No sé cómo calificar la experiencia. Solo sé eso: que ha sido una experiencia. Después de haber pasado diez días en Madrid, felices y flotantes, pese a las conversaciones sobre la crisis, pese a las historias de desesperación, marqué el número de un amigo para dar una vuelta por Málaga. Un amigo al que a veces rehúyo. Lo llamaré J.
Debería esbozar un retrato de J., para ponerle algo de carne a lo que voy a contar. En su día lo definí como “troglodita urbano”: alguien que ha saltado de la Edad de Piedra a la Edad de Plástico sin pasar por la civilización. Un personaje estrafalario, divertido pero también cargante; de esos que definen con su presencia el encuentro, de un modo irremisible. Nos hemos reído mucho con él, pero también de él. Y en ocasiones, siendo su presencia tan determinante, tan abrasiva incluso, lo hemos evitado. Desde hace un tiempo, sin embargo, cuando otros amigos que yo prefería se han destapado como basurillas, vengo teniendo por J. una consideración más sentimental. No por ello deja de excederme; pero hay un núcleo que he detectado, y que me emociona: todos los defectos de J. son a pesar de J. Uno lo ve y, ciertamente, aparece cargado de defectos. Pero él casi no es responsable de ninguno. Está en lucha y en tensión, intentando conocerse sin lograrlo; sus defectos son una consecuencia de ello, y también de la impericia, y de ciertas dificultades a la hora de percibir las situaciones. Me quedé impresionado el día que caí en que, en todos los años que hace que lo conozco, nunca le he visto hacer el mal. Ha causado problemas y protagonizado estropicios, pero ni una sola mezquindad, ni una sola canallada. Hemos tendido a considerarnos mejores que él, pero somos peores. La tragedia es que, pese a ello, no solemos estar dispuestos a afrontar su compañía. (Es una situación trágica, limpiamente trágica; y el discurso se me va al plural porque hay derivaciones hacia el coro).
Últimamente J., que siempre había tenido algo mesiánico, se dedicaba a hacer prédicas que solo podrían calificarse de humorístico-políticas. Estuvo implicado, entre otras cosas, en el movimiento del 15-M malagueño; aunque a su estilo inasimilable: a los propios del 15-M les sobrepasaba. Sus prédicas lo hacían más pesado; aunque, como digo, estaban atravesadas de humor; y a estas alturas de la vida se había convertido en un individuo en verdad entrañable. J. llevaba unas semanas con ganas de quedar conmigo, pero yo, como de costumbre, lo estuve eludiendo. A mi regreso de Madrid me sentí con energía y le llamé. Por el teléfono no sonó su voz, sino un sonido gutural, algo así como los gruñidos de un simio o un homúnculo. Tras un forcejeo fónico (en que pasé de la incomodidad al horror, a la sensación de que era una broma, o de que era incluso un hermano grimoso que tiene, para volver otra vez al horror), entendí lo que me estaba diciendo, que lo transcribo en prosa legible, pese a que los fonemas salían, como digo, guturalmente, encriptados en los gruñidos: "He tenido un accidente... Pero puedo quedar". “¿Un accidente de coche?", le pregunté. "No". “¿Una caída?”. “No”. “¿Pero qué tienes?”. “Las mandíbulas... rotas”. “¿Estás desfigurado?". "No".
Lo vi en media hora y, en efecto, no estaba desfigurado. Su aspecto era el de siempre, solo que con el rostro crispado, sobre todo en la parte inferior. Una mezcla de resignación y pesar; aunque su mirada era inesperadamente suave, casi dulce. No podía abrir la boca. Si separaba los labios se le veían, paralelas a los colmillos, unas cerdas como las de los violines, aunque más finas: eran las ataduras de sus mandíbulas. Esto era lo único nuevo en él, junto al mencionado rictus, la imposibilidad de pronunciar palabras y el incremento de su gestualidad (tanto manual como facial) a la hora de intentar expresarse. Venía de pasar una semana en el hospital, tras la operación. Era el primer paseo que daba. La historia es la siguiente: hace una semana un individuo pensó que J., en una de sus expansiones, estaba intentando ligarse a su chicaz; el individuo, en un arrebato entre psiquiátrico y latino, se fue a por J. y le dio un cabezazo en su mandíbula derecha, alzó la cabeza y le dio otro cabezazo en su mandíbula izquierda. Resultado: doble fractura de mandíbula. "¿Estás mal?", le pregunté. "No". "¿Te duele?". "No... Ha estado bien... Una experiencia". "Entiendo", le dije, "te lo has tomado como una lección". "Sí". "¿Qué lección?". Volvió a emitir un sonido gutural, apoyado en una agitación de los brazos, terminante. Tras algún esfuerzo, como con todo lo anterior, lo entendí: "Que me calle la boca".
[Publicado en Jot Down]