20.2.19

Los límites del entrevistador

Conozco de cerca al presentador de televisión, ese espécimen en general lamentable, ya que hace años trabajé para uno. En las sobremesas alcohólicas que nos suministrábamos los guionistas para aguantar, un compañero hablaba siempre del libro que tenía pensado escribir: “El presentador de televisión. Capítulo uno: Sus límites”. No pasaba de ahí, y no hacía falta: porque en realidad ahí estaba ya todo.

Lo recordé al ponerme la entrevista de Risto Mejide a Arcadi Espada, uno de los errores de mi vida. Recordé también lo que decía Salvador Pániker: “Todo entrevistado acaba reducido a los límites mentales de su entrevistador”. El complejo y acerado Espada, pues, reducido a la mente simplona del vendedor de adocenamientos con ínfulas de originalidad Mejide. Este fue publicitario y en su día le encasqueté mi eslogan favorito de todos los tiempos: “El típico ser único”.

Espada sabe que no debe ir a la televisión, pero va. Por dinero, naturalmente. Un día confesó que cuando se ve en vídeo metido en una discusión se horroriza: “¡Me he convertido en Pilar Rahola!”. Quizá lo pensó ante los que le puso Mejide, pero lo disimuló. Mantuvo la compostura durante la reducción a la que fue sometido. Hasta que no pudo soportar la abyecta utilización que hizo Mejide de un padre y un hijo y se levantó y se fue. Aún tuvo la entereza moral de no moralizar, en aquel estudio que Mejide había puesto pingando con su diarrea moralizante.

A Espada le pierden sus pedagogías un tanto abruptas; ese atenerse a las ideas hasta un punto en que parece haber perdido la compasión. Esto en televisión no funciona. Su toque histriónico y su contundencia, que son dos formas de cortesía –puesto que le brinda al espectador la oportunidad de que no se lo tome en serio, es decir, que lo deja libre–, son aprovechados por un patán como Mejide para ponerlo en la picota: abusando así del espectador al que Espada había respetado.

De Espada podría decirse aquello tan bonito que dijo Borges de Oscar Wilde: que nadie había reparado en que, más allá de sus ingeniosidades, su esteticismo y sus escándalos, está “el hecho comprobable y elemental de que Wilde, casi siempre, tiene razón”. Espada es hoy nuestro librepensador más pugnaz, el que se mete en más líos. No por el afán de llevar la contraria, como repetía el reductor Mejide (que sí vive de llevar la contraria, con una previsibilidad tan soporífera como estomagante), sino porque la verdad les viene grande a muchos. Empezando por el entrevistador.

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En The Objective.

18.2.19

La navaja de Ockham del separatismo

No me abandona el estupor ante los catalanes independentistas. Hago esfuerzos por entenderlos, según esa prédica de que hay que entender a “los otros”. Pero lo que me encuentro son dos cosas: que ellos no son los otros sino los mismos, los mismos que nosotros los españoles; y que nosotros los españoles no existimos para ellos, no nos tienen en consideración, nos desprecian. En este sentido sí habrían llegado a ser los otros: pero de un modo artificioso, mediante una tarea de segregación. Son separatistas porque se han separado: se han autoconstituido artificialmente en un “los otros” para nosotros; y un efecto de esa artificialidad es que no nos reconocen. Como son los mismos que nosotros, esto quiere decir que no se reconocen a sí mismos. Se han enajenado.

El problema catalán es un problemón porque consiste en una enajenación colectiva. La solución no es policial, ni judicial ni política, sino psicológica (estoy al borde de decir psiquiátrica, pero me contengo; aunque Ramón de España, que vive allí, ha hablado del “manicomio catalán”). No sé cuál sería el tratamiento. La policía, la justicia y la política solo podrían ayudar en la medida en que tuviesen efectos psicológicos. No parece fácil. Fomentando la enajenación están a destajo los centros de enseñanza y los medios de comunicación (Agustín García Calvo los llamaba “medios de formación de masas”, y aquí está clarísimo). La élite económica, la élite académica, la élite profesional, la élite cultural están en el independentismo de un modo desesperante. Es lo que se lleva, lo sexy, lo guay. Lo que va sin esfuerzo, aunque sea contra la realidad. Porque funciona como realidad paralela.

La enajenación colectiva es lo que me sale si aplico al tema catalán la navaja de Ockham, ese principio según el cual la explicación más simple suele ser la acertada. Acaso así podamos empezar a explicarnos el carácter inaudito de esta “rebelión contra una democracia liberal en una región donde la renta per cápita supera los 25.000 euros”, como escribió Daniel Gascón. O las efusiones sentimentales, los abrazos, los cánticos, las lágrimas, las quejas, las proclamas rebosantes de superioridad moral de unas personas cuyo principal empeño político es convertir en extranjeros a más de la mitad de sus conciudadanos catalanes (y al resto de los españoles).

Pero persiste el estupor. Ante el discurso de Oriol Junqueras en el juicio del procés. Ante las declaraciones de Quim Torra, Pere Aragonès o Elsa Artadi cuando los entrevista Alsina. Ante Carles Puigdemont y Artur Mas. El estupor incesante ante Gabriel Rufián, Pilar Rahola y Núria de Gispert. Ante los desfiles con antorchas, las manifestaciones, las performances por parte de la población adulta. Ante la asimilación de estos privilegiados con los que sufren de verdad en el mundo. El estupor ante las palabras de la escritora Jenn Díaz, de ERC, después de que su partido rechazara los presupuestos de Sánchez: “Nos demonizáis. Nos deshumanizáis. Nos menospreciáis. Calláis cuando nos reprimen. Nos ponéis al mismo nivel que la ultraderecha. Y ahora os sorprendéis de que no aprobemos unos presupuestos a cambio de nada. No es el mercado, amigos. Es la autodeterminación. Y no renunciaremos”.

Esta gente lo está pasando fatal y todo es absurdísimo.

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En El Español.

11.2.19

Un desastre

Me temo que soy el último mohicano del patriotismo constitucional, esa adhesión fría al Estado de Derecho, leal a España pero netamente antinacionalista. Mi situación es insostenible y lo sé. Pero me sostengo, más solo que la una. Mi actitud es ruinosa en todos los sentidos. Al menos me divierto observando a mi alrededor el espectáculo de la prosperidad sectaria. Todos ahí con su modelo de negocio, haciendo como que hablan de las cosas cuando solo están en una lucha desesperada por la salvación personal. Como yo ahora, por otra parte. Tal vez es lo único que se puede hacer.

Estamos en una ratonera absurda, a la que no le veo salida. La manifestación de ayer fue un desastre, pero porque la situación es desastrosa: solo podía ser un desastre. Y si no hubiese habido manifestación, también habría sido un desastre. Todo viene de atrás, desastrosamente; y se encamina, de desastre en desastre, hacia el desastre final.

En realidad, no hay solución desde el momento en que los partidos constitucionalistas han sido incapaces de ponerse de acuerdo para afrontar la crisis catalana: el ataque más fuerte que ha sufrido la democracia española desde la muerte de Franco (lo del 23-F se quedó en un susto, para cuyo ridículo sí tuvo anticuerpos la sociedad). El gran culpable del desacuerdo (¡qué le vamos a hacer!) es el PSOE, con sus pruritos. Pero también este PP tan poco ejemplar. Juntos suman una sucesión deprimente de errores: el penúltimo, el ronroneo de Sánchez con los populistas y los nacionalistas, a los que les debe el poder; el último, la retórica abusiva de Casado, de una irresponsabilidad pasmosa. Ahora con Vox –con la contaminación de Vox– la solución está más lejos que nunca. Me refiero a la solución de verdad.

Sigo siendo nostálgico del pacto PSOE-Ciudadanos, que no pudo ser: un pacto que los habría mejorado a ambos, en vez de andar empeorándose por ahí con las malas compañías. Sobre todo el PSOE, empeoradísimo ya (¡patética su campaña contra los manifestantes, superior al patetismo de estos!). Pero pensar en ese pacto es un puro bucle melancólico, porque se ve lejísimos.

Mientras tanto, los días fluyen maravillosamente en este rincón privilegiado del mundo. Estuve hace un mes dándome un paseo por Barcelona y qué vida estupenda en las calles, junto al mar. También en Madrid y en Málaga. En Madrid sin mar, pero con igual maravilla. ¿Cuándo saltará a la calle el embrutecimiento de la política, si salta? No deja de asombrarme lo vivible que sigue siendo la vida. No deja de asombrarme la coexistencia de la guerra civil mental con el día a día civilizado. “Estamos en el fondo de un infierno, cada instante del cual es un milagro”. Así lo dijo Cioran.

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En El Español.

6.2.19

Freír el aire

De tarde en tarde me doy el caprichito de ir a Casa Aranda, fundada en 1932, el mejor sitio para comer churros en Málaga y en el mundo. Esa calle Herrería del Rey es además una de las pocas que quedan en la ciudad con su toque antiguo, con una estrechez y un abigarramiento que son una inmersión en otra época. En ciertas calles de Lisboa y Río de Janeiro me acordé de ella, y ahora en ella me acuerdo de Lisboa y Río de Janeiro. Si me abandono en una mesita, puedo percibir a mis paisanos como lisboetas o cariocas que hablasen en malagueño.

El sábado pasado entré a tomarme cuatro churros y un chocolate chico. Hacía demasiado frío y me metí en el rincón del fondo de la barra, donde es más palpable aún la sustancia del tiempo. Desde allí se puede observar la coordinación casi coreográfica de los camareros, en su pequeña franja: ofrecen un espectáculo de dinamismo estimulante, acompañado por la cháchara entre ellos y alguna zalamería a los clientes. A mi lado se colocó un anciano que andaría por los ochenta, vestido con una corrección sin alardes. Pidió un cortado. Enseguida se vio que tenía ganas de hablar, y que sabía hablar. Pero no lo hizo conmigo sino con un camarero joven, tatuado y amable que se acercó a nuestro rincón y que no supo muy bien cómo seguirle. Tras preguntarle por el churrero (“tenemos tres”, respondió el chico), dijo que los churros de ahora seguían siendo buenos pero que eran “más densos, más consistentes”. Antes eran más ligeros. “Decían”, dijo recitando la frase: “¡Aranda ha conseguido freír el aire!”. Los madrileños venían y se quedaban admirados de que se pudieran hacer así las porras, “porque nuestros churros son las porras de ellos...”.

Freír el aire, como se dice de Velázquez que logró pintar el aire. Ante mis churros deliciosos me figuré unos churros más deliciosos aún a los que no llegué, unos churros velazqueños. Y pensé que los hombres de su edad sostienen en el recuerdo una Málaga que ya no está y que sin ellos terminará de desmoronarse. Empieza a ocurrirme a mí, que a mis cincuenta y dos tengo en la cabeza una Málaga (y un Madrid) que los jóvenes no conocerán. “Magnífico el cortado. Felicite al artista”, se despidió el hombre, que en realidad hablaba como si hablase solo. “Gracias, amigo”, le dijo el camarero.

Pensé también que tendría que haberle dado conversación, como mi amigo el pintor Gómez Losada suele hacer con esos hombres. Pero no tenía tiempo ni ganas; mi curiosidad era viva, pero insuficiente para vencer la timidez o la inercia. En estos casos prefiero quedarme con mis pensamientos. El pensamiento, por ejemplo, de todas las historias –con sus detalles precisos, preciosos– que se alejaban.

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En The Objective.

4.2.19

Me quedo contigo

He encontrado al fin la manera de ver los Goya: no viéndolos. Es decir, no viéndolos en directo, sino picoteando después en los resúmenes, en los vídeos aislados, o en todo caso en el vídeo completo pero con el dedo encima del botón de fast forward, presto a apretar en cuanto se ponen pesados. En realidad, les aplico a los Goya mi política con casi todo lo audiovisual, cuyas emisiones rehúyo. La emisión es esa tiranía de la pantalla contra el espectador desprovisto de su arma de defensa fundamental: el botón de avance rápido.

Así que mi impresión de los Goya 2019 ha sido por primera vez bastante buena. He cambiado una interminable noche de sábado en que no pasaba nada (como cuando uno salía a ligar) por un rato de la mañana del domingo en que lo esencial me lo he liquidado en media horita.

De la gala destaco, pues, lo que destacan los resúmenes. El discurso más articulado (y emocionante) fue el del actor de Campeones Jesús Vidal. El gesto más bonito, más noble, el del ganador del Goya a la mejor dirección, Rodrigo Sorogoyen, diciendo que la mejor película era la de Isaki Lacuesta. Los presentadores Silvia Abril y Andreu Buenafuente no estuvieron mal, aunque tampoco vi que se salieran (sobre todo no se salieron de la equidistancia). Lo mejor fueron los chistes sobre la ubicuidad de Antonio de la Torre. Pero tenía un fallo el chiste de que el director de Campeones había decidido llamar a actores sin experiencia para que no se le colara Antonio de la Torre: porque se le coló Javier Gutiérrez, el otro ubicuo.

Pillé dos predicaciones feministas, sobreactuadas: la de la directora Arantxa Echevarría y la de la actriz Eva Llorach, que pidió a todas las mujeres presentes que se levantaran. Pero se levantaron muy pocas y lo gritó: “¡Sois muy pocas!”. (Las que no se levantaron no tenían por qué ser machistas: quizá simplemente no aceptaban que les impusieran el modo de exhibirlo). En un intento desesperado por demostrar que el cine español no es el espectáculo más atorrante invitaron al escenario a una tuna y a una batucada: la demostración fue un éxito. Uno de los productores premiados hizo algo inédito: les agradeció a los contribuyentes la parte de sus impuestos que van al cine. Como dijo Fray Josepho, por ahí se empieza. El homenaje a Chicho Ibáñez Serrador, merecidísimo, me recordó una de sus frases más atinadas: la Audiencia es un adolescente de catorce años. Me temo que el Electorado también.

Lo importante para el cine español es que he salido de mi visionado supersónico con ganas de ver unas cuantas películas de las premiadas y nominadas, sobre todo Entre dos aguas, El reino, La enfermedad del domingo (¡gran título!) y Carmen y Lola. Porque a mí, contra lo que pudiera parecer, hace falta muy poco para convencerme para que vea cine español. Casi lo único que pido es que no me echen.

Y Rosalía.



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En El Español.