28.1.23

El oro del día

[Dietario]

Año nuevo. Cojo temprano el trenecillo hasta Carvajal, para caminar a Torrequebrada y pasar con el mar y el sol el primer día del año. Todo está cerrado. Para tomar un café debo entrar en el bar de la gasolinera. Luego echo a andar con calma. En el vacío de la mañana pasa cada pocos minutos algún corredor, alguna ciclista: es el motor del 2023 intentando arrancar para ponerse en marcha. También me cruzo con alguna que otra familia lenta como yo. Los contemplativos parecemos depositados en el año que no avanza. Las horas son aún dudosas.

El oro del día. Mi primera lectura del año es Todo el oro del día, una antología poética del portugués Eugénio de Andrade. Llego al poemita del que está sacado el título: "Coge / todo el oro del día / en el tallo más alto / de la melancolía".

La comida de las listas. El año pasado por estas fechas Toscano, Julia, Lola y yo hicimos una cena de lo más extravagante. Nos llevamos cada uno nuestra lista de lecturas del año y después del pulpo frito (estábamos en Los Delfines, por supuesto) las fuimos repasando y comentando por turnos. El proceso se hizo largo (terminamos en un oscuro pub irlandés alumbrando los últimos papeles con la linternilla del móvil), pero lo pasamos tan bien que no hemos dudado en repetir. Nos alentaba la conciencia de que no habría en esos momentos nadie más raro que nosotros en Málaga. Esta vez quedamos al mediodía, para evitar al menos lo de la linternilla. Al llegar les digo a Julia y Lola que lo de “la comida de las listas” también vale en la otra acepción.

Un doble. Mientras miro libros en Proteo, noto un aliento tenso a mi lado. Al verlo me sobresalto: muy cerca de mí también mira libros un doble de mi amigo Curro, al que siempre ha obsesionado el tema del doble (en los noventa le hice un vídeo en que repite durante varios minutos, con diferentes modulaciones y velocidades, ¡doppelgänger, doppelgänger!). El doble no encuentra lo que busca y se va por el pasillo con la misma mueca de Curro y su ofuscación digna, cargado de su energía reconcentrada. Pienso en un Curro solitario que nunca hubiese encontrado un interlocutor en la ciudad, sin posibilidad de las largas caminatas filosofantes que nos dábamos por el paseo marítimo. También lo pienso de mí: las personas afines con las que sin duda me cruzo y que se pierden. Una vez en la calle le escribo a Curro, que desde hace diez años vive en Madrid, para contarle que tiene un doble malagueño. Le digo que es idéntico a él, solo que ligeramente más bajito. Esto le indigna: "¡Cómo se atreve!".

Antropología del ajedrez. En la web en la que echo partidas rápidas de ajedrez se da un espectaculito antropológico. Antes de jugar uno debe escoger su nivel. El más bajo es debutante y el siguiente principiante, que sería el mío. Pues bien: suele haber más nivel en las partidas de debutantes. Es que abundan los de un nivel superior que bajan a cazar pardillos. Lo descubro cuando bajo a cazar pardillos.

Contra mi programa. Me fastidia este auge de Málaga. Yo aspiraba a una grata ciudad de provincias pessoana en la que llevar a cabo mi pessoano exilio de la vida. ¡Este avispero ahora de triunfadorcillos autosatisfechos atenta contra mi programa!

'Sehnsucht'. Me recogen Toscano y Julia (Lola no ha podido venir) para visitar en Córdoba la exposición de nuestro amigo Losada, Tú y yo, 'sehnsucht'. Esta es una palabra del romanticismo alemán que indica "anhelo hacia alguna cosa intangible". Según C. S. Lewis, sería "un incontrolable deseo en el corazón del hombre hacia no se sabe qué". El viaje en coche lo hacemos con niebla. Toscano conduce. Nos cuenta que en su edificio es conocido como "el nadador". Él es filósofo, profesor de Ética, pero para los vecinos es el hombre que nada en la piscina común hasta bien entrado noviembre. Los cuadros de Losada son extraordinarios, las obras de un maestro ya. Nos explica que trata de dar las menos pinceladas posibles. Su reto es una depuración que, a su vez, no resulte exhibicionista. Hay hondura y ligereza y emoción. Y sorpresa sutil. Al salir buscamos un sitio donde comer, pero la ciudad está llena de turistas y resulta complicado. Esto nos permite callejear durante casi una hora, un paseo precioso espoleado por el hambre. Pido que entremos un segundo en el patio de la Mezquita, en cuya fuente tengo recuerdos. Después de comer en el restaurante que encontramos por fin, pido algo más: ir a ver el atardecer al río. Nos desperdigamos en el puente. Yo voy perdiendo la noción del tiempo y me dejo arrullar por el pasado, entre el río que pasa y los músicos. Hace diez años venía con frecuencia. Desde el puente romano mirábamos "el puente feo", y delante la masa de nubes reflejadas en el agua. Y en el otro lado, el que da al crepúsculo, la corriente, símbolo del tiempo que va a su perdición. 

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27.1.23

La alumna Elisa

[La Brújula (Zona de confort), 1:23:58]

Buenas tardes, José Miguel Azpiroz. No pensaba decir nada de la alumna Elisa, y menos después de la estupenda pieza que Chapu Apaolaza le dedicó aquí en La Brújula. Pero lo voy a hacer, porque las lecciones no se han agotado aún. La alumna Elisa nos ha enseñado muchísimo, más de lo que ella misma se piensa. El espíritu de la época, el Zeitgeist de los alemanes, se encarnó en ella aquella mañana de la Complutense. La alumna Elisa, ingenua y entregada, fue una formidable emisora de síntomas: síntomas del estado de nuestra educación superior, de los tics y gestos que se llevan, de lo que se considera bueno y malo, del empaquetado actual de los asuntos... A mí me resultó tremendamente simpática, y lo que hay que valorarle a sus veintidós años es el espíritu rebelde: ese impulso de dar la nota, de señalarse, contra las convenciones adocenadas y, sí, contra el poder. Lo interesante es cómo lo hizo y cuál es el poder que ella detecta, muy preciso y predeterminado. En fin de cuentas, su desplante al poder autonómico de Ayuso fue aplaudido por el poder superior del Gobierno: por la ministra de Igualdad, por la ministra de Educación y por el ministro de Universidades (el más tétrico del trío). La alumna Elisa, tan aplicada como para haberse tomado en serio una carrera de risa (¡le dedico el ripio!), lo que quería al cabo era agradar a sus profesores atacando a la mala oficial, la que ellos le señalaron. El impulso rebelde, que es lo saludable, está ahí. Ahora le corresponde a la alumna Elisa prolongar su rebeldía contra los que le dan palmaditas en beneficio de sus propios intereses, o bien adocenarse definitivamente hasta llegar a ministra, de acuerdo con los actuales ademanes del poder que practicó.

26.1.23

Feijóo y la escalera de Wittgenstein

Se han ilusionado con las promesas regeneradoras del jefe de la oposición Feijóo quienes se han querido ilusionar. Los demás, ¿para qué? Ya sabemos a estas alturas que no las va a cumplir. No por nada, sino porque es una vieja costumbre española esta de prometer regeneración desde la oposición para, una vez en el poder, no solo no ejercer la regeneración sino ejercer directamente la degeneración. Lo vimos con Rajoy y lo vemos con Sánchez, campeón hasta el momento. Si sabemos cómo funciona la cosa, ¿cómo nos vamos a ilusionar?

La promesa de regeneración es como la célebre escalera de Wittgenstein, que antes citaban mucho los columnistas y ahora ya no (tal vez desde que se van incorporando los que no hicieron el Cou y la memoria se les va cascando a los que sí lo hicieron). Se trata de una escalera (el filósofo hablaba de comprensión) que hay que tirar una vez se ha subido. Tenemos que figurarnos una escalera de mano. La promesa de regeneración sirve para eso: para subir al poder. Solo para subir al poder. Una vez en el poder, se tira la escalera y a vivir. ¿Para qué autoentorpecerse el ejercicio del poder una vez que se está en el poder? Hacerlo sería contradictorio con el espíritu del sujeto que lo que quiere es subir al poder. Este espíritu (¡el espíritu de la escalera!) lo máximo que hace es detectar eso: que para conseguir lo que quiere debe prometer regeneración. Una promesa que, por su lado, el votante apenas entrevé a lo largo de toda su vida electoral bajo esa vaporosa condición de fantasía.

Los que tienen delito son los militantes. En particular, esa modalidad de militante que es el periodista de partido. Este, aunque no tenga propiamente el carnet, suele ser el militante perfecto, porque por su oficio parece que tiene algo más que ofrecer que su militancia. Se le concede un punto más de credibilidad, o al menos ese es el teatro. Durante el tiempo en que su partido está en la oposición, se desgañita contra la degeneración del partido en el poder y clama por la regeneración que su partido instaurará. Una vez que su partido está en el poder, todo su potencial retórico pasa a tener como objetivo el encubrimiento de la degeneración de su partido. Pasó con los de Rajoy, aquellos furibundos antizapateristas que, en cuanto Rajoy fue presidente, se transformaron en zapateristas de Rajoy. Y pasará con muchos furibundos antisanchistas, a los que ya estoy viendo como acérrimos sanchistas de Feijóo. Podría adelantarles nombres, pero ustedes se los saben. Es triste, pero también formidable: no nos vamos a aburrir.

Con todo, hay niveles. El socavón de Sánchez es difícil de superar. Como ha dicho Rafa Latorre, si Feijóo hiciese uso de todos los precedentes que le ha dejado Sánchez, podría gobernar como Calígula. Por eso Feijóo no debería estrujarse demasiado la cabeza en busca de promesas regeneradoras. No porque nadie se las vaya a creer, sino porque no las necesita. Feijóo viene de fábrica con una virtud regeneradora apabullante en nuestras actuales circunstancias; una virtud que no tiene ni que prometer, porque ya la cumple. Y la cumple de un modo limpio, perfecto, sin esfuerzo. Una virtud que es además la que necesita España. Esa virtud que posee Feijóo se enuncia sencillamente así: no ser Sánchez.

En efecto, Feijóo no es Sánchez. Y por mucho que se empeñe en gobernar luego como Feijóo, al menos no gobernará como Sánchez. No ser Sánchez es una escalera en la que Feijóo viene ya subido y que no tendrá que tirar. 

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20.1.23

Sánchez y el desastre anual

[La Brújula (Zona de confort), 1:24:31]

Hola, querido Rafa Latorre. Hubo algo que me resultó enternecedor en el presidente Sánchez: su fe en que todo iba a cambiar con el nuevo año. Aquella prisa que le entró en diciembre por dejar listos antes de las uvas asuntos turbios como la sedición y la malversación, para que se quedaran enterrados en el año viejo y afrontar el nuevo como si aquí no hubiera pasado nada. Confiaba, se ha dicho, en la amnesia de los españoles, que ya lo habrían olvidado a la hora de votar. Pero creo que también confiaba en la magia del calendario. Confieso que comparto con Sánchez esta superstición. Soy un fetichista de las fechas y me deslumbra el brillo de la más potente: el 1 de enero. Cada Nochevieja veo las campanadas y el vestido de Pedroche confiado en lo de "año nuevo, vida nueva", o lo de "borrón y cuenta nueva". La mañana del 1 de enero doy unos primeros pasos prometedores, con una refrescante sensación de "pelillos a la mar". Estoy convencido de que el papelón del año anterior no se volverá a repetir, como todos los años anteriores. Pero van pasando los días y voy viendo que este año es como los otros. A la altura de la tercera semana, esta del Blue Monday que ahora termina, confirmo que ninguna cosa ha cambiado. Mis problemas y fracasos siguen ahí. Y los de Sánchez también, ¡mi semejante, mi hermano! Cómo le comprendo al ver que se refugia en la petanca, arropado por unos jubilados espontáneos que resultan ser militantes del PSOE. Es la única manera de arrostrar el año: rodearse de partidarios y dejar los abucheos en el espacio exterior. ¡Y tener a un Tezanos que nos oculte las verdades feas! Por ejemplo, que otra vez vamos camino del desastre anual.

19.1.23

Ciudadanos: vestido para morir

Ciudadanos es ya como Peter Sellers al comienzo de 'El guateque', en la escena del rodaje de la batalla en la India. Es el trompetista del regimiento y después de cada disparo se levanta para soplar la trompeta. Así una y otra vez. Siempre agoniza y nunca termina de morir. Y el signo de que se mantiene vivo es el hilillo trompetero, ridículo pero inagotable. Hasta que el director dice "¡corten!".
 
En mitad de su agonía, tras sus últimos desastres electorales y con el partido dividido en dos facciones que luchan por las migajas, Ciudadanos ha encontrado tiempo para cambiar de logo. Tal vez nada sea más definitorio de su situación, de su extravío. Pensar que todo puede cambiar con un logo, con un vestido nuevo. Se viste para morir.
 
Arcadi Espada dice en su nuevo podcast que las razones por las que nació Ciudadanos en 2006 son hoy más acuciantes que entonces, por lo que la necesidad de ese partido es hoy mayor. Estoy de acuerdo, pero sin el entusiasmo que correspondería. Tal entusiasmo (que en mí, todo hay que decirlo, siempre estuvo atravesado de dosis escépticas: gajes del carácter) se agotó.
 
La necesidad de Ciudadanos que hoy se reconoce no puede eludir el reconocimiento parejo de que en su momento decisivo Ciudadanos lo hizo mal. Nació para una cosa, y cuando esa cosa pudo cumplirse Ciudadanos estuvo en otra. Ahí murió realmente. Lo demás ha sido agonía. ¿Cómo impostar entusiasmo ahora? Solo hay decepción.
 
Tiene gracia que los que le jalearon a Albert Rivera hasta el último de sus errores hoy estén por el voto útil... al PP. ¡Y nos regañan a los que nos mantuvimos en todo momento en el diagnóstico acertado! Diagnóstico que nos hizo (y nos hace) ser críticos, rabiosamente críticos. Tal vez porque no teníamos otra cosa que votar. Ellos, en cambio, sí tenían otra cosa que votar (el PP) e incluso otra cosa a la que acogerse (el PP) y desde la que regañarnos.
 
Ciudadanos me sacó de la abstención y cuando termine de desaparecer Ciudadanos regresaré a la abstención. Yo no tenía otra cosa que votar (y, desde luego, jamás he pensado acogerme a nada: lo mío es la intemperie). Un sector electoral (el de los detestados 'votantes finos') era el específico de Ciudadanos: el que iba a seguir votando a Ciudadanos, y a ningún otro partido, a poco que Ciudadanos cumpliera. A ese sector Rivera lo expulsó.
 
En su momento de auge Ciudadanos tenía un voto prestado, sin duda atraído por su antinacionalismo. Cuando surgió Vox, ese voto se fue a Vox. Resultó que el antinacionalismo de estos era de pega: se pirraban por otro nacionalismo. Con Ciudadanos permanecieron los antinacionalistas de todos los nacionalismos: no muchos en España, pero los suficientes para mantener un partido que pintara algo.
 
Se ha hablado del voto volátil de Ciudadanos, pero era un voto de lujo. Constituía otra rareza española: la del votante que castiga a su partido si lo hace mal. Yo ya me abstuve, en realidad, en las generales de 2019. Por castigar. Y porque consideraba que Ciudadanos ya había cometido su error mortal. Ahora creo que me precipité al abstenerme, visto el resultado. ¿Pero cuál era la alternativa? ¿Seguir votando como si nada al que se equivocó? Para hacer eso ya tiene el votante español a todos los demás partidos.
 
Me quedan mis últimos votos crepusculares a Ciudadanos, en las próximas municipales y generales. Saborearé los dos momentos papeleta. Porque después me imagino que Ciudadanos se extinguirá y yo me instalaré (¡y no me moverá ya nadie!) en la blanca abstención.
 
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13.1.23

Este país desesperante

[La Brújula (Zona de confort), 1:24:43]

Hola, querido Rafa Latorre. Al populismo, esa corrosiva corriente antidemocrática, solo se le opone una cosa: el Estado de derecho. Exclusivamente el Estado de derecho, del que el populismo es enemigo. Cualquier otra solución es una falsa solución. No solo falsa: suele ser además una solución populista, que se disfraza de antipopulismo pero únicamente para ejercer de un modo más efectivo el populismo. Esta endiablada estratagema, muy difícil de combatir, es la que sufrimos en España. Lo hemos visto una vez más a propósito del asalto de los partidiarios de Bolsonaro a las instituciones democráticas de Brasilia, una semana después de la toma de posesión del nuevo presidente Lula. Como los trumpistas, los bolsonaristas no reconocen la legitimidad de las urnas y apelan a una razón popular (populista) superior. Por ella se sienten legitimados para ejercer su fuerza contra la ley. Pues bien, en España existe esa misma mentalidad en diversos partidos políticos. Casi todos apoyan al Gobierno. Uno incluso forma parte de él: con tanta intensidad que ha contagiado a la otra parte, incluida su cúspide, el presidente Sánchez, cuyo discurso populista es ya palmario. Un detalle, a la vez síntoma y confesión, fue el énfasis que ponía, al condenar el intento de golpe en Brasil, en el carácter ultraderechista del mismo, por ver si así podía adjudicárselo a la oposición. Pero eludía lo sustancial, que es su carácter populista. Ciertamente reaccionario, pero que suscriben también los llamados populismos de izquierdas cuando les toca. Sin ir más lejos, aquí se habla demasiado últimamente de razones populares (populistas) que están por encima de la Constitución y del Estado de derecho. En fin, estoy siempre dando lecciones elementales y haciendo, como yo digo, el discurso de la Corona, en defensa de las formalidades democráticas. Pero es que este país es desesperante.

12.1.23

Una élite pobre (Sobre los flamencos de 'Molde roto')

En casi ninguna lista figuraba el mejor libro de no ficción del año pasado junto a Delirio americano, de Carlos Granés (sí en la de The Objective): Molde roto. Una conversación con flamencos, de Arcadi Espada y Antonio España (Renacimiento). Es significativo, porque es una muestra lujosa de lo mejor que tenemos; pero es lo mejor justo porque vive en ese margen de la excelencia artística no del todo apreciada: el cante jondo, el flamenco, nacido de abajo, del pueblo, pero no popular sino elitista. Sus oficiantes constituyen una élite extraña, "una élite pobre", como dice Espada: una genuina aristocracia del espíritu. Este último lo menciona Paco de Lucía, uno de los que logró salir de la pobreza: "La barriga te la llenas pronto, pero el espíritu tardas más en llenarlo". De frases como esta están llenas las diecinueve entrevistas del libro, un deslumbrante prontuario de arte jondo: porque propone (o ejemplifica) una estética que trasciende el cante.

Yo he leído Molde roto tarde y sin referente íntimo, porque no solo no he estado en el flamenco sino que lo he rehuido toda mi vida. Mi forma particular de ser un descastado me ha llevado a buscar, desde Málaga, a los sambistas de Mangueira en vez de a los flamencos de Utrera o Jerez. Cuando me he dado cuenta de que estos tendrían que haber sido los míos (también al menos) ya era demasiado tarde. No voy a meterme a estas alturas en ese continente abrumador, cuyos valores admiro desde fuera. Me llegan flecos, chispazos: en cantes y bailes sueltos, en algún toque de guitarra, en alguna letra o en las entrevistas de este libro. Pero me resigno a que mi manera de recibirlos sea la de una reverencia distanciada. El flamenco que se cuela en mí es el del arte más profundo que tenía a mano pero al que no me acerqué. Es la joya ajena que estaba aquí. El tesoro por el que pasé de largo. No está exenta mi percepción de belleza trágica: me rozan los brillos de un oro que nunca tocaré.

Por eso no leí inmediatamente el libro, aunque suelo leer todo lo de mi maestro Espada. Molde roto salió a principios de año y lo leí a finales. Y lo hice porque, brujuleando por YouTube, caí en la presentación de Sevilla, que se hizo en marzo. Hablaron bien Fernando Iwasaki, Manuel Bohórquez y el propio Espada; pero me impresionó Lola Baena, la viuda del coautor España. El respeto por los flamencos que transmite, el pudor que cuenta del marido cuando se aproximaba a ellos, por miedo a importunarlos... No querían sentirse, cuenta ella, que iba a veces, como los que expolian yacimientos arqueológicos. (La idea de esas personas como yacimientos disponibles pero postergados.) Un día tuvieron en su casa a Fernanda de Utrera y para el matrimonio equivalía a que unos melómanos recibieran la visita de Maria Callas. Esto es lo que impresiona: artistas de ese tamaño pero viviendo la vida de todos. Números uno sin la rentabilidad que en otras disciplinas produce serlo.

Las entrevistas, que se hicieron a principios de los años ochenta, satisfacen el estímulo que me llevó a leerlas por fin. Hay frescura en ellas, profundidad, desgarro, gracia; una vida cotidiana con irrupciones de la musa. La selección de los diecinueve entrevistados (entre los que hay hombres y mujeres del cante, el baile, la guitarra y la crítica; de cada uno escribe una presentación intensa José María Albert de Paco) la determinó la preferencia de Espada y España –contra el "mandibuleo atroz" de los marchenas y valderramas– por el componente gitano y por el estilo no barroco sino directo, eléctrico, seco, por el "abstracto laconismo del latigazo jondo". Domina una queja ancestral ("prepolítica", la llama Espada): una pena (¡una fatiga!) de marginación y miseria, pero ante todo existencial, biológica. Dice Tía Anica la Piriñaca: "Cuando canto a gusto me sabe la boca a sangre". Hablan de su arte con una mezcla de arrebato romántico y naturalidad, con una conciencia purísima de lo que se traen entre manos, siempre integrado en la vida. Como quien no quiere la cosa, dan un ejemplo admirable. Su gran enseñanza es la pasión no sentimental. 

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5.1.23

Orwell indómito

La editorial Página Indómita ha tenido el acierto de publicar en libro el ensayito de George Orwell En el vientre de la ballena, uno de los que formaban parte de la antología El león y el unicornio que editó Turner en 2006. Sacarlo exento es una operación brillante, que propicia una lectura despejada y aún más admirativa. Me parece precioso porque se trata de una acción específicamente editorial, como a las que nos tiene acostumbrados Página Indómita, que sigue una línea de reflexión profunda acerca de nuestra actualidad, casi a modo de contrapunteo: y no con textos periodísticos, sino de alto pensamiento, con frecuencia de clásicos modernos y contemporáneos. Basta asomarse a su catálogo. (Como ejemplo, el libro anterior es una nueva edición del Juan de Mairena de Antonio Machado.)

En el vientre de la ballena, que publicó Orwell en 1940, constituye ante todo una lectura deliciosa, de reflexiones en marcha, puramente ensayísticas, que tantean sobre diferentes aspectos literarios y políticos con complejidad y agudeza, con afirmaciones contundentes, pero también con dudas y algunas contradicciones, cuyo efecto es de apertura, de oxigenación. Y con gracia. Y con una escritura ágil y elástica, viva, que no excluye un encantador atildamiento inglés. En la traducción al español (del editor Roberto Ramos) se conservan estas virtudes. Al valor textual (es literatura placentera en sí misma), hay que añadirle una asombrosa pertinencia respecto a la situación española actual; y tal vez no solo española. Orwell se ocupa en su ensayo de las diferencias entre los escritores anglosajones de la década de 1920 y los de la década de 1930, con apuntes políticos a propósito. Nuestro extravío se parece más al de los años treinta.

El curso de la reflexión de Orwell no es previsible; tiene nervio argumental. Parte de la novela de Henry Miller Trópico de Cáncer, de 1935. Un libro cuya validez reconoce y defiende, aunque le encuentra incómodas disonancias con su época. El carácter egoísta, cínico, pornográfico de Miller lo sintetiza Orwell como de aceptación del mundo. Una aceptación de estirpe whitmaniana... solo que en un mundo que, a diferencia del de Whitman, resulta inaceptable. Es el mundo, precisa Orwell, de los campos de concentración, Hitler y Stalin (con ellos, Orwell despliega un listado de horrores de media página en el que incluye ¡las películas de Hollywood!). La actitud de Orwell, como sabemos, fue otra: comprometido en sentido extremo; tan extremo que también se comprometió contra los inicialmente suyos cuando le parecieron reprobables. Es significativo el encuentro que relata Orwell con Miller en París, a finales de 1936, camino el primero de España para luchar junto a los republicanos en la guerra civil. A Miller semejante empeño le pareció "una estupidez".

Pero Orwell tiene la grandeza de no convertir su opción particular en categoría. Le reconoce a Miller una virtud ligada a la vida: la pasividad con respecto a los grandes acontecimientos del "hombre corriente". Frente a la politización de los escritores de su generación, la mencionada de los años treinta del pasado siglo, cuya ideología de señoritos comunistas les lleva a apoyar el crimen (como Auden cuando habla de "el asesinato necesario" en su poema España de 1937), Orwell aplaude la capacidad de Miller de meterse "en el vientre de la ballena", ese "útero lo suficientemente grande para un adulto" en el que aislarse de los avatares políticos y escribir.

La denuncia de Orwell está vigente si pensamos en la asfixiante politización hoy de moda, que es el legado oneroso de nuestros populistas. Como está vigente su consejo para los escritores aquejados de ideología, para que se salven de su esterilidad: "Adéntrate en el vientre de la ballena –o, más bien, reconoce que ya estás ahí, porque lo estás, sin duda alguna–. Entrégate al proceso mundial, deja de luchar contra él, o de pretender que lo tenemos bajo control. Simplemente acéptalo, sopórtalo, regístralo. Esa parece ser la fórmula que cualquier novelista sensato debe adoptar a partir de ahora". 

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