Yo he leído Molde roto tarde y sin referente íntimo, porque no solo no he estado en el flamenco sino que lo he rehuido toda mi vida. Mi forma particular de ser un descastado me ha llevado a buscar, desde Málaga, a los sambistas de Mangueira en vez de a los flamencos de Utrera o Jerez. Cuando me he dado cuenta de que estos tendrían que haber sido los míos (también al menos) ya era demasiado tarde. No voy a meterme a estas alturas en ese continente abrumador, cuyos valores admiro desde fuera. Me llegan flecos, chispazos: en cantes y bailes sueltos, en algún toque de guitarra, en alguna letra o en las entrevistas de este libro. Pero me resigno a que mi manera de recibirlos sea la de una reverencia distanciada. El flamenco que se cuela en mí es el del arte más profundo que tenía a mano pero al que no me acerqué. Es la joya ajena que estaba aquí. El tesoro por el que pasé de largo. No está exenta mi percepción de belleza trágica: me rozan los brillos de un oro que nunca tocaré.
Por eso no leí inmediatamente el libro, aunque suelo leer todo lo de mi maestro Espada. Molde roto salió a principios de año y lo leí a finales. Y lo hice porque, brujuleando por YouTube, caí en la presentación de Sevilla, que se hizo en marzo. Hablaron bien Fernando Iwasaki, Manuel Bohórquez y el propio Espada; pero me impresionó Lola Baena, la viuda del coautor España. El respeto por los flamencos que transmite, el pudor que cuenta del marido cuando se aproximaba a ellos, por miedo a importunarlos... No querían sentirse, cuenta ella, que iba a veces, como los que expolian yacimientos arqueológicos. (La idea de esas personas como yacimientos disponibles pero postergados.) Un día tuvieron en su casa a Fernanda de Utrera y para el matrimonio equivalía a que unos melómanos recibieran la visita de Maria Callas. Esto es lo que impresiona: artistas de ese tamaño pero viviendo la vida de todos. Números uno sin la rentabilidad que en otras disciplinas produce serlo.
Las entrevistas, que se hicieron a principios de los años ochenta, satisfacen el estímulo que me llevó a leerlas por fin. Hay frescura en ellas, profundidad, desgarro, gracia; una vida cotidiana con irrupciones de la musa. La selección de los diecinueve entrevistados (entre los que hay hombres y mujeres del cante, el baile, la guitarra y la crítica; de cada uno escribe una presentación intensa José María Albert de Paco) la determinó la preferencia de Espada y España –contra el "mandibuleo atroz" de los marchenas y valderramas– por el componente gitano y por el estilo no barroco sino directo, eléctrico, seco, por el "abstracto laconismo del latigazo jondo". Domina una queja ancestral ("prepolítica", la llama Espada): una pena (¡una fatiga!) de marginación y miseria, pero ante todo existencial, biológica. Dice Tía Anica la Piriñaca: "Cuando canto a gusto me sabe la boca a sangre". Hablan de su arte con una mezcla de arrebato romántico y naturalidad, con una conciencia purísima de lo que se traen entre manos, siempre integrado en la vida. Como quien no quiere la cosa, dan un ejemplo admirable. Su gran enseñanza es la pasión no sentimental.
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En The Objective.