10.7.25

Tour y Sanfermines

Durante esta semana exacta, hay una cada año, tenemos los Sanfermines por la mañana y el Tour por la tarde. Se nos articula así una sacralidad del día, como las horas marcadas de los monasterios: vísperas, maitines... El ciudadano va haciendo su vida (con el chaparrón inevitable, a poco que se descuide, de detritus político), pero en esos dos momentos puede pararse a meditar.

Es una meditación particular, porque no es tranquila, sino emocionante. Es una trepidación, pero con tantos destellos de enseñanzas que se impone su carácter pedagógico. De pedagogía vital, descarnada, arisca; en el filo del tiempo, de lo abismático de lo real, de lo agónico de la acción, de la muerte.

A los Sanfermines me reenganché hace dos o tres años, por el calvillo ese de las retransmisiones (o carequinha, dirían en Brasil), y a las ocho estoy ante la pantalla religiosamente. El corazón en un puño en los minutos que dura el encierro: puñales lanzados sobre la multitud que se apelotona, y que corre a su par, y que cae. Los toros portando esos puñales. De aquellas parrafadas de Dragó sobre qué significa todo eso, emerge una palabra: ¡genesiaco! Rozarse con la muerte para renacer. Algo que técnicamente podríamos hacer en cada instante, en realidad; pero un toro lanzado contra ti ayuda a la simbolización.

El resto de la fiesta me da igual, sobre todo ese chupinazo frecuentemente proetarra; pero el encierro sin caretas, recogido en sus breves minutos, es otra cosa. Justo por Dragó pensé de adolescente hacer una escapadita para rozarme con la afilada intensidad del cuerno, aunque nunca lo hice y ya no estoy para esos trotes. La intensidad solo puede ser ya vicaria, electrónica. Pero alguna chispa efectiva salta durante ese tiempo en suspensión: el peligro contemplado también produce adrenalina. El desayuno luego está más sabroso.

Y por la tarde el Tour, que empezó antes de los Sanfermines y terminará después. En los tiempos del navarro Indurain, la coincidencia del 7 de julio la resaltaban los ciclistas del Banesto con un pañuelo rojo. Me acabo de enterar de que evoca la decapitación de san Fermín en Amiens, por donde pasó el Tour hace dos días. ¡Todo encaja!

En el Tour de este 2025 se subirá Hautacam, donde fue vencido finalmente Indurain, concluyendo su era. Es la montaña que se agigantó aquel día. Y se subirá el Mont Ventoux, el monte petrarquista que vio morir a Tom Simpson. Y vuelve, si no recuerdo mal, una contrarreloj pura, toda cuesta arriba, en Peyragudes.

Escribo después de la contrarreloj en que Pogačar se ha hecho con el maillot amarillo y ya tiene a más de un minuto a Vingegaard. Poca incertidumbre competitiva parece que va a haber. Pero no importa. También la había con Indurain. En el ciclismo lo que cuenta es la estampa: la representación del auto sacramental. Los trances agónicos, el riesgo. El espectáculo de la pelea con el propio límite.

Algo de toro tienen, por cierto, las bicicletas. Las llaman cabras, pero son taurinas. Dragó diría que la conjunción con los ciclistas produce minotauros. El Tour puede verse como unos Sanfermines en que los touros (en portugués) fueran los propios corredores. Los ciclistas tienen además algo de toreros. Recuerdo que Lejarreta tras una caída parecía Manolete tras una cornada.

Así que por la mañana los Sanfermines y por la tarde el Tour. Escuelas sobrias de vida. Algo de agitación emocional, mental. Inyecciones nietzscheanas: inyecciones que nos pinchan los ciclistas, sin que tengamos que pasar un control antidoping después. Después, tras el Tour, lo que viene es la merienda. Que también sabe divino. 

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