30.7.22

Destino caluroso

[Dietario]

Verano anterior. Desmonto el ventilador para limpiar el polvo adherido a las aspas. Es lo que queda del verano anterior. Como lo tuve entero en marcha, ese polvo se corresponde con los minutos y segundos de aquel verano. Cada mota se fue pegando individualmente, hasta formar el tejidillo que quito. Desde ahora empezarán a acumularse las del verano presente, en este extraño reloj de polvo asentado donde nace el viento.

Alumnos de Almogía. Cuando le digo a Lola que toda mi familia procede de Almogía, me cuenta que en el instituto en el que estuvo antes de profesora, el Picasso, tenían muy buena fama los alumnos de allí. Era el instituto de Málaga en el que solían matricularse y cada vez que llegaba uno los profesores se alegraban. "Eran muy nobles, buenos y estudiosos".

Para lo que pueda venir. Siempre me acuerdo de la primera vez que visité la casa de mi hermana Lina y Sergio, mi cuñado, cuando se casaron. Después de enseñarme la cocina, el salón, el baño, el dormitorio y un despachito, abrieron la puerta de un cuarto grande vacío y Sergio dijo: "Y esto, para lo que pueda venir". Vinieron mis sobrinos Julio y Ana, que en septiembre se irán a estudiar fuera, en la universidad.

Tatuaje. Por calle Mármoles corre hacia mí, alocada, una niña muy pequeña. Pasa rozándome. Detrás viene la madre, que grita su nombre. Mientras lo grita (es uno de esos nombres exóticos que se llevan ahora) me pongo a leer la palabra que la mujer lleva tatuada en la garganta, como una cuchillada, y es ese nombre.

Castillo de Santa Clara. Visito a Curro y Almudena en el Castillo de Santa Clara, donde están pasando el mes de julio. Curro, aunque es malagueño, nunca había vivido en Torremolinos y repite: "¡Torremolinos es infinito!". Pero más infinito es el Castillo de Santa Clara por dentro. Ya no es un hotel, sino un edificio de apartamentos vendidos y alquilados. Curro me espera en la puerta para atravesar el laberinto. Es portentoso, alucinante. Larguísimos pasillos llenos de puertas tapizadas como sofás. El hotel de El resplandor impresiona menos. Por fin llegamos al apartamento con vistas al mar. Pero el mar se queda corto comparado con el interior del Castillo.

Entre Suintila y Leovigildo. Me voy el penúltimo fin de semana de julio a Madrid, pese a las advertencias catastrofistas sobre el calor. En cuanto me bajo del Ave compruebo que, en efecto, el calor es catastrófico: un sol violento, que estrangula. Uno va avanzando como por dentro de una rebanada de pan tostado. En el hostal me dan una habitación espléndida con vistas al Palacio Real. Me doy algunos paseos por la acera de sombra, visito librerías, tomo unas cañas. Solo veo a Pilar, el sábado por la noche. Me cuenta sus horribles semanas calurosas. Entramos en el Alphaville (así lo seguimos llamando) a ver la película de Jonás Trueba. Es mi segunda vez, pero a la salida compruebo que ella ha captado más cosas que yo. Yo me limitaba a disfrutar, sin tensión, las tranches de vie; ella ha identificado un conflicto, un argumento, y la explicación de la risa final de la protagonista. Caminamos desde la plaza de España hasta la plaza de Oriente, las nuevas obras. El acceso ahora es precioso. Pilar moja su foulard en una fuente para refrescarse, pero el tejido es sintético y no se empapa. Tomamos algo en la plaza de Ramales. A la una de la madrugada, con todo ya cerrado, nos sentamos a charlar entre dos reyes godos de la plaza de Oriente. Pasa lejos el camión de riego y Pilar fantasea con ponerse delante de la manguera como en La ley del deseo. Con Almodóvar, por cierto, nos cruzamos antes en la puerta del Alphaville: llevaba una camisa de manga corta amarilla. A las dos la acompaño a su coche, que aparcó en Argüelles, y a mi regreso al hostal veo que están echando agua los aspersores donde estuvimos sentados. Se lo escribo en un wasap y Pilar responde: "¡No seré nunca una chica Almodóvar!" Quiero saber entre qué reyes nos sentamos: Suintila y Leovigildo.

Katz. El domingo hago una planificación de la que me siento orgulloso: ¡una planificación de alemán! Como el hostal tengo que dejarlo a las 12:00 y mi tren sale a las 17:35, una manera de pasar a la sombra las peores horas es metiéndome en el Thyssen. Este era el motivo de mi viaje: ver la exposición de Alex Katz, pintor del que me enamoré en su exposición en el CAC de 2005, justo cuando volví de mis años en Madrid. Me demoro ante cada cuadro, pero como tengo tanto tiempo por delante puedo darme una vuelta por todo el museo. Está bien esto de deambular sin prisa por las salas. Antes de salir vuelvo a Katz para irme con su sabor. Me tomo un bocadillo de calamares en El Brillante. Y durante el viaje veo por el iPhone la última etapa del Tour. Ya lo dije: ¡una planificación de alemán! (Luego he sabido que ese día Katz cumplía 95 años.) 

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