28.6.21

Nuestros secesionistas no son demócratas

Aunque Félix Ovejero no lo formula exactamente así, una conclusión de su último libro, impecable, Secesionismo y democracia (Página Indómita), es que nuestros secesionistas no son demócratas.

Y digo los nuestros porque otros sí lo podrían ser: los que se acogieran a la cuarta de las cuatro teorías que inspecciona Ovejero. Pero los secesionistas españoles –sean catalanes o vascos– no pueden hacerlo sin mentir. Algo, mentir, que sí hacen con frecuencia.

Antes de enumerar esas cuatro teorías con que se defiende la secesión, diré que Secesionismo y democracia es un libro breve y certero, una fulminante lección magistral. Analiza y desmonta con potencia ilustrada, con distancia racional y conocimiento (impresiona la bibliografía que pone en juego en sus pocas páginas) las argumentaciones que los secesionistas de un Estado esgrimen para separarse de él.

Las teorías a que recurren son otros tantos capítulos –todos rápidos– de esta obra: 1) la teoría plebiscitario-libertaria, 2) la teoría adscriptiva, 3) la teoría de la minoría permanente y 4) la teoría de la reparación.

Según la 1, los secesionistas creen tener derecho a la secesión porque los individuos pueden asociarse como quieran. Según la 2, porque cada nación tiene derecho a un Estado propio. Según la 3, por el derecho de las minorías dentro de un Estado en el que nunca serán mayoría. Y según la 4, por falta de democracia o por injusticia indiscutible del Estado al que pertenecen.

Sintetizo abruptamente las refutaciones de Ovejero (¡para la faena buena está el libro!).

De la 1, porque un Estado es "un territorio político común, indivisible, donde todo es de todos sin que nadie sea dueño de parte alguna". A esa indivisibilidad están ligadas la democracia y el imperio de la ley.

De la 2, porque de la definición de "nación" (que ya es problemática en sí) no se deduce que esta tenga derecho a un Estado propio. Dice Ovejero de quienes lo afirman: "por ahí asoma la bolita del trilero: se estira hacia lo normativo la definición de nación".

De la 3, porque son muchas las minorías que se podrían identificar, incluso otras minorías dentro de una minoría; además de la abusiva consideración de "permanente" a algo cambiante. Lo que alienta es la pretensión de "desvincularse de las leyes de todos".

De la 4, porque simplemente no se dan las circunstancias en España: un país democrático en el que no se producen injusticias probadas y sistemáticas contra nadie. Y, como dice Ovejero, "la secesión, sin injusticia, supondría una violación de elementales compromisos con la igualdad de los ciudadanos". Por esto, además de en la mentira, nuestros secesionistas se ejercitan en el chantaje.

"He de decir", declara Ovejero a propósito de sus principios, "que los míos se instalan en la tradición de la izquierda, del socialismo"; aunque en lo que a este asunto respecta, "los pueden compartir también las mejores variantes del liberalismo".

Ovejero recuerda la proclama entera de los revolucionarios franceses, de la que se olvida la primera mitad: Unité, Indivisibilité de la République; Liberté, Égalité, Fraternité. Pero nuestra izquierda reaccionaria no está en eso, sino exactamente en lo contrario.

Termino con otra cita de Secesionismo y democracia: "Si la democracia y la igualdad nos importan, no hay secesión justificada; si hay secesión, se acaba con la buena democracia y se socava la igualdad". 

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26.6.21

Verano cero

[Dietario]

Segunda dosis. Para la segunda dosis de la vacuna no hay que esperar como para la primera. Doy el carnet, me indican una cabina y antes de alcanzarla está la enfermera en la puerta con la jeringuilla en la mano. Rapidez industrial, se ve que adquirida con la experiencia. He quedado con Diego Ríos Padrón, con el que coincidí la otra vez aunque no nos vimos. Hablamos en los minutos de precaución de después, con un ojo en nuestro organismo por si notamos efectos. Al final nos tiramos una hora charlando. Le pregunto sobre su reto de este año de ilustrar cada día un poema. El resultado es admirable. Se puede seguir en Twitter e Instagram (@LaMalagaModerna). 

Mefistófeles esquina Hamlet. Cojo el autobús para ir del Palacio de Ferias a Teatinos y me fijo en el nombre de la calle: Max Estrella. Aquí hubo uno que hizo mi bachillerato, me digo. Luego nos internamos por la calle Mefistófeles y en una parada veo que estamos en Mefistófeles esquina Hamlet. Sea quien sea, se la coló al Ayuntamiento. Pero la locura es en los alrededores del Palacio de Justicia, que miro ya a pie: plaza Kipling, avenida Borges, calles Kafka, Pirandello, Mallarmé, ¡Frank Capra! ¡Mesonero Romanos! Tengo que sentarme en un banquito para reponerme del mareo. 

La de Hitler. No he ido este año al festival de cine, pero me he acordado del que viví junto a mi amigo Fernando Merinero, que vino a presentar su documental Las huellas de Dylan. Como todos los del mundillo se presentaban diciendo con qué película venían, yo, para no quedarme callado, tomé la costumbre de presentarme, muy serio: "Hola, soy el director de Ellos robaron la picha de Hitler". Me aprovechaba de que su verdadero director, Pedro Temboury, era poco conocido. Me gustaba observar la reacción de mis interlocutores, que se esforzaban por aparentar normalidad

Churros anarquistas. Detecto un brote anarquista en Casa Aranda. Mientras me tomo mis churros (acordándome de aquella frase espléndida que se decía cuando la fundaron: "¡Aranda ha conseguido freír el aire!"), me fijo en el cartel que han puesto, informativo pero también un poco contestatario: “Prohibido fumar en la terraza debido a las restricciones impuestas por las autoridades”. 

El regate del gorrión. Han vuelto los gorriones, mis pájaros favoritos. Estuvieron escondidos un tiempo, se habló incluso de que se extinguían. Pero otra vez que están aquí, y me parece que más alegres. El otro día, uno que volaba bajo se me coló entre las piernas y dio una vuelta, como en un regate. Parecía una escena de Walt Disney. 

Entrevistas. Me hacen entrevistas por el libro que acabo de publicar, Inspiración para leer (Jot Down Books). Una ha sido para el diario Sur, otra para Canal Sur, otra para El Mundo... Como no tengo costumbre, puedo percibir el efecto con cierta pureza. Y el efecto es que uno se cree que tiene algo que decir, solo porque le han preguntado. 

El infierno al lado. Me ha sucedido la peor desgracia que a un hombre le puede suceder: se han puesto a hacer obras en el piso de al lado. No una cosita rápida, un chapú, sino una reforma integral. Han dejado las paredes peladas y han levantado la solería entera; hasta los marcos de las ventanas han quitado. Llevan semanas de martillazos, taladradoras, radiales, polvo y hasta voces de los albañiles (siempre hay uno torpecillo y otro que se lo explica todo, a él y al bloque). Me han puesto el infierno al lado y no hay manera de vivir. Pero se vive. Esa es la lección siempre: que se vive. Hasta me he echado mis siestecitas ya con los porrazos. 

El momento del ventilador. Por fin enciendo el ventilador. Cada año retraso todo lo que puedo el momento, porque es irreversible: ya no lo apagaré hasta entrado noviembre. Ahora, con la subida de luz, me dicen que tendré que hipotecarme. Pues me hipotecaré, porque no concibo un verano sin ese vientecillo permanente en la cara. Un grato efecto secundario es el zumbido. En un principio parece molesto, pero uno se acostumbra en seguida, por su líquida uniformidad, y no tarda en reconocer sus ventajas: es un ruido que se traga todos los demás ruidos. Incluso atenúa bastante los martillazos de las obras. Pero hay otro efecto, que me hace gracia: cuando sopla la brisa por la calle (y en este junio casi todos los días han sido de brisa) pienso que es un ventilador invisible el que la genera. 

Verano cero. El día en que se publica este dietario (como siempre, el último sábado del mes) es el del fin de las mascarillas por la calle. En mi caso, se cumplen además las dos semanas tras la segunda dosis, en que se supone que estoy inmunizado. Sensación de que empieza otra época; pero una época rara, como en suspenso. Me acuerdo de estos versos de T.S. Eliot: "¿Dónde está el verano, el inconcebible / verano cero?". 

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23.6.21

Gurruchaguear

No sé qué voy a hacer ahora con el final de las mascarillas, Montano, me dice un amigo. Me he acostumbrado a gurruchaguear. ¿Qué es eso?, le pregunto. Y su respuesta ocupa este artículo (¡yo me despido aquí!). 

Pues nada, aprovechar la servidumbre de la mascarilla para la libertad, es decir, para el libertinaje, naturalmente: las guarradas, ¡el gurruchagueo! ¿Te acuerdas de Gurruchaga, el de la Orquesta Mondragón? ¿Te acuerdas de lo que hacía con la boca, retorciendo los labios, sacando la lengua, lamiendo obscenamente al aire? Era sucio el tío, un pervertido. Solo el histrionismo refrenaba lo cerdo que era, o parecía. Un psicópata. Un depravado. Supongo que empecé a imitarlo por rebeldía. Las primeras veces que nos dejaron salir tras el confinamiento. Yo no tengo perros, ni hijos, así que solo pude pasear cuando se autorizó la excusa deportiva. Me ponía mi chándal y salía. Por supuesto, no hacía deporte. ¡Odio el deporte! ¡Considero degradante el deporte! Pero había que llevar chándal para contentar a la poli. Qué paradoja: si no querías que te molestara la poli, tenías que llevar chándal como un Soprano. Solo si parecías un mafioso, la poli te dejaba en paz. Yo iba humilladísimo por la calle, con mi lamentable chándal, preguntándome en qué había quedado mi rebeldía, con lo que yo he sido. Si aparecía un poli, trotaba un poco. Era una vergüenza. Algo tenía que hacer. Algo rebelde tenía que hacer. ¡Algo punki! Entonces apareció una tía trotando de verdad, viniendo hacia mí. Cómo estaba. Su boing boing era digno de Sabrina. ¿Te acuerdas de aquello? ¿La captación auditiva de la vista? Ella decía boys boys, pero nosotros oíamos boing boing... ¡Nadie oyó boys boys! Total, que le hice como cuando Sabrina al televisor. Eran los tiempos de Gurruchaga y me salió desde mi absoluta frustración sexual. La misma, ¿para qué nos vamos a engañar?, de ahora. Es el triste destino de los alfeñiques. Así que me puse a gurruchaguear tras la mascarilla y la tía, lógicamente, ni se enteró. Me sentí bien, Montano, tengo que decirte que me sentí de putísima madre. Y me puse a hacerlo con las demás. Con todas, tío. ¡Con todas! Y así todos los días. En este año y pico de mascarillas no debe de quedar ni una en Málaga a la que yo no le haya gurruchagueado. ¡Soy el Casanova, el don Juan, el Espartaco Santoni del gurruchagueo! Sé que es patético, pero me ha dado vidilla. Esa ha sido, de hecho, mi única vidilla. Lo único que me hacía sentir que yo no era un puto tornillo del sistema. El problema es que lo he automatizado, ya me sale solo, tía con la que me cruzo, gurruchagueo que le hago, y no sé qué va a pasar a partir del 26, cuando haya que quitarse la mascarilla. Bueno, el 26 si puedo aún no me la quito, remolonearé todo lo que pueda... Pero en algún momento habrá que quitársela, y le voy a gurruchaguear fijo a la primera con la que me cruce. Me va a salir automático y va a ser un cante, Montano. Me zurrará, yo que soy un mierdecilla. Me linchará la masa. Voy a salir hasta en el telediario... 

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21.6.21

Sánchez y los límites de su ficción

“¿Qué tenemos que hacer para caerle bien?”, le preguntamos a nuestro amigo cuando nos llevaba a cenar con su padre. Este manejaba pasta y algo podía caer, cosa que a los veinte años (eran los ochenta) nos iba fenomenal. “Dorarle la píldora”, dijo sin dudarlo. Yo, que temía pasarme, quise saber hasta qué límite. La respuesta de nuestro amigo fue categórica: “No hay límite”.

Lo he recordado pensando en el presidente Pedro Sánchez, cuyo consejero Iván Redondo debe de tenerlo más calado que mi amigo a su padre cuando dijo que se tiraría por un barranco tras él. Aquello debió de gustarle a Sánchez, y si pilló la referencia a El ala oeste de la Casa Blanca más: que su consejero le diese tratamiento de presidente de los Estados Unidos, aunque fuera inventado, le parecería lo mínimo.

No ha habido históricamente mejor consejero que el siervo que le decía al general victorioso: “Recuerda que eres mortal”. Redondo, en cambio, no deja de recordarle a Sánchez lo inmortal que es, con lo que se juntan el hambre con las ganas de comer en este.

Pensaba en Sánchez porque he llegado a la conclusión de que está haciendo un experimento, seguramente aconsejado por Redondo. Está probando los límites de su ficción, es decir, si esta tiene algún límite. Hasta ahora la conclusión es que no.

Cada vez lo explicita más. Pasada la época de las mentiras o contradicciones, en que Sánchez decía un día lo contrario del anterior, que cabe atribuir, bien es verdad, a que la vida es un permanente fluir, como declaró Heráclito (“nadie se baña dos veces en el mismo Sánchez”), ahora Sánchez explora, como un autor metaliterario, el propio artefacto narrativo.

Daniel Gascón ha sabido detectar la influencia de Javier Marías en su relato sobre el encuentro con Joe Biden: esa amplificación narrativa del tiempo, en la que a 29 segundos se les puede dedicar 29 páginas. Para ello hace falta, no cabe duda, una cierta capacidad de fabulación. Pero esta ya la demostró Sánchez cuando dedicó una parrafada a todo lo que había aprendido en aquel comité científico del que meses después se supo que no existía.

Este lunes llega otro hito: su teatralización de los indultos, para la que ha escogido un teatro. En un prodigioso juego de espejos, se quitará la máscara encima de un escenario para revelarnos que es un actor. ¿Cabrá entonces seguir considerándolo un farsante, si opta por decirnos su verdad fundamental? 

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14.6.21

Paradojas manifiestas en Colón

La convocatoria de la manifestación de Colón me parecía un error, pero el error ha sido mío. Por otro lado, quienes se oponían eran el horror: el horror gubernamental. Y así, entre el error y el horror estamos. En un ambiente ya necesariamente desagradable, pero con gradaciones. Es peor el horror.

Las manifestaciones no me gustan. He ido a poquísimas en mi vida. A las de provincias no les veo sentido, así que en Málaga no me he manifestado jamás. En Barcelona sí, pero fue el 8-O y allí estaba el propósito soterrado de que la capital catalana no siguiera despeñándose por el provincianismo.

Y dos veces en Madrid, una contra ETA después de un atentado y otra contra la guerra del Golfo. Aquí me incomodaban un tanto los manifestantes (esos Bottos sobreactuados, la proliferación de castristas), pero concluí que había que estar y estuve: haciendo chistecillos, pero también haciendo bulto.

Fue entonces (el mejor chistecillo, por cierto, no fue mío, sino del amigo que me acompañaba, señalando a aquellos Bottos y castristas que se dirigían a la mani: “¡Hoy sí que habrá entradas para Los lunes al sol”!) cuando recordé un viejo artículo de Fernando Savater: “Paradojas manifiestas”.

Allí Savater –convocante ahora de la manifestación de Colón– reflexionaba sobre las compañías no siempre gratas que nos encontramos en las manifestaciones. Aquella era contra Pinochet y partía también de Colón. En el artículo va dando cuenta de lo que le rechina durante la marcha, con comentarios al paso, y concluye: “Había que venir, después de todo. Pese a las paradojas que se manifestaban junto a nosotros, pero sin olvidarlas”.

El problema ahora es Vox, para los delicados entre los que me cuento. Su auge se ha cargado –como escribí la semana pasada– el patriotismo constitucional, sin duda por impotencia de este. Pero la fuerza que rasca es espuria, de instintos chungos. Estamos en un terreno ya necesariamente embrutecido.

Hay otra fuerza posible, sin embargo: la que surge de la pura revuelta contra las infamias del Gobierno. Este es, en realidad, el que justifica la manifestación en principio dudosa. Es el Gobierno, incluso, el que legitima a Vox y le resta gravedad a su compañía.

Luego, ya en Colón (lo he visto por la tele), Rosa Díez ha hablado de “la buena gente”, desdichadísima expresión; e Isabel Díaz Ayuso ha metido improcedentemente al Rey en cuanto a la firma que deberá ponerles a los indultos. Pero el discurso de Andrés Trapiello –violentado él mismo en su subida de tono, emocionante ofrenda cívica– le ha dado sentido a la jornada: era justo eso, lo que él ha dicho.

Savater empezaba aquel viejo artículo hablando con sorna de los pareados de las manifestaciones. Ciertamente, son poco estéticos (¡jamás los corearemos los finos!). Pero en Colón se ha visto uno que no estaba mal: “Yo, votante del PSOE, / al pueblo pido perdón / y al Gobierno dimisión”. 

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9.6.21

Música de ascensor

Hoy toca felicidad. La editorial Turner ha reeditado, con nueva portada, Bossa Nova de Ruy Castro, que traduje en 2008. Estaba agotadísimo y quiero aprovechar para recomendarlo. Es un libro eminentemente feliz. Uno de los más felices que he leído. Mi propósito como traductor fue ser vehículo de mi propia felicidad lectora.

Esta tuvo lugar en Río de Janeiro, donde compré el original en portugués: Chega de saudade. A história e as histórias da bossa nova (Companhia das Letras). Mi enamoramiento de Río, que ya estaba bastante avanzado, se aceleró hasta su culminación. Ayudaron los mapitas del desplegable interior –que conserva la edición española– con las calles y la ubicación de los locales míticos de Copacabana e Ipanema.

Bossa Nova empieza con unos muchachos brasileños que en 1949 rinden culto al inalcanzable Frank Sinatra y culmina en 1967 cuando Sinatra graba su álbum con Antonio Carlos Jobim. En medio, las composiciones de este con Vinicius de Moraes, las historias de los demás personajes (de los que solo quedan vivos unos cuantos: João Donato, Roberto Menescal, Sérgio Mendes, Carlos Lyra, Marcos Valle, Eumir Deodato, Astrud Gilberto...) y, sobre todo, la historia del personaje principal, el gran catalizador de la bossa nova (y de toda la música brasileña): João Gilberto.

Lo raro que sonaba este al principio, aunque hoy nos suene natural (esta fue su conquista), queda reflejado en dos anécdotas rápidas. La primera vez que escuchó "Chega de saudade" (1958), un magnate de la industria discográfica brasileña dijo: "¿Por qué graban ahora a cantantes resfriados?". Antes el mismo padre de João Gilberto, aficionado al bel canto, había fulminado a su hijo cuando este ensayaba en la casa familiar de Juazeiro: "Eso no es música. Eso es ñem-ñem-ñem".

Hoy a esa música se la llama despectivamente música de ascensor y, además de en los ascensores, suena en los centros comerciales y con milagrosa frecuencia sigue haciéndolo en la radio. Se integra perfectamente en la atmósfera, pero mejorándola: como una suerte de variante aromática del silencio. Tiene razón Caetano Veloso cuando, en una canción que repasa hitos de la música brasileña, concluye: "Melhor do que isso só mesmo o silêncio / melhor do que o silêncio só João".

Pero a mí me gusta, lo he dicho alguna vez, esa denominación de "música de ascensor": porque es música para ascender. Yo combino esos ascensos o elevaciones con la horizontalidad de mis paseos. Horizontalidad que suele estar acentuada por la horizontalidad del mar, por cuya orilla es por donde ando preferentemente. Sea a pie por los paseos marítimos o en coche por las carreteras de la costa, la música brasileña es mi banda sonora: la que mejor se acopla al azul, a la amplitud y a la brisa; a la belleza, a una cierta nostalgia y a la ligereza. La música que detesto es la que interrumpe o dinamita estos dones: la pomposa, la pretenciosa, la simplona, la fea o la cursi sin compensación.

En Bossa Nova se asiste a la génesis y el desarrollo del milagro sofisticado y sencillo de esa música, con sus creadores (además de los citados, Dolores Duran, Maysa, Nara Leão, Elis Regina, Johnny Alf, Luiz Bonfá, Oscar Castro Neves, Milton Banana, Bossa Três...). Para ir animándoles, he hecho una lista de reproducción con treinta grabaciones que sintetizan, aproximadamente, la trayectoria que describe el libro.

Me despediré con una confidencia. La frase que se le atribuye en la contracubierta al autor en realidad es mía. En su momento se traspapeló, pero da igual, porque lo importante es la frase, que sigo suscribiendo (y espero que Ruy Castro también): "La bossa nova es lo más parecido que hay a una 'sintonía de la felicidad', y su historia es también la historia de una felicidad". 

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7.6.21

Demasiado tarde para el patriotismo constitucional

Vuelve la expresión “patriotismo constitucional”. Ya no la usamos ni los que seguimos en ese rollo, melancólicamente, como soldados sudistas derrotados, deambulando por un país sin esperanza.

Ese, el del patriotismo constitucional, es justo “el país que nunca fue”, como rezaba el subtítulo de La España vacía (Turner). Que nunca fue o que lo fue solo un poquito, de milagro. Es en el nuevo libro de Sergio del Molino, Contra la España vacía (Alfaguara), donde reencuentro el patriotismo constitucional. El autor lo trae con un ánimo que me parece viejo. Pero el viejo soy yo (y además estoy gordo: más que Kate Winslet).

Todo lo que dice Del Molino es correcto. El libro es más rico, más complejo: se ocupa también de otros asuntos. Por ejemplo, el de la repoblación y el de la vuelta al pueblo, que él puso de moda con La España vacía, en direcciones con las que es crítico. Pero el eje es la disgregación de España, su (orteguiana) falta de vertebración, la incomunicación creciente, la volatilización de esos mitos y ficciones que sostienen una comunidad.

Del Molino vuelve a explicar las verdades que a algunos ya nos cansan, tras tantas refriegas; pero en las que hay que insistir: el logro político que supuso la Transición, que convirtió a España en una democracia; la falsedad de los agravios nacionalistas, su empecinamiento fanático; el cacao de nuestra izquierda con Franco y la República, su repulsión por los símbolos nacionales...

Entre todos los argumentos en favor de España hay uno transparente, tan transparente que no se ve: su ventaja es que ya existe, no hay que crearla. El fregado de la “construcción nacional” ya pasó. Los españoles de hoy tenemos la fortuna de habérnoslo ahorrado. “Lo que me importa”, dice Del Molino, “es el país, no cómo ha llegado a serlo”. Solo hay una pregunta real: “¿aceptamos que la historia no se puede corregir y que los cuarenta y siete millones de españoles viven en un aquí y un ahora y que solo ese aquí y ese ahora es el objeto de discusión?”.

Pero, aunque Del Molino le pone calor, el patriotismo constitucional es frío. Y se ha probado que impotente, cuando en el lomo se le suben tigres. La auténtica épica española es la elegancia con la que ha aguantado cuatro décadas frente a los impresentables nacionalismos catalán y vasco sin segregar (dijeran lo que dijeran) un nacionalismo español. 

Pero ya lo ha segregado también, con Vox. El patriotismo constitucional ha sido derrotado. Era lo fino y lo difícil: un lujo exquisito. Ya no hay nada que hacer. 

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