
Una escalera para bajar o subir, sin bicicleta o con la bicicleta al hombro, desnudo o vestido -o vestido para desnudarse (en cuerpo y alma), o desnudo para vestirse. En eses, por supuesto.
Las mujeres son impunes y salen indemnes de la situación más difícil. Una mujer puede frecuentar cualquier ambiente sin contaminarse con sus defectos: todo lo más temporalmente; después, una ducha y ya está. Sólo el amor la condena, arrastrándola hasta donde haga falta: hasta la ausencia de límites si es necesario.
Y aprovecho para recomendar el blog que Horrach ha abierto hace poco. No se pierdan sus consideraciones acerca de "La mujer ctónica", sobre la que está convirtiéndose en nuestro máximo experto.
Hay una edad en las mujeres –ronda la mitad de la treintena– que las convierte en sujetos de una metamorfosis esplendorosa. Le han tomado ya el pulso al mundo y se han dado cuenta de que ese mundo es suyo: basta con que le echen el ojo. Se saben capaces de todo, poderosas; lo que no les interesa, ni lo ven, y la vida que han tejido a su alrededor da la impresión de que les viniera pequeña. Es el momento del gran salto. Si lo dan, piensan, serán más felices; más infelices si no. Tal vez sea la única equivocación de ese momento: la felicidad no viene por ahí. Pero es un placer verlas caminar, verlas mirar, observarlas mientras están sentadas y charlan entre ellas... Porque ese esplendor femenino nos habla de una visión apasionada de las cosas, cuando nada se mide en términos de nada que no sea la vida en estado puro y sin atadura ninguna.
Heridas navideñas
Hace unos años pasé la Nochebuena en las urgencias de un hospital. En contra de lo que es habitual, había muchos más médicos y enfermeros que pacientes. La calma se prestaba a las confidencias y pregunté si esperaban una noche difícil. Yo pensaba en accidentes de tráfico, broncas familiares acabadas en agresiones, comas etílicos y cosas así. “No”, me dijo un enfermero, “las noches de Navidad son muy tranquilas, apenas viene nadie. Hay un momento malo, eso sí, alrededor de las ocho o las nueve de la noche. A esa hora están acabando de preparar la cena y hay mucha gente que nos viene con heridas en la mano. El cuchillo jamonero, ya sabe”.
Yo no sabía. A mí los objetos hirientes y punzantes siempre me han provocado repelús y he procurado alejarme de ellos. Quién nos iba a decir que el jamón, ese tótem gastronómico que ha sustituido en nuestra época de abundancias al modesto pollo con el que soñaba el Carpanta de la autarquía, provocase víctimas colaterales. Hasta aquella noche en urgencias, había conocido sólo tres accidentes navideños y ninguno tenía que ver con el jamón. Sé de quien se destrozó una mano tratando de partir un turrón de desafiante dureza, de un colega –prácticamente abstemio, para más inri- que estuvo a punto de perder un ojo a cuenta de un enérgico tapón de champán y de dos golden retriever de un viejo amigo que murieron de peritonitis después de comerse las bolas de cristal de un árbol de Navidad.
Desde entonces, vengo observando que hay bastante gente que tiene una cicatriz en la base del dedo pulgar de la mano izquierda. Son todos víctimas del cuchillo jamonero y me los imagino como miembros de una secta secreta. Es una cicatriz que debe de unir mucho, como unía aquella marca en la mejilla que lucían muchos jóvenes alemanes del comienzo del siglo pasado que, en el gimnasium, se habían batido en duelo a primera sangre como sistema de iniciación a la tribu caballeresca.
Un día, comiendo con dos maravillosos amigos que son a la vez excelentes escritores, observé que ambos pertenecían también a la misma secta secreta. Las cicatrices en la base del dedo pulgar de la mano izquierda no dejaban lugar a dudas. Se lo hice notar y ambos relataron sus accidentes con el orgullo con el que las primerizas cuentan sus partos difíciles. En ambos casos, eso sí, la herida se había producido en un día cualquiera, no en una noche de Navidad. Ya saben ustedes lo exquisitos que son los intelectuales.
Nada rencorosos con el jamón, a mis dos amigos les divertía la historia de los accidentes que habían estado a punto de desangrarlos y que acabaron con una visita al hospital y un montón de puntos de sutura. Gente de éxito pero de inmensa candidez, parecían ignorar su pertenencia a un oficio en el que abundan las envidias. Yo en su lugar, si me preguntaran por la cicatriz, diría que me había herido abriendo una lata de chopped.
Lectura de Ernst Jünger, de su admirable diario 1939-1940. Resolución de adquirir la continuación del mismo, de reunir informaciones en torno de su persona. Personalidad cautivante, prosa de gran artista. Detalle: es un diario donde no se habla de sí mismo. O mejor: habla de sí mismo pero sin coquetería, con la misma frialdad con que describe las más espantosas escenas de destrucción de la última guerra.
El mismo lector me copia también esta otra (del 30 de septiembre), en que vemos a Ribeyro en esa actitud suya anti-boom, que es la que le hará sobrevivir a casi todos los escritores del boom:
Ayer y hoy vanas tentativas por escribir. Interrumpí tres relatos a las pocas líneas. Impedimento de siempre: dificultad de abordar el tema con una actitud tal que permita un estilo denso, rico en materia verbal. Voluntad de eliminar el diálogo para evitar la teatralidad. Proyecto irrealizable de un relato largo donde no sobre una palabra y tan intachable que su existencia aparezca como necesaria.
La tentación del fracaso es un libro que leí sólo a trozos, y por eso desconocía esa alusión a Jünger. El que más me gusta de Ribeyro, desde su título envidiable, es Prosas apátridas. En tanto retomo mis anotaciones brasileñistas (¡a ver si mañana me pongo!), rescato los pasajes de mi diario en que menciono a Ribeyro (no sin tomarme con ironía estas tareas de secretario de mí mismo):
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(9-I-1992) Hoy, nada más despertarme, dudas, vacilaciones. Para sobrellevar la mañana he llamado a Curro y hemos estado tomando cerveza y recorriendo librerías de viejo antes de almorzar. He encontrado un libro que llevaba mucho tiempo buscando: las Prosas apátridas de Julio Ramón Ribeyro.
.....Por la tarde he alternado dos películas en la tele, Teresa de Jesús y Los Caifanes, mientras me tapaba en la cama como un enfermo. Luego he empezado La vita nuova de Dante, pero he dejado de leer al cabo de un rato: no porque no me interesara, sino porque sencillamente no tenía ganas de concentrarme. He estado perdiendo luego el tiempo en no sé qué y por último he abierto el libro de Ribeyro, que sí he leído de un tirón, sin esfuerzo: sus palabras se ajustan enteramente a lo que soy ahora.
Ayer olvidé mencionar al gato que se me acercó pidiendo alimento en la Alameda. Me detuve unos segundos a mirarlo, sin poderle dar nada. Luego me marché y no lo he recordado hasta ahora. Cada día hay muchos acontecimientos así, como ese gato, que se nos escapan y, al no ser anotados, nunca más recordaremos.
(5-XII-1994) Noticia de la muerte de Julio Ramón Ribeyro. Esta tarde curiosamente, antes de saberlo, he estado a punto de llevarme al trabajo sus Prosas apátridas. Siempre se habló de su mala suerte: ahora ha ingresado en la muerte de un modo tímido, callado; llevaba ya polvo en el traje. He oído por primera vez su voz en la radio. Tristeza, pero una tristeza dulce, delicada, reticente: como era él.