Para entretenerme en estas fechas prenavideñas voy diciendo por ahí que estoy montando un belén antipapal, solo con la mula y el buey, y que no sé aún a cuál pondré en el pesebre. Nadie se inmuta, ni yo pretendo que se inmute nadie. El escándalo ha muerto y las provocaciones son ejercicios de nostalgia. En las meriendas de la burguesía podrían ir perfectamente junto a las pastitas del té. Solo los nacionalistas y los musulmanes más recalcitrantes tienen a bien escandalizarse hoy, lo que les sitúa en un lugar intermedio entre la señorona y el inquisidor. Sí causaría revuelo que me metiese con Mahoma, o que propusiese para Cataluña , por ejemplo, la figura del
casteller caganer, repartiendo piramidalmente su manjar... Pero, salvo por ellos –restos decimonónicos y medievales–, el negocio de incordiar se ha puesto imposible. Cuando aparece un presunto incordiador, tipo Risto Mejide (aquí en
Jot Down), no se engañen: no está incordiando, está facturando. Si se fijan, su boca no emite
boutades, sino
bibelots (¡eso de Julia Otero como prueba de que la inteligencia es sexy!).
El provocador gratuito, de todas formas (y yo he jugado a serlo), solo pretende hacer estallar un petardo. Se trata de llenar la tarde con una explosión inofensiva. Aunque funcionase –aunque la explosión asustara a las viejas–, no dejaría de ser trivial. Y el provocador lo sabe. Puede ser patético, o pesado; pero no tonto. Una figura cercana, pero más grave, sería la del rebelde, la del rebelde con causa. Este no se mueve por estética, sino por ética; no para pasar el rato, sino para pasar la vida. Solo que la rebeldía, como el escándalo, está sujeta a una dialéctica. Del mismo modo que se escandaliza en función del contexto, se es rebelde con respecto a algo: a una norma o a una orden. Y si este algo muda, el carácter de la rebeldía ha de mudar también. No se puede ser estáticamente rebelde. El que pretende que su rebeldía está fijada de una vez por todas, no es más, en último extremo, que un sumiso del pasado.
La concesión del Premio Cervantes a José Manuel Caballero Bonald ha resultado regocijante, en este sentido, por la retórica generada. Desde el punto de vista literario, me parece un premio justo: Caballero Bonald es buen poeta y buen prosista. Pero en los artículos que lo celebraron no se hablaba solo de literatura. Se hacía hincapié en ciertos valores extraliterarios del autor, fomentados por él mismo en sus declaraciones y en el título de alguna de sus obras. Repasando únicamente lo escrito en
El País y en
El Mundo, nos encontramos con que a Caballero Bonald se le califica de rebelde, infractor, insurrecto, insumiso, heterodoxo, discrepante, disidente, desobediente, insobornable... No está mal para que le terminen otorgando a uno el máximo galardón del Estado y le telefonee, para decírselo, el ministro de Cultura. Ante semejante refutación de toda una vida infractora, al autor no se le pasa por la cabeza que algo ha debido de hacer mal, si infringir era su propósito; o que, después de todo, no era para tanto. Al contrario, insiste: “No sé si yo era el candidato más oportuno para el PP”.
Me ha recordado a un esperpéntico episodio reciente: el de Paco Ibáñez ofreciéndose como “soldado” para la lucha catalanista... sin retirar de su repertorio lo de “cuando la fiesta nacional yo me quedo en la cama igual / que la música militar nunca me supo levantar”. Si Caballero Bonald e Ibáñez no perciben sus contradicciones es porque la lucha que libran no es actual, sino pretérita. En su día se opusieron al poder, y ahí siguen: oponiéndose a
aquel poder. Las posteriores encarnaciones efectivas del poder se les escapan, y por lo tanto no las combaten (incluso son cómplices de algunas). En realidad, lo que llevan a cabo no es propiamente una lucha, sino la escenificación de una lucha: una manera de mostrarse, una
pose. Y al no ser confesa, como en la del provocador gratuito, resulta tramposa: puesto que presenta como ética lo que en el fondo es una estética. Lo cual, por otra parte, sí que constituye una infracción.
[Publicado en Jot Down]