblez real de los viejos valores que con tanto énfasis pretende sustentar. Siempre me acuerdo en estos casos de lo que dijo Jünger (últimamente sale mucho en mi columna) de las pretensiones conservadoras, tanto en política como en arte o religión: "extienden cheques contra activos que ya no existen". Sus defensores, por ello, son literalmente unos estafadores.

En el repaso de Julio Tovar a "los filósofos de Putin" asistimos a un apabullante surtido de majaderías. El más campanudo es el inefable Duguin, que habla de restaurar "la autoridad moral" de Rusia. Espiritualismo, nacionalismo fanático y totalitario, impostaciones historicistas... Chatarra decimonónica que reaparece como si nada.

A un veterano escritor español que ahora comparte el discurso de Putin le oí decir en una conferencia de 1992 que el Islam era el gran pulmón espiritual que quedaba. Los reaccionarismos confluyen. A propósito, me acuerdo de una frase de Mohamed VI que leí en Asilah en 2008. La pronunció en su Fiesta del Trono de aquel año y a mí me hizo gracia porque, al lado del periódico marroquí en que la leía (en francés), yo llevaba un libro de Cioran, como diablillo en aquel contexto: "No hemos de ceder ante los cantos de sirenas nihilistas que esparcen la desesperación y siembran la duda".

A los autócratas más o menos teologales les incomodan, pues, la degeneración (cómo no recordar el "arte degenerado" de los nazis), la degradación, la desesperación y la duda. Dando por supuesto que ellos no son la mayor degeneración y degradación, ni la mayor causa de desesperación, ni los mayores sembradores (por su antiejemplo) de la duda...

Así que para evitar los difusos males del relativismo, el pluralismo, el materialismo, el posmodernismo, el escepticismo, el hedonismo e incluso el confusionismo sexual había que invadir salvajemente un país y provocar males contundentes, contabilizados en ruina y sangre. Pero nuestros putinistas ni se inmutan: siguen argumentando sin tomar en consideración la guerra que tienen ante sus narices. Lo que es otro indicio de lo alejados que están de la realidad.

Al menos aportan contenido semántico a la expresión "los viejos valores". En efecto, van atados al crimen.

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En The Objective.

5.4.22

Filosofía es distancia

Filosofía era la asignatura de los desubicados. También de los que no lo parecíamos porque sacábamos buenas notas; estos éramos, naturalmente, los más desubicados. En vista de los resultados en las biografías (económicos y de todo género) se podría pensar que la filosofía terminó de hundirnos. Pero no: el daño estaba hecho. La filosofía fue buena porque mejoró la calidad del naufragio permanente; le otorgó una suerte de épica abstracta, que daba compañía.

Tenía una curiosa cualidad la asignatura. Era algo serio, una subida de nivel: de pronto la cosa iba para arriba; pegábamos un estirón. Era por ello una asignatura adulta; en verdad, la asignatura más adulta, o la que marcaba la adultez. Pero al mismo tiempo nos remontaba a los asombros de la infancia ("el niño es espontáneamente filósofo", dijo alguien), encubiertos por los años. Esta doble condición, ideal para la adolescencia, enganchaba.

Por eso estaba bien que apareciera tarde; a condición de que lo hiciese de modo ineludible. No podía ser optativa, sino obligatoria: había que pasar por el trago filosófico.

Los que nos apasionamos tanto que luego quisimos hacer la carrera ("Filosofía Pura", se decía gloriosamente) nos tuvimos que pasar todo el verano previo a la universidad, si veníamos de una familia sin estudios, tratando de responder a una pregunta embarazosa que nos lanzaban padres, abuelos y tíos: "Niño, ¿eso de filosofía qué es lo que es?". Habíamos encomendado nuestro futuro a algo incierto. Éramos de esos inquietantes hijos, que decía Pla, "en forma de nebulosa".

Pero hay una intuición popular de lo que es la filosofía. Cuando uno le dice a otro que se tome algo (por lo general, algún revés) "con filosofía" le está diciendo que se lo tome con distancia. Filosofía es distancia. Una distancia sabia, analítica, comprensiva, contextualizadora. En este ejemplo común se ve la relación que se da en la filosofía entre el pensamiento (o la razón) y la vida: se trata de un pensar que ofrece la posibilidad de vivir mejor. Dentro de la desubicación incluso.

Un filósofo tan encendido como Nietzsche predicó, quizá no tan paradójicamente, "el pathos de la distancia", que él asociaba a la nobleza. Una nobleza, entendemos hoy, que está al alcance del que se lo proponga. Pero es difícil. En Crepúsculo de los ídolos expone unos propósitos de distancia recomendables. Podemos leerlos contra Twitter. Y contra la precipitación ideológica; incluida la del Gobierno (o el Parlamento) que emite modelos educativos que, en justa venganza, merman la filosofía.

Escribe Nietzsche: "Aprender a ver: habituar el ojo a la calma, a la paciencia, a dejar-que-las-cosas-se-nos-acerquen; aprender a aplazar el juicio, a rodear y a abarcar el caso particular desde todos los lados. Esta es la primera enseñanza preliminar para la espiritualidad: no reaccionar enseguida a un estímulo, sino controlar los instintos que ponen obstáculos, que aíslan. [...] Toda no-espiritualidad, toda vulgaridad descansa en la incapacidad de oponer resistencia a un estímulo".

Empecé, pues, la carrera de Filosofía. El primer día de clase fue premonitorio. Llegué exhibiendo aspaventosamente (¡así funciono!) el libro Adiós a la filosofía, la antología de Cioran que hizo Savater. Los profesores resultaron ser un fraude. Nada que ver con los del instituto: toda la buena suerte que tuve aquí, la tuve de mala en la universidad. Así que abandoné Filosofía. Después de haber aprobado el primer curso, por supuesto, con sobresaliente.

He seguido luego por mi cuenta, por afición. Y por la necesidad destapada en los tiempos del instituto. Los pomposos utilizadores partidistas de la enseñanza pública vienen privando a los estudiantes que solo la tienen a ella de esa oportunidad. Los desubicados lo seguirán siendo de peor manera. En su desubicación no echarán nada de menos, porque ignorarán lo que han perdido: lo que les han quitado. 

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