22.8.06

Tejiendo la mañana

Traduzco ahora mi poema favorito del gran João Cabral de Melo Neto: "Tecendo a manhã", de La educación por la piedra (1966).

* * *
Tejiendo la mañana

1
Un gallo solo no teje una mañana:
precisará siempre de otros gallos.
De uno que recoja el grito que él
y lo lance a otro; de otro gallo
que recoja el grito del gallo anterior
y lo lance a otro; y de otros gallos
que con otros muchos gallos se crucen
los hilos de sol de sus gritos de gallo,
para que la mañana, con una tela tenue,
vaya siendo tejida, entre todos los gallos.

2
Y tomando cuerpo en tela, entre todos,
erigiéndose en tienda, donde entren todos,
entretendiéndose para todos, en el toldo
(la mañana) que planea libre de armazón.
La mañana, toldo de un tejido tan aéreo
que, tejido, se eleva de por sí: luz globo.

15.8.06

Un poema de Manuel Bandeira

Traduzco "Evocação do Recife" (1925), del poeta brasileño Manuel Bandeira (1886-1968). Solo una nota: el Capiberibe es un río de Pernambuco, el estado cuya capital es Recife. En este poema la palabra resuena algo así como "Rosebud" en Ciudadano Kane.

* * *
Evocación de Recife

Recife
No la Venecia americana
No la Mauritsstad de los armadores de las Indias Occidentales
No el Recife de los Mascates
Ni siquiera el Recife que aprendí a amar después
—Recife de las revoluciones libertarias
Sino el Recife sin historia ni literatura
Recife sin más nada
Recife de mi infancia
La calle de la Unión donde yo jugaba al caliente y frío
y rompía las cristales de la casa de doña Aninha Viegas
Totônio Rodrigues era muy viejo y se ponía los anteojos
en la punta de la nariz
Después de cenar las familias tomaban la acera con sillas
chismorreos noviazgos risas
Jugábamos en medio de la calle
Los niños gritaban:
¡Sal conejo!
¡No salgas!

A distancia las voces suaves de las niñas cantaban a coro:
Rosal dame una rosa
Clavel dame un capullo

(De aquellas rosas muchas rosas
habrán muerto sin florecer...)
De repente
en lo profundo de la noche
una campana
Un adulto decía:
¡Fuego en San Antonio!
Otro discrepaba: ¡San José!
Totônio Rodrigues pensaba siempre que era en San José.
Los hombres se ponían el sombrero salían echando humo
Y yo tenía rabia de ser un niño porque no podía ir a ver el fuego.

Calle de la Unión...
Qué bonitos eran los nombres de las calles de mi infancia
Calle del Sol
(Tengo miedo de que hoy se llame del Dr. Fulano de Tal)
Detrás de casa quedaba la calle de la Añoranza...
...adonde se iba a fumar a escondidas
En el otro lado estaba el muelle de la calle de la Aurora...
...adonde se iba a pescar a escondidas
Capiberibe
—Capiberibe
Allá lejos el pequeño sertón de Caxangá
Retretes de paja
Un día vi a una muchacha desnuda en el retrete
Me quedé inmóvil el corazón batiendo
Ella se rió
Fue mi primer deslumbramiento
¡Inundación! ¡Las inundaciones! Barro buey muerto árboles destrozos remolino desapareció
Y entre los pilares del puente del tren de hierro
los intrépidos caboclos en balsas de hojas de banano

Novenas
Caballadas
Y yo me recosté en el regazo de la niña y ella se puso
a pasar la mano por mis cabellos
Capiberibe
—Capiberibe
Calle de la Unión donde todas las tardes pasaba la negra de los plátanos
Con su vistoso chal de paño de la Costa
Y el vendedor de cañadú
El de cacahuetes
que se llamaban midubines y no eran tostados eran cocidos
Me acuerdo de todos los pregones:
Huevos frescos y baratos
Diez huevos por un peso
Tanto tiempo hace ya...
La vida no me llegaba por los periódicos ni por los libros
Venía de la boca del pueblo en la lengua equivodada del pueblo
Lengua acertada del pueblo
Porque él es el que habla sabroso el portugués de Brasil
Mientras que nosotros
Lo que hacemos
Es remedar cuales monos
La sintaxis lusa
La vida con una buena porción de cosas que yo no entendía bien
Tierras que no sabía por dónde quedaban
Recife...
Calle de la Unión...
La casa de mi abuelo...
¡Nunca pensé que fuese a acabarse!
Todo allí parecía impregnado de eternidad
Recife...
Mi abuelo muerto.
Recife muerto, Recife bueno, Recife brasileño
como la casa de mi abuelo.

14.8.06

El tamaño sí importa

Después de la primera aparición pública de Raúl Castro en tanto Comandante Vicario, ya no cabe ninguna duda: el tamaño sí importa. El hombre, sencillamente, no da. Ni siquiera provoca miedo, como el Hermano Lobo, sino más bien risa. Es una lástima que papá y mamá Castro no diesen otro ejemplar equiparable. Acertaron con la Revolución al producir un barbudo corpulento; histriónico y dañino, sí, pero al fin y al cabo con ciertos toques físicos que le distinguían (un poquito) de los demás dictadores latinoamericanos. Este Raúl Castro, en cambio, podría figurar, sin alterar el conjunto, en la comitiva de Pinochet, Ríos Montt, Videla o incluso Franco (si consideramos a Franco un dictador latinoamericano más, pero sin sabrosura). Con ese aspecto de oficial chusco peruano, y esa cara a medio camino entre Bryce Echenique y Fujimori, uno podría imaginarse perfectamente a Raúl Castro quemando ejemplares de La ciudad y los perros en el patio del Colegio Militar Leoncio Prado. No creo yo que los cubanos puedan tomárselo muy en serio. Hoy he estado mirándole bien el uniforme, porque estoy convencido de que la causa de su tardanza en aparecer está en los trabajos de ajuste que han tenido que hacer los sastres de palacio. De repente, han debido reducir de tamaño los uniformes presidenciales, y eso ha llevado su tiempo. Estos trabajos explicarían también por qué Fidel se ha fotografiado en chándal y no en uniforme: sencillamente, ya no le queda ninguno de su talla. Todos han sido dispuestos, quizá precipitadamente, para la sucesión. Pero yo creo que detrás de ese chándal está la CIA. De otro modo, no se explica. En las fotos a color, con esas franjas rojas y blancas, Fidel tiene el aspecto de un veterano del Atlético de Madrid que se quiere hacer la ilusión de que aún forma parte del equipo. Pero en las de blanco y negro, parecía exactamente un presidiario de película de serie B. Lo más gracioso es que también Fidel recordaba a un peruano: en este caso, a Abimael Guzmán exhibido entre rejas. Pero la comedia bufa acabará tarde o temprano. Aunque sobreviva esta vez el dictador, acabará muriendo. Porque el Tiempo, tan cabrón con frecuencia, tiene algo simpático: que es un infalible tiranicida. (Dejemos para otra ocasión el hecho de que también se encarga de todos los tiranizados.)

[Publicado en Penúltimos Días]

13.8.06

Los días felices

He leído otro libro del lote que me trajo Hervás cuando vino con Paloma: Los Días Felices, de Laurent Graff. Paloma, por cierto, me regaló un madelman pirata, que puse junto al hipopótamo de mi escritorio. Hasta el viernes parecían una pareja de leyenda. Hoy parecen una horterada salida de Piratas del Caribe 2. Pero los dejaré ahí: la moda pasará y ellos recobrarán su decencia icónica.

Los Días Felices es la obra de un Cioran pusilánime. Esta pusilanimidad es un hallazgo nihilista: al lado de Graff, Cioran parece un campeón del vitalismo. Y, en verdad, las páginas de Cioran están llenas de energía: de energía destructora, o transparentadora, pero energía al cabo; energía combatiente y epiléptica. Al compararlo con Graff, apreciamos que Cioran no estaba diciendo una boutade cuando se declaraba un "fanático sin fe". Graff ha dado un paso más en la disipación de la vida: no tiene fe, ni tampoco la fuerza de la ausencia de fe. Es sólo un dulce contemplador del error de la existencia y de su progresivo e irremisible deterioro hasta la muerte. Sin pasión; sólo con un sufrimiento recóndito, enlatado en varias capas de pasividad.

El protagonista de la novela, que uno se imagina con la cara del autor que se ve en la solapa, considerando que ya no le interesa más la vida, ingresa en una residencia de ancianos a sus treinta y cinco años, con la idea de permanecer en ella el tiempo que le quede. Lo hace, de acuerdo con su carácter, sin estrépito y sin énfasis. El suicidio ni se lo plantea, justo por lo que tiene de estrepitoso y de enfático. Él no quiere morir. Simplemente, se retira de la vida. Le da lo mismo que el personal de la residencia o los familiares de los internos lo tomen por bobo: lo acepta sin más. Su absoluta falta de rebeldía lo convierte, de facto, en un rebelde absoluto; o en un rebelde del absoluto. Ante la tentación de existir y el inconveniente de haber nacido, ni siquiera grita. Se deja resbalar y punto: su ser es escurridizo de un modo total.

Las descripciones de la residencia y las historietas con los ancianos, que sirven para darle cuerpo a la novela (si no, no sería novela) resultan agradables y tienen la ligereza de esas películas francesas del estilo de Para todos los gustos. Pero lo mejor no es eso, sino las reflexiones sobre la vida y la muerte que va soltando el narrador; y, naturalmente, el narrador mismo como personaje. A los dieciocho años ya se ha comprado su tumba en el cementerio, a la que visita de vez en cuando y para la que va encargando lápidas con sus correspondientes epitafios. Por ejemplo, este que abre la novela: "Aquí estoy, muerto y enterrado, como si hubiera vivido". O este otro del final: "Toda mi vida me he ido dejando morir". En el relato de una de esas visitas hay una imagen preciosa: "Atravieso el cementerio como un turista vestido en una playa nudista. Las tumbas, impúdicas, me desnudan con la mirada, merman a mi paso mi frágil atuendo, una simple hoja de vida en el cuaderno de la muerte". Lo que le produce la existencia no es angustia sino pudor: un pudor de orden metafísico.

El narrador ha vivido lo suyo. Se casó y tuvo hijos. Aunque ni aun entonces le acompañó la épica doméstica ni el romanticismo de la normalidad. Sus consideraciones son más bien zoológicas: "Yo quería una mujer sencilla, modesta, resignada, con la que enfrentarme serenamente al futuro: una esposa. Tras varios meses de búsqueda infructuosa, acabé por encontrar una chica de mi edad, un poco perdida, que también quería casarse. Ella creía en el rollo de la media naranja y tuvo la debilidad de creer que yo podía ser la suya. No le llevé la contraria, ya se desengañaría ella sola". Y con respecto a los niños: "Al principio quise ocuparme de mis hijos, inculcarles el amor a la vida que yo no tenía, pero seguramente me equivoqué en algo o me faltó convicción. Cuando empezaron a crecer, me hicieron ver que no me necesitaban para forjarse su propia idea de la existencia".

Después ingresa en la residencia de ancianos y se abandona a la rutina, con obediencia, con docilidad, bajo un hilo musical de Richard Clayderman. A lo largo de Los Días Felices, que es el nombre del sitio, hay momentos de abatimiento soterrado, otros de observación diseccionadora del teatrillo de la existencia... y otros casi zen, como el de este párrafo que copio para acabar y en el que el narrador le encuentra un cierto gusto a su zumo de nada: "Sin embargo, a veces, sentado en mi banco del jardín de Los Días Felices, me parece alcanzar cierta forma de liberación, de 'sobreexistencia', de superación en el abandono, que me libera de toda subordinación. Es como una ingravidez apaciguadora en un punto inmóvil, una especie de levitación existencial que suspende el curso ordinario de la vida. Se trata de alcanzar al mismo tiempo el punto más lejano y el más cercano a uno mismo, soltar las amarras que nos atan al mundo y dejar ir las cuerdas. Se escapa entonces a toda influencia y se sobrevuela el mundo llevado por un viento nuevo".

10.8.06

Lanzarote

Me he leído esta tarde un librito delicioso: el Lanzarote de Houellebecq, que me dejó Hervás. Ha sido una comprobación involuntaria de que es posible la inteligencia en Lanzarote. Después de Saramago y sus Cuadernos de Lanzarote, y después de las vacaciones de ZP en Lanzarote, uno ya había desestimado la idea de asociar Lanzarote a algo que no fuese sub-inteligencia y cursilería. Pero quedaba Houellebecq. Curiosa mi relación con Houellebecq: no he podido con sus novelas, pero me bebí El mundo como supermercado y ahora me he bebido éste. Son como licores rápidos, digestivos. Uno nota una cierta apertura en el esófago, y de paso se le ventilan los pulmones con una refrescante nada contemporánea. Estamos en un páramo pero eso no es una catástrofe, viene a ser la lección. Queda resumida exactamente así: "Se puede vivir muy bien sin esperar nada de la vida; es lo más corriente, incluso. En general, la gente se queda en casa, se alegran de que su teléfono no suene nunca; y cuando suena, dejan conectado el contestador automático. No hay noticias..., buena noticia. En general, la gente es así; y yo también".

Luego, con cierta culpa, me he puesto a repasar los Cadernos de Lanzarote. Siempre me queda el complejo de haber sido injusto con Saramago. Pero a la quinta línea, ya mejoro: es un idiota sin remisión. Lo cual, por cierto, no lo invalida como novelista. Al contrario. Ya he dicho otras veces que El año de la muerte de Ricardo Reis es una de las cuatro o cinco novelas con las que más he disfrutado en mi vida. Pero es que el novelista ha de ser un poco tonto. Sólo así puede funcionar en esa idiotez de fondo que es, en verdad, toda novela. A los de inteligencia abrasiva, como Azúa, les resulta imposible escribir novelas: no pueden, o les salen malas. Se percibe demasiado el esfuerzo que hacen por estupidizarse. Sólo logran textos equiparables cuando meten a la inteligencia de personaje principal, como en la Historia de un idiota contada por él mismo. Pero su género es el ensayo, y preferentemente el ensayo corto: el latigazo. El auténtico novelista es siempre un cómplice de la vida, y por eso debe tener algo de necio, como la vida misma.

Pero algo subyugante sí que tienen los Cuadernos de Lanzarote: reflejan un viaje por el Infierno, el Infierno de la vida del "escritor consagrado". Sale uno molido de tanta presentación y feria del libro, de tanto congreso y conferencia, de tanto curso de verano, de tanta entrevista, de tanta cena efusiva con amigos escritores y gente importante en general, de tanta carta de lector arrobado y tanto aplauso, de tanta exploración en busca de elogios por periódicos de la Cochinchina... Pero Saramago lo cuenta con orgullo y presumiendo, feliz de poderse pasear por el Infierno en first class. Y su felicidad le viene, claro, aparte de su bobería invencible, de que su acompañante no es Virgilio, sino Beatriz misma. Es lo bueno de los amores maduros... y de que para cuando conoció a su Beatriz, este Dante ya estaba bien instalado en un estatus.

9.8.06

George Duke y el Pan de Azúcar

Para calmar la saudade, que sigue, me he puesto a leer también O Rio de todos os Brasis, del economista Carlos Lessa. El Río de todos los Brasiles. La fecha es esta vez la del 9-III-2001. Se conserva la etiqueta de Sodiler, que era la librería del aeropuerto. Sí, lo recuerdo: compré ese libro poco antes de embarcar. Pensaba que volvería pronto y ya han pasado cinco años y cinco meses. Justo hoy. Pero ahora sólo quiero anotar una sensación. Mi tema favorito de A Brazilian love affair, el disco de George Duke que conocí por Losada, es "Sugar Loaf Mountain". Tiene un ritmo trepidante, perfecto para conducir; de hecho, le da un aire a la sintonía de Starsky y Hutch. Lo que yo no entendía es qué diablos tenía que ver con el Pan de Azúcar. Hasta que conocí los autobuses de Río de Janeiro. Viajar en ônibus es una de las experiencias más intensas que puede vivirse en la ciudad. Hay un trayecto irresistible, el que va de Ipanema a la Barra da Tijuca, con el autobús a toda pastilla por el borde de los acantilados de la Avenida Niemeyer, que es una locura de montaña rusa a pelo, sin raíles. Uno sale con la adrenalina a tope, maravillado. Sin duda, con la alegría del superviviente. Pero hay otro trayecto más sentimental: el de Copacabana al Centro. Resulta igualmente trepidante, pero la ausencia de acantilados le resta un poco de montañarrusismo. Se me olvidaba indicar que las frenadas secas, en las paradas y semáforos, y los abruptos acelerones para reanudar la marcha (que dejan tambaleándose en el pasillo a los pasajeros que acaban de entrar) son un ingrediente indispensable en la diversión. Diversión que yo no dudaría en calificar de dionisíaca. El caso es que el autobús ha dejado atrás Leme y el túnel y ha desembocado en la Bahía de Guanabara. Ya tenemos ahí el Pan de Azúcar. A lo largo de Botafogo y de Flamengo, le veremos bailar entre los trompicones. Aparecerá, desaparecerá, resurgirá entero, se quebrará, se exhibirá con perspectiva, esquinado, recatado, obsceno, de frente, de perfil, en calma, nervioso, doméstico, salvaje... y ni medio minuto seguido retendremos la misma visión. Es una postal caleidoscópica y sincopada, y si uno escucha entonces el tema de George Duke, comprobará que encaja a la perfección —en sus encajes y desencajes.

8.8.06

Vila Isabel

En mis excursiones brasileñistas por la Red me entero ahora de que Vila Isabel ganó este año el desfile de carnaval. Me he llevado una gran alegría. Yo estuve viviendo unas cuantas semanas en ese barrio de la Zona Norte de Rio: las que duró mi lectura de la biografía de Noel Rosa escrita por João Máximo y Carlos Didier (y editada por la Universidad de Brasilia). Nunca he leído con más gusto un tochazo semejante. Se trataba de la Vila Isabel de principios del siglo XX, a la que me asomé desde el Madrid del 2000. Por fortuna, yo tenía casi toda la obra de Noel, incluyendo las grabaciones de los años treinta (de la colección Revivendo), así que fue una lectura ilustrada, con pausas musicales. Una de estas ilustraciones fue particularmente emocionante: la del primer tambor del morro al que dejaron entrar en un estudio de grabación, en enero de 1931. Fue en el samba "Nêga", de Lamartine Babo y Noel Rosa, interpretado por João de Barro (Braguinha) y el Bando de Tangarás, del que formaba parte Noel: Nêga, nêga / Já te dei de tudo / Agora chega [Negra, negra / ya te di de todo / ahora basta]. El tambor sonaba en solitario entre los versos del pegadizo estribillo; y después, se incorporaba la banda junto con otros instrumentos de percusión, entre los que creo recordar que había también latas. Pero yo había escuchado ya mucho a Noel, especialmente en el disco Noel inêdito e desconhecido, en los Sem tostão de Henrique Cazes y Cristina Buarque, en el doble Vivanoel de Ivan Lins y, por encima de todos, en el Songbook que produjo Almir Chediak y que oímos por primera vez, como tantas otras cosas, en el programa de Carlos Galilea. Ahí está, entre su 100% de joyas, la mejor versión de "Feitiço da Vila", interpretada inolvidablemente por Ney Matogrosso, con Francis Hime al piano y Rafael Rabello a la guitarra: A Vila tem / Um feitiço sem farofa / Sem vela e sem vintém / Que nos faz bem [Vila Isabel tiene / un hechizo sin nada de comer / a dos velas y sin un céntimo / que nos hace bien]. Ni sé las horas de dicha que le debo.

7.8.06

Epílogo artístico

En Cidade partida se cuenta bien la historia de Cara de Cavalo, el bandido que pasó a la historia del arte (y a la de la música brasileña) gracias a la bandera-estandarte que le dedicó el gran Hélio Oiticica, que mostraba una fotografía de su cuerpo acribillado a balazos y este lema: Sea marginal, sea héroe. Oiticica fue un artista brasileño, mezcla de Duchamp y Pasolini, que también murió demasiado joven, aunque con veinte años más de los veintidós con que lo hizo Cara de Cavalo. He estado picoteando en el libro que Waly Salomão escribió sobre Oiticica para la serie Perfis do Rio. Ahí está la época, con ese sol de los sesenta-setenta que es el de mi infancia. Poco tendrá que ver mi sol mediterráneo, sin embargo, con aquel tropical... Pero el sol que me llega es más que nada el de las fechas. Incluso de las de antes de mi nacimiento, como aquella de 1964. Entrecierro los ojos y noto una turbulencia luminosa: la del mundo cuando yo aún no existía pero ya estaba en marcha mi materia. (O esa disposición particular que me constituye —por un tiempo.)

Cara de Cavalo era un delincuente perezoso y mediocre, pero en una refriega un tiro suyo mató al policía Le Cocq. "Aquel tiro", cuenta Zuenir Ventura, "alcanzó también al amor propio del cuerpo. (...) Al matar al legendario detective, Cara de Cavalo decretó su propia sentencia de muerte. En pocos minutos, pasó de ser un vulgar proxeneta y extorsionista, feo y pobre, con la cara que le hizo merecer su apodo, a transformarse en un terrorífico bandido". Dos mil agentes fueron movilizados en su busca, en una de las mayores redadas que ha conocido Brasil. Por el camino, murieron hombres sólo por parecerse al "enemigo público número uno", y hubo rivalidades y peleas entre policías, en una de las cuales murió también el otro detective mítico de la época, Perpétuo. Después de un mes y siete días, localizaron a Cara de Cavalo en Cabo Frio, adonde había llegado tras un viaje de autobús y tren. En la madrugada del 3 de octubre de 1964 atacaron su escondrijo. "Según el informe pericial", leemos en Ciudad partida, "de los cien tiros disparados contra Cara de Cavalo, cincuenta y dos alcanzaron su cuerpo, veinticinco de los cuales se alojaron en la región del estómago". Uno de aquellos policías, Sivuca, usó luego una expresión que yo he leído en Rubem Fonseca: "El ombligo del tipo se quedó pegado a la pared".

La bandera-estandarte de Hélio Oiticica fue usada como emblema por el Tropicalismo. En 1968 un concierto de Caetano Veloso, Gilberto Gil y Os Mutantes fue prohibido porque la desplegaron en el escenario. Pero Oiticica es, ante todo, el creador del parangolé: la capa-vestido de un único color que cada cual puede confeccionarse siguiendo las instrucciones del artista. Caetano Veloso tuvo el suyo. Y también Adriana Calcanhotto, que además le dedicó una canción: Pleno ar / puro Hélio / mas / o parangolé Pamplona você mesmo faz.

4.8.06

Ciudad partida

Ayer tarde, para acompañar el calor tropical, busqué entre los libros que aún tengo por leer de los que me traje de Brasil. Escogí Cidade partida, de Zuenir Ventura. En la llamada página de respeto hay una anotación con mi letra: “Río de Janeiro / 7-III-2001”. Y en la esquina superior derecha, el sello de la librería: Berinjela (en color berenjena, como es natural). Era una pequeña librería de viejo situada en los sótanos del edificio Marquês do Herval, Avenida Rio Branco 185. Recuerdo que aquel día vi un ejemplar desgastado de la Antología poética de Cernuda que editó Alianza y me pregunté cómo habría llegado allí. No lo compré, para que lo comprase otro.

Zuenir Ventura es un veterano periodista brasileño, columnista de O Globo y autor de un best-seller de época: 1968: o ano que não terminou. Es también el guionista y entrevistador de ese documental sobre Paulinho da Viola (Meu tempo é hoje, 2002) en el que el músico declaraba memorablemente: "Eu não vivo no passado. O passado vive em mim". En Ciudad partida se establece un paralelismo (no sin ironía y sarcasmo) entre las invasiones bárbaras del Imperio Romano y la situación de Rio de Janeiro, dividido entre la civilización y una barbarie que no sólo la rodea, sino que se adentra en ella: “Sin cinturón de seguridad ni cordón sanitario para aislar el mundo de los pobres del mundo de los ricos, lo que Rio le cedió al enemigo no fueron sólo las mejores vistas. Nuestros bárbaros ya están dentro de las murallas y sus tropas detentan las mejores armas y la mejor posición de tiro”.

El libro está dividido en dos partes. La primera, “La edad de la inocencia”, es una introducción de cuarenta páginas que saben a poco. En ella se demuestra cómo en el Rio de la Bossa Nova, el de los paradisíacos años cincuenta y primeros sesenta, ya estaba incubado (y empezando a abrirse) el huevo de la serpiente. En un estilo diáfano y analíticamente impecable, el autor traza una “crônica noir” de esa época solar, apoyándose en la prensa de entonces. Hay pervivencias antiguas, casi enternecedoras, entre las que comienza a configurarse el Rio que conocemos: “Si algunos personajes de este libro –como los bandidos Cara de Cavalo y Mineirinho o los detectives Le Cocq y Perpétuo- confirman el amateurismo de la época, otros ya anticipan el profesionalismo moderno, al forjar ciertos modelos de comportamiento actual. Este es el caso del general Amauri Kruel, el creador del Escuadrón de la Muerte. Este no sólo inauguró una institución ‘moderna’, sino que también instauró una mentalidad. La violencia y la corrupción no fueron invenciones suyas ni de los años dorados, de igual modo que la música brasileña no fue una invención de los ritmos de la Bossa Nova. Pero el compás doble de violencia y corrupción debe tanto a ese general del Ejército, como la música a su contemporáneo João Gilberto”.

El grueso de la obra lo constituye la segunda parte, “El tiempo de los bárbaros”, que nos habla del Rio de Janeiro actual (actual de 1994, que prosigue -recrudecido). Ahora no se trata ya de inspeccionar hemerotecas, sino de hacer un trabajo de campo. El autor se dedica a visitar durante diez meses la favela Vigário Geral, a raíz de la matanza (“a chacina”, por mencionar esa expresión que suena a humor negro en oídos españoles) que efectuó un grupo de la Policía Militar y que causó veintiún muertos. Esto ocurrió en agosto de 1993. Yo no recuerdo haberme enterado de aquel suceso, pero sí de otro de un mes antes: el asesinato de ocho meninos da rua junto a la iglesia de la Candelária. El guía del periodista por la favela es el joven sociólogo Caio Ferraz, primer habitante de Vigário Geral en obtener un título universitario, "intelectual orgánico" a lo Gramsci y empeñado en concienciar a sus vecinos. Curiosamente, el jefe del narcotráfico, el bandido Flávio Negão, es amigo suyo de la infancia. Zuenir Ventura se pregunta qué ha podido conducir a destinos tan opuestos a dos muchachos criados en las mismas condiciones.

El retrato de la vida en la favela es eléctrico. Uno sale del libro con una impresión profunda de vivencia: de haber estado allí, en esas casas (o barracos) miserables, en esas calles vigiladas por jóvenes narcos con la metralleta al hombro, de haber asistido a sus bailes funks y a sus bautizos, a las refriegas con la policía, a las conversaciones de sintaxis acribillada pero vivaces, que proyectan todo un mundo, o de haber presenciado “a fila do saco”: la cola de compradores que se forma los fines de semana ante una mesa colocada en plena plaza, con un enorme saco lleno de cocaína encima... Y también de haber conocido a personajes inolvidables, como el viejo comunista Nahildo, sabio presidente de la asociación de vecinos, que perdió un hijo en la chacina y que sólo puede humedecerse la boca chupando “piedras de hielo” porque, a causa de sus dolencias de riñón, le tienen racionada el agua; o el joven Boi, que pasa en esos meses de camorrista en Copacabana (al grito de “este es el tranvía del mal de Vigário Geral”) a fugaz estrella funk y a converso al presbiterianismo por último; o la embarazada Andrea, ya dos veces viuda a sus veintidós años, cuyo hermano pequeño también murió mientras robaba un coche. Sobre ésta escribe el periodista: “Le pregunto si no está traumatizada por tantas muertes, y ella parece no entender el sentido de la pregunta. Responde con una sonrisa dulce y una cara de sorpresa”. Pero, sin duda, el capítulo más estremecedor es el de la larga entrevista a Flávio Negão, titulado, muy justamente, "Desde el fondo de las tinieblas". En un momento dado, el autor le pregunta si nunca siente remordimientos después de matar a alguien. Esta es la respuesta: "Sí que lo siento, ¿eh? Pero lo que es quitarle la vida a alguien, vamos a decir, sin ningún fundamento, eso no lo hago. Se la quito cuando sé lo que estoy haciendo". Pero mejor copiarlo en su peculiar portugués: "A gente fica sentido, né? Mas também tirar a vida da pessoa, vamo dizer, sem ter fundamento nenhum, eu não tiro. Tiro sim, quando to sabendo o que tou fazendo."

Además de la vida en la favela, y de los esfuerzos del entrañable Caio Ferraz por instituir la Casa da Paz y hermanar Vigário Geral con la favela vecina y tradicionalmente enemiga, Parada de Lucas, el autor nos da cuenta de la creación del movimiento Viva Rio, surgido en la parte noble de la ciudad y formado por periodistas, intelectuales, empresarios y sindicalistas que se aúnan con el propósito de hacer algo ante el naufragio. Frente a otro sector de la opinión pública que pide la intervención del Ejército en las favelas, ellos tratan de integrar los dos Rios, de tender puentes y vías de comunicación entre la Zona Sur y la Zona Norte, entre la parte baja, civilizada, y los morros y favelas. Se trata, sin duda, de un impulso moral de clase media, que resulta loable pero que al mismo tiempo no deja de ser un signo más de estatus: en este caso, de estatus espiritual. Entre los pobres hay menos posibilidades de exhibición cívica y hay menos capacidad de acción. A mí, en cualquier caso, me ha reconfortado encontrarme con personajes dignos y sensibles como el antropólogo Rubem César, el sociólogo Herbert de Souza (Betinho), el arquitecto y especialista en el funk carioca Manoel Ribeiro, el pastor presbiteriano Caio Fábio o incluso el coronel de la Policía Jorge da Silva, licenciado en literatura inglesa y seguidor de Montesquieu. "Según él", escribe Zuenir Ventura, "de las tres formas básicas de gobierno estudiadas por el filósofo francés -monarquía, república y despotismo, a las que corresponden la honra, la virtud y el miedo-, sólo la última había llegado a las favelas. `Los habitantes de las favelas saben que la república, cuando llega, se larga enseguida. El despotismo vuelve a hacerse cargo´".

El libro deja un poso acre, pero no exento de belleza: esa asfixiante sobredosis de realidad en el fondo renueva la pasión por la vida. Algo me retenía en ese mundo. Ahora, con internet, uno puede seguir leyendo aun después de haber pasado la última página. Así, he visto la favela, a la Policía Militar patrullando sus calles y a un narcotraficante con su metralleta, en segundo plano de una escena cotidiana. Y los cadáveres de la matanza de 1993. Y el reportaje que le dedicó el semanario Veja. Y el interior de la Casa da Paz, ya en funcionamiento. Y la web de Viva Rio. Y la del predicador Caio Fábio. Y he sabido que Flávio Negão fue abatido por la policía medio año después; y también, de paso, quién fue su sucesor y cuándo fue capturado. Y que casi todos los policías acusados de la matanza fueron absueltos en el juicio. Y que esos mismos policías amenazaron de muerte a Caio Ferraz, quien tuvo que salir de Brasil en 1995 (y fuera seguía hace un mes). Y que murió Betinho. Y que las dos favelas vecinas y tradicionalmente enemigas, Vigário Geral y Parada de Lucas, volvieron a la guerra.

* * *
(29.8.13) Sobre el veinte aniversario.

1.8.06

Música estival

Además de a Morrissey, estoy escuchando mucho estos días a Ludovico Einaudi y a Marisa Monte, como en realidad vengo haciendo desde hace meses. Al pianista Einaudi lo descubrí este invierno en el programa de Ramón Trecet. Luego mi cuñado me consiguió Diario Mali y Una mattina, y desde entonces voy por ahí escuchándolos en mi coqueto ipoide azul. Los dos últimos discos de Marisa Monte, en cambio, no los pude meter, porque llevan un dispositivo anticopia. Así que Infinito particular y Universo ao meu redor no he tenido ocasión de disfrutarlos como a mí me gusta, con el mar delante y la brisa caracoleando en los cascos; pero los he escuchado abundantemente en casa. Otro de mis discos del año es la antología de The Mizell Brothers, esos fantásticos hermanos de la música negra de los setenta, que me descubrió Losada. Este también me recomendó hace tiempo Good gracious!, de Lou Donaldson, que he rescatado ahora y que encaja a las mil maravillas con el verano. Otra recomendación (esta vez de una amiga) es The best of Chet Baker sings; en realidad ella me recomendó sólo una canción, "But not for me", pero ya me he dedicado a escuchar el disco entero. Y jazz brasileño de principios de los sesenta: el grupo Bossa Três, del que me pongo de vez en cuando (¡con el repeat incesante!) su versión del "Days of wine and roses" de Mancini. Por diferentes motivos he sacado últimamente dos discos que hacía tiempo que no escuchaba, y ya se han quedado aquí: el Circuladô vivo de Caetano Veloso y A fábrica do poema de mi querida Adriana Calcanhotto. Del primero me ha dado fuerte ahora con "Queixa": "Senhora, e agora me diga aonde eu vou". La otra noche pusieron en Radio 3 el nuevo disco de Ivan Lins, y para seguir meciéndome he vuelto al penúltimo: Jobiniando. Y, para acabar, dos clásicos de clásicos en versiones nuevas (y ya clásicas), que no me canso de oír: el Songbook de Noel Rosa y Ney Matogrosso interpreta Cartola, sin duda dos de los mejores discos de la historia de la música brasileña, que quiere decir de la historia de la Música.