5.7.21

Las mascarillas de Esquilache

No detecto, como Arcadi Espada, un espíritu aborregado en la persistencia de las mascarillas pese al levantamiento de su obligatoriedad, sino más bien una queja (o al menos un escepticismo) contra el Gobierno. Los enmascarillados no se fían del presidente. Aunque yo sí me la he quitado y tampoco.

Me sorprendió la mañana del primer sábado sin mascarillas que el único que no la llevaba era yo. Así ha seguido siendo toda la semana: quienes vamos a cara descubierta somos minoría. Esta inercia del embozo la ha asociado Espada –y también Guillermo Garabito– con el motín de Esquilache. Un motín sin algaradas, solo de resistencia pasiva. Como en aquel refrán del Quijote: “Debajo de mi manto, al rey mato”.

Cada ciudadano que lleva la mascarilla por la calle le está diciendo a Sánchez que no le cree. Lo que eleva a ese ciudadano a una condición más presentable que la de los turiferarios del presidente: sanchistas no solo a cara destapada sino a calzón quitado (o en su caso bragas).

Sociológicamente hay miga además. En este año y pico experimental hemos asistido a la implantación de una costumbre que ahora se resiste a retirarse.

Saltársela tenía aliciente hasta hace dos sábados: podía sentirse el regusto de lo prohibido. Nos quitábamos la mascarilla por descampados y callejones desiertos, cuando no nos veía nadie. O unos segundos, solo unos segundos, en calles concurridas. Estaba barato ser un disidente. Pero ahora que nos deja el Gobierno ya no tiene gracia.

Hemos aprendido de paso las virtudes del anonimato. Un anonimato más mental que otra cosa (un anonimato de avestruz), porque a todos nos reconocían –y reconocíamos a todos– con la mascarilla puesta. Pero qué descanso era pensar que no, que se podía actuar impunemente, como bandidos de trivialidades.

Un descanso que formuló Borges así: “El alivio que tú y yo sentiremos en el instante que precede a la muerte, cuando la suerte nos desate de la triste costumbre de ser alguien y del peso del universo”. Sí, la mascarilla nos ha desatado de la triste costumbre de ser alguien y le hemos encontrado placer.

Yo, sin embargo, voy ya desembozado. Soy el de la cara entre los sin cara. Deseando terminar con esta época ominosa –y contribuir a su terminación–, pese a la estética y la ética que le reconozco. Al final se me ha hecho largo todo esto, este pesado casticismo. Voy empujando con ánimo ilustrado (¡aunque en contra del Gobierno!). 

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