30.7.22

Destino caluroso

[Dietario]

Verano anterior. Desmonto el ventilador para limpiar el polvo adherido a las aspas. Es lo que queda del verano anterior. Como lo tuve entero en marcha, ese polvo se corresponde con los minutos y segundos de aquel verano. Cada mota se fue pegando individualmente, hasta formar el tejidillo que quito. Desde ahora empezarán a acumularse las del verano presente, en este extraño reloj de polvo asentado donde nace el viento.

Alumnos de Almogía. Cuando le digo a Lola que toda mi familia procede de Almogía, me cuenta que en el instituto en el que estuvo antes de profesora, el Picasso, tenían muy buena fama los alumnos de allí. Era el instituto de Málaga en el que solían matricularse y cada vez que llegaba uno los profesores se alegraban. "Eran muy nobles, buenos y estudiosos".

Para lo que pueda venir. Siempre me acuerdo de la primera vez que visité la casa de mi hermana Lina y Sergio, mi cuñado, cuando se casaron. Después de enseñarme la cocina, el salón, el baño, el dormitorio y un despachito, abrieron la puerta de un cuarto grande vacío y Sergio dijo: "Y esto, para lo que pueda venir". Vinieron mis sobrinos Julio y Ana, que en septiembre se irán a estudiar fuera, en la universidad.

Tatuaje. Por calle Mármoles corre hacia mí, alocada, una niña muy pequeña. Pasa rozándome. Detrás viene la madre, que grita su nombre. Mientras lo grita (es uno de esos nombres exóticos que se llevan ahora) me pongo a leer la palabra que la mujer lleva tatuada en la garganta, como una cuchillada, y es ese nombre.

Castillo de Santa Clara. Visito a Curro y Almudena en el Castillo de Santa Clara, donde están pasando el mes de julio. Curro, aunque es malagueño, nunca había vivido en Torremolinos y repite: "¡Torremolinos es infinito!". Pero más infinito es el Castillo de Santa Clara por dentro. Ya no es un hotel, sino un edificio de apartamentos vendidos y alquilados. Curro me espera en la puerta para atravesar el laberinto. Es portentoso, alucinante. Larguísimos pasillos llenos de puertas tapizadas como sofás. El hotel de El resplandor impresiona menos. Por fin llegamos al apartamento con vistas al mar. Pero el mar se queda corto comparado con el interior del Castillo.

Entre Suintila y Leovigildo. Me voy el penúltimo fin de semana de julio a Madrid, pese a las advertencias catastrofistas sobre el calor. En cuanto me bajo del Ave compruebo que, en efecto, el calor es catastrófico: un sol violento, que estrangula. Uno va avanzando como por dentro de una rebanada de pan tostado. En el hostal me dan una habitación espléndida con vistas al Palacio Real. Me doy algunos paseos por la acera de sombra, visito librerías, tomo unas cañas. Solo veo a Pilar, el sábado por la noche. Me cuenta sus horribles semanas calurosas. Entramos en el Alphaville (así lo seguimos llamando) a ver la película de Jonás Trueba. Es mi segunda vez, pero a la salida compruebo que ella ha captado más cosas que yo. Yo me limitaba a disfrutar, sin tensión, las tranches de vie; ella ha identificado un conflicto, un argumento, y la explicación de la risa final de la protagonista. Caminamos desde la plaza de España hasta la plaza de Oriente, las nuevas obras. El acceso ahora es precioso. Pilar moja su foulard en una fuente para refrescarse, pero el tejido es sintético y no se empapa. Tomamos algo en la plaza de Ramales. A la una de la madrugada, con todo ya cerrado, nos sentamos a charlar entre dos reyes godos de la plaza de Oriente. Pasa lejos el camión de riego y Pilar fantasea con ponerse delante de la manguera como en La ley del deseo. Con Almodóvar, por cierto, nos cruzamos antes en la puerta del Alphaville: llevaba una camisa de manga corta amarilla. A las dos la acompaño a su coche, que aparcó en Argüelles, y a mi regreso al hostal veo que están echando agua los aspersores donde estuvimos sentados. Se lo escribo en un wasap y Pilar responde: "¡No seré nunca una chica Almodóvar!" Quiero saber entre qué reyes nos sentamos: Suintila y Leovigildo.

Katz. El domingo hago una planificación de la que me siento orgulloso: ¡una planificación de alemán! Como el hostal tengo que dejarlo a las 12:00 y mi tren sale a las 17:35, una manera de pasar a la sombra las peores horas es metiéndome en el Thyssen. Este era el motivo de mi viaje: ver la exposición de Alex Katz, pintor del que me enamoré en su exposición en el CAC de 2005, justo cuando volví de mis años en Madrid. Me demoro ante cada cuadro, pero como tengo tanto tiempo por delante puedo darme una vuelta por todo el museo. Está bien esto de deambular sin prisa por las salas. Antes de salir vuelvo a Katz para irme con su sabor. Me tomo un bocadillo de calamares en El Brillante. Y durante el viaje veo por el iPhone la última etapa del Tour. Ya lo dije: ¡una planificación de alemán! (Luego he sabido que ese día Katz cumplía 95 años.) 

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26.7.22

Contra la Transición

Es ridícula ya la batallita esta en favor de la Transición. Yo he participado en ella y supongo que seguiré participando: sé desde dentro que es ridícula. Si unos han decidido romper los consensos, no hay nada que hacer. Dos no se juntan si uno no quiere. Predicar para nada, ridículamente: en eso estamos.

Para la repetida pregunta de cuándo acaba la Transición yo tengo mi respuesta: no se acaba nunca, esto es un naufragio permanente. La transición es hacia el hundimiento. "Algo así como España entre dos guerras civiles", dijo el poeta. La Transición fue también la guerra civil por otros medios.

Nunca dejó de latir el guerracivilismo, pasados los acuerdos iniciales. El recurso último en la confrontación partidista fue con frecuencia el intento de deslegitimación del contrario. No se le quería fuera del poder: se le quería fuera del sistema.

La danza de los dos grandes partidos, cuando no se trataba del reparto del pastel, fue siempre una danza macabra. Los dos conglomerados político-mediáticos iban a muerte el uno contra el otro.

El conglomerado del PSOE aspiró al monopolio durante los gobiernos de González. Contra él se alzó el llamado "sindicato del crimen" periodístico, cuya expresión terminó siendo la frase de Aznar "váyase, señor González". Cuando el PP iba a ganar las elecciones, la respuesta del PSOE fue acusarlo de fascista con el spot del dóberman de 1996.

Los gobiernos de Aznar tampoco fueron perdonados. La culminación se alcanzó tras los atentados del 11-M de 2004, en que a Aznar se le llamó directamente asesino. Acusación de vuelta, cuando los "conspiranoicos" de la derecha insinuaban que la que estuvo detrás de los atentados fue la izquierda. Como escribí en su día, se dio aquí una curiosa versión a la inversa de la lucha a muerte hegeliana: no se trataba de matar al contrario, sino de acusarlo de asesino. (En algo se tenía que notar la civilización de los tiempos.)

Con Zapatero el guerracivilismo latente se hizo explícito. Tras el paréntesis de Rajoy (atormentado por la crisis independentista), con Sánchez el guerracivilismo se encuentra en su esplendor. Podemos y Vox han venido a materializar de un modo más abrupto los bandos. En unos extremos en los que, por lo demás, han solido mantenerse los nacionalistas.

De manera que defender la Transición como el momento en que la Historia de España se propuso ser diferente de sí misma es ridículo. Hay lo que había, a diestra y siniestra: franquismo sociológico. 

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20.7.22

'Leontiel': el poder y el estilo

Con Leontiel (Anantes), Sanz Irles alcanza a darnos lo más lujoso que nos puede dar un escritor: un fruto extraño. Es decir, una obra singular, con poder propio, seductora y perturbadora, original, que no teníamos antes. En sus dos primeras novelas, Una callada sombra (2012) y Tulipanes y delirios (2016), ya estaba el autor con la potencia que exhibe en Leontiel; pero es aquí donde se cumple: con ella pega el salto. Además de estas tres novelas, de un juvenil poemario, Las gaviotas de hielo (1982), y de una excelente traducción de La tierra baldía de T.S. Eliot (2020), ha publicado una colección de artículos sobre literatura, Texto sentido, que lo muestra como un refinado gourmet de letras y retóricas. Es bonito pensar que, si Leontiel no fuera suya, sería una de esas obras con las que tanto disfruta el lector Sanz Irles. Yo carezco de su paladar exquisito, incluso de su amor incondicional a la literatura, pero apuntaré las razones por las que Leontiel me parece una gran novela.

Sanz Irles se acoge al procedimiento del territorio inventado (en su caso el pueblo de Leontiel), que en los grandes creadores refuerza la concepción de la literatura como arte fundacional y en cierto modo autónomo. Aunque son múltiples los referentes, las fugas hacia la realidad de la novela, prima el carácter de artefacto literario de lo que estamos leyendo, que es un mundo hecho de palabras. Esto ocurre, en verdad, en toda obra literaria, pero en Leontiel las dos facetas están acentuadas: la del mundo exclusivo que hay en la novela y la del entramado verbal (rico, potente, deslumbrante) que lo construye y sustenta.

Me consta que, para la población de Leontiel, Sanz Irles no se inspira en el Macondo de Gabriel García Márquez (estaría más próximo, aunque sin identificarse con ellas, a la Yoknapatawpha de William Faulkner o la Santa María de Juan Carlos Onetti), pero en mi experiencia de lectura hubo algo poderoso que me gustaría revelar: de pronto, metido ya en la novela, me asaltaron las mismas sensaciones inaugurales que cuando leí Cien años de soledad a los dieciséis años. Toda la desgana, y confieso que el desdén, que en las décadas posteriores he venido acumulando contra la literatura de García Márquez se disiparon para reencontrarme con el lector puro que fui: y esta alquimia es mérito de Sanz Irles. Para poner algo más en situación a los posibles lectores, añadiría que junto con Faulkner y Onetti (y aquella percepción primitiva de Macondo), en Leontiel habría aires del Camilo José Cela tremendista, del Miguel Delibes de Los santos inocentes, del Gonzalo Torrente Ballester de Los gozos y las sombras o de El Gatopardo de Lampedusa. Sin que ninguna de estas aproximaciones agote la originalidad de la novela de Sanz Irles, que incluye ciertos raptos de puro entusiasmo por el mero hecho de narrar.

Una manera de definir Leontiel, creo que bastante precisa, es diciendo que se trata de toda una saga desarrollada y resuelta en menos de trescientas páginas. Un material que podría haber dado para varios tomos, no en vano cuenta la vida de tres generaciones, el autor lo concentra en uno solo y no excesivamente extenso: con la consecuente ganancia en intensidad y abundancia de acontecimientos que, sin embargo, no se ofrecen atropelladamente, sino con un pulso a la vez vibrante y majestuoso.

La saga en cuestión es la de la familia de los Montero-Estella, también mencionados de acuerdo con su contracción: los Montella. La frase con que comienza la novela da la clave absoluta de la misma: "Los Montero-Estella han mandado siempre en Leontiel". Hay una familia de poderosos y un lugar en el que mandan. Del lugar se dan indicaciones suficientes como para que sepamos que está en el noroeste de España (hay una población concreta altamente candidata como inspiradora, pero su deducción se la dejaré a los lectores).

Y hay otro elemento en la frase: ese "siempre", que marca el aliento temporal de la narración. Por un lado, se presenta como mítica la fundación de la estirpe por parte de Lorenzo Montero y Leonila Estella (obsérvese en los apellidos la ambición de totalidad: el primero remite a la tierra, a los montes; el segundo al cielo, a las estrellas), que se relaciona –con metáforas justificadas por el narrador– tanto con el desembarco del Arca de Noé y, antes aún, con el paraíso primigenio ("Adán y Eva parecían"), como con la fundación de Roma ("lobas capitolinas). Por el otro, el pueblo mismo parece estar sustraído a la historia: "En Leontiel las cosas pasaban despacio. Tanto que hasta se podía pensar que no pasaban. Tanto que ni siquiera la historia parecía conocernos y los cambios que trastocaban muchos pueblos cercanos, de los que a veces teníamos noticia, daban un azarado rodeo para no entrar en el nuestro y retomaban su curso una vez esquivado". Esta situación ahistórica del pueblo se subraya con el punteo de alusiones a lo que va pasando fuera: la revolución rusa (los Montero-Estella llegan a Leontiel en 1917), la dictadura de Primo de Rivera, la II República, la guerra civil, el franquismo, la democracia...

Como dijo Carlos Mayoral en la presentación de Leontiel en Madrid, los dos ejes de la novela son el poder y el estilo: el poder por el tema principal; el estilo por el ropaje verbal con que el autor lo viste: una vestimenta forjadora del cuerpo que la habita.

Sanz Irles no ha querido ocuparse del poder desde un punto de vista histórico, como hemos visto, ni político, por rehuir las soflamas imperantes: le interesa el poder psicológico (dominio, sumisión, castigo, rebeldía, intento de indiferencia) y las relaciones de poder –jerárquicas– entre las personas, en las que además de la psicología cuentan el sexo, la fuerza, la violencia y el dinero. Obviamente, estos son indiscutibles elementos políticos: pero a lo que asistimos en esa suerte de laboratorio aislado que es Leontiel es al nacimiento antropológico de la historia, de la política.

La novela no la cuenta un Montella sino Ramiro Ariza, nieto e hijo de empleados de los Montella, en la primera y tercera parte; la segunda es una suerte de panóptico con escenas de diversos personajes de Leontiel en una jornada específica. Adonde a Ramiro no le alcanza la experiencia personal, se sirve (es un recurso que ya mencionaba Proust en En busca del tiempo perdido) de lo que se sabe y dice en el pueblo y, sobre todo, de la experiencia de la abuela. Esta es uno de los potentes personajes femeninos de la novela, junto con la fundadora Leonila, Ana Almenar Kovacs ('la Húngara') y Leonor Montero-Estella Almenar.

Al cabo, el poder de los Montero-Estella está contemplado desde fuera. La mirada algo melancólica de Ramiro se acoge a otro poder superior, el del tiempo, que desmorona aquel dominio que parecía intemporal: "Ha llegado la hora de perecer, de esfumarse en el tiempo sin ni siquiera girar la cabeza para decir adiós". Y por último: "Ya nada de este mundo te concierne. [...] Tú ya solo debes prepararte para el inminente olvido". Desde el vacío final permanece al menos algo: los trazos de esta historia de poder inscritos en una novela, Leontiel, que quedará. 

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19.7.22

Las cloacas de Poe

Cloacas del poder existen en todos los países. Lo singular de España es la cantidad de porquería que circula por la superficie desinhibidamente.

El comisario Villarejo, ese Torrente con pinta de Savater, al menos conocía las leyes del pudor: grababa las cintas, pero luego las guardaba. Y si amenazaba con ellas, era apelando al pudor de sus grabados. No dejaba de ser, como decía La Rochefoucauld de la hipocresía, homenajes que el vicio le rendía a la virtud.

Pero por encima de las subterráneas cloacas, tenemos en España un sistema de pasarelas móviles que exhiben el detritus. El dueño de cada porción de basura, lejos de esconderse, permanece junto a ella: en el escaparate está el dueño con su basura, a modo de mascota, de la que se siente orgulloso.

La socorrida imagen de “la carta robada” de Poe viene a cuento. Aunque con una variación. Aquí no se trata, como en el relato de ese título, de que la policía registre minuciosamente la habitación en busca de la carta que, ajena a sus ojos, estaba a la vista en la mesa. Aquí el personaje que denuncia las cloacas lo hace no solo con métodos cloaquescos, sino mostrando con descaro su propia cloaca, en la que el público (como los policías de Poe) no repara.

Pablo Iglesias es hoy el gran ejemplo. Lleva días en La Base con el tema de Ferreras, como hacía Ferreras cuando pillaba un tema. Era la técnica de García con el deporte o la de los periodistas del corazón en sus programas. Iglesias, el Antonio David de la ideología, es uno de ellos. Su carrera política, con la que alcanzó una vicepresidencia del Gobierno, no fue más que un rodeo para sofisticar La Tuerka.

Ahora está convencido de que las cloacas, con Ferreras, Villarejo e Inda, frenaron a Podemos. Es una manera interesada de ver las cosas, porque le exime de asumir que el que frenó a Podemos fue él. Lo frenó tras impulsarlo, ciertamente. Impulso en el que colaboró muchísimo Ferreras, que no se ocupaba de Podemos cada día, sino cada hora y cada minuto. Y ya era cloaquesco entonces: Podemos fue impulsado por aquella cloaca.

Ahora, mientras denuncia las cloacas, Iglesias y los suyos (esa Familia Manson: ojo, encabezada por Antonio David) reparten mierda con su cansina matraca ideológica: no es que haya cloacas, es que toda crítica a él y a Podemos no puede sino provenir de las cloacas. La derecha entera y la izquierda crítica son cloacas, según su discurso cloaqueril. Un discurso que se caracterizó siempre por su matonismo, no solo hacia fuera sino también hacia dentro de su propio partido.

Pero Iglesias no tiene el monopolio de las cloacas a la vista (si bien es cierto que simpatiza con casi todas). Están las cloacas del nacionalismo, igualmente aficionado a denunciar las cloacas ocultas mientras expone las suyas con alegre desfachatez: desde su discurso xenófobo y divisor hasta el incumplimiento de leyes y sentencias de los tribunales, pasando por sus arrebatadores momentos golpistas de cuya repetición alardea.

Al Gobierno Sánchez tampoco le faltan sus cloacas en exhibición, con su ristra de corrupciones legales como son las concesiones al independentismo y al proetarrismo, sus indultos caprichosos, su permisividad ante el incumplimiento de sentencias, el destrozo de organismos como el CIS o, lo último, el toqueteo de las leyes para ir imponiendo sus arbitrariedades autoritarias...

Para terminar con Poe, me viene, alterado, uno de sus títulos más célebres: "La caída de la Casa Sánchez". Ocurrirá un día y, por cómo van las cosas, el desplome va a ser el del país entero.

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12.7.22

Desmontando a Bildu (y al PSOE)

La coautoría de Bildu en la Ley de Memoria Democrática tiene una causa inmediata, que es la necesidad del presidente Sánchez de sus votos, no importa lo inapropiados ni repulsivos que sean. Pero, mirado con perspectiva, no viene a ser sino la consumación del espíritu que alentaba la ley precedente, la de Memoria Histórica, de la que la de Memoria Democrática es su versión ampliada. Es como si la astucia de aquella ley guerracivilista de Zapatero (guerracivilista no por su amparo a las víctimas, sino por sus aspectos acusatorios) hubiese desembocado donde tenía que desembocar: en la convocación del movimiento que mantuvo la guerra civil del modo más adecuadamente guerrero, con bombas, disparos, heridos, cadáveres.

Ahora se dice que Bildu no tiene que ver con aquellas "Hazañas Bélicas" (así llamaba Savater a HB, el partido originario de Bildu, el que coexistió con ETA, el que era el brazo político de la mafia que asesinaba), pero esta es una discusión secundaria. Se desenfoca el asunto cuando se reduce a si Bildu es o fue ETA, o si esta dejó de matar o ya no existe. Se busca proyectar entonces en Bildu una inocencia que descuida lo principal: lo peor de Bildu no es lo que fue, sino lo que es. Lo peor de Bildu es la política que propugna, los fines en los que se empeña, su ideología no incompatible con el crimen, su visión de la historia reciente de España: esa visión que pretende ser fijada en la ley en la que participa.

Para Bildu no hubo democracia tras la muerte de Franco. Se prolongó el franquismo. La Constitución del 78 fue un disfraz. El "régimen del 78" debe ser dinamitado, como debió ser dinamitado el régimen de Franco, que en lo sustancial es el mismo régimen. En esta manera de verlo le va la vida. Si las cosas fueran así, la ETA de la que proviene, a la que excusa, cuya existencia defiende, hubiese estado asesinando (desde su lógica) para acabar con ello. De lo contrario, contra lo que ETA hubiese estado atentando habría sido contra una democracia. Este, naturalmente, es el caso: la verdad histórica. Pero esta verdad histórica Bildu no se la puede permitir.

En cuanto al PSOE, tiene gracia que el partido que se cuadró ante los GAL, que se manifestó alrededor de la prisión de los condenados, que lució en solidaridad el nombre del de mayor rango, el que fuera ministro del Interior, en una chapita (¡aquella inolvidable de "Yo también soy Pepe Barrionuevo"!), insinúe ahora que todo fue cosa del franquismo, aunque ya gobernase el PSOE. No deja de ser una solución para el PSOE, claro: porque si fuera cosa del franquismo, no habría sido cosa del PSOE. Tampoco cabe descartar que Sánchez haya extendido la acusación de franquista a aquel PSOE, que fue el que terminaría defenestrándolo en 2016.

En lo que se refiere a la militancia, estuvo ayer con aquello como hoy está con esto: es decir, siempre a lo que le echen. Como la consigna actual es el bloquismo, se percibe más próxima a Bildu, que está en el bloque de "las izquierdas", que al PP, que está en el de "las derechas". "¡Con Otegi sí! ¡Con Feijóo no!", podría ser su nuevo grito de lucimiento.

Volviendo al desparpajo con que el PSOE acoge ahora a Bildu como socio, porque ETA ya no mata ni existe, no viene mal señalar que con la Ley de Memoria Democrática se ha puesto a pactar con Bildu cosas del pasado: es decir, cosas de cuando ETA sí mataba (a mansalva) y vaya si existía. 

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5.7.22

¿Recuerdan que son mortales?

No se me quitaba de la cabeza, observando a los mandatarios de la OTAN en la cumbre de Madrid, que los presidentes democráticos ocupan el puesto restringido y frágil que antes ocupaban con fuerza los soberanos absolutos. Sean más o menos conscientes de sus limitaciones, se suele dar en ellos esa nostalgia del soberano que analizaba Manuel Arias Maldonado en su libro titulado así. Subyace el afán absolutista, o el de la omnipotencia de la política, que se manifiesta en sus maniobras o bufidos contra los controles a su poder. Pero al cabo todos tienen como mínimo, sean los contrapesos mayores o menores, mandatos acotados por el tiempo. No así los oponentes dictatoriales a esta OTAN que viene a ser la expresión fuerte de unos poderes frágiles. La OTAN es hoy la democracia armada; no siempre pulcra hacia su interior y no necesariamente para establecer democracias, pero más limpia que sus enemigos.

Si la OTAN tuvo su culpa, como sostienen algunos, en las motivaciones de Putin para invadir Ucrania, ya no importa: la invasión ha justificado no solo su existencia, sino además su rearme. Vuelve a haber una comprensión, diría que física, de que son los ejércitos los que sostienen en último extremo la paz. Los populistas que hablan de destinar su gasto "a escuelas y hospitales" ignoran, con una obscenidad insoportable, las escuelas y hospitales que destruye un invasor, si se le deja. Lamentablemente no hay avance en la historia, como el espejismo de las últimas décadas nos hizo dar por hecho, sino que estamos en la historia de siempre, con su idioma bronco. No es el mundo que nos gusta, pero es el mundo que hay.

Pero a mí me interesa aquí la psicología de los poderosos; los mandatarios que se pavonearon en la cumbre madrileña. Menos ridículos, ciertamente, que los pomposos absolutistas en circunstancias semejantes, pero también algo ridículos. Hay una rigidez insalvable, supongo que deudora de las determinaciones antropológicas relacionadas con la jerarquía. La danza de las carantoñas y las obsequiosidades entre individuos que venderían a su madre por un segundo más en el poder es un espectáculo de primer orden. En este sentido, me parecen más saludables los denostados "planes de señoras" para las primeras damas y los ahora llamados primeros caballeros. (Yo me hubiera colado sin duda ahí.)

Lo precioso de esta cumbre es que el mejor "plan de señoras", el de la visita al Museo del Prado, los incluyó a ellos, a los jefes. Las imágenes entre los cuadros han sido fascinantes. No eran fotos sin más: se produjo en ellas algo extraordinario, un salto. Ese deambular por las salas, con un cierto pasmo, empequeñecidos. Parecían los simios de Kubrick ante el monolito; o el perrillo de Goya asomando la cabecita bajo algo que les excedía.

Soberanos absolutos encargaron o compraron esos cuadros, a veces con retratos de ellos mismos o sus familiares, de los cuales ya no queda sino los cuadros. Tuve la epifanía, tal vez la tuvieron los propios presidentes, de que estaban ante obras que les sobrevivirán, como han sobrevivido a sus iguales del pasado. Me anticipé a imaginar las salas vacías, desvanecidos los espectros que en esencia ya son ("cadáveres aplazados", como decía Pessoa), con los cuadros superiores en las mismas paredes, perdurando. ¿Acaso husmeaban el retrato de Carlos V en la batalla de Mühlberg recordando que son mortales? ¿Eran conscientes de su insignificancia ante Las Meninas? Imaginé ataques de melancolía y metafísica antes de pasar a cenar.

(En un lapso de tiempo más grande también los cuadros desaparecerán un día, ya lo sabemos. Pero esa es otra historia.) 

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